sábado, 28 de diciembre de 2013

CIEN PISCINAS

CIEN PISCINAS

Setenta y cuatro.  Aspiro, doblo las piernas, me empujo con los pies en el muro y me deslizo con sensación de pez  prehistórico. El agua son manchas azules y parches de sol  bailando sobre cuadrículas de cerámica. Fastidia el cloro,  un poco los reflejos de la luz, pero al aproximarme al muro opuesto, pronuncio mentalmente "setenta y cinco,"  olvido las molestias y calculo  que volveré en otras veinte brazadas al mismo límite azul y repetiré el ritual controlando la respiración sobre la guía blanca incrustada en el fondo, vaya y venga,  vaya y venga, hasta cumplir las cien piscinas.  Cien tramos de doce metros sacando la cabeza a un lado para tomar aire. Una brazada sí, otra no. Empujando el tiempo y el líquido para atrás. Reconstruyendo el orden del cuerpo. Imaginando que los músculos  de los hombros se ensanchan, se fortalecen, que la barriga disminuye.  
No me han molestado los oídos. Luis Fernando me trajo los tapones que le encargué. Con esos tornillos plásticos diseñados por speedo para acomodarse en el pabellón de las orejas recupero el bienestar acuático, esa dicha de antiguo batracio convertido en caminante tras millones de años buscando el alimento. ¿Qué pasaría? ¿en qué mar estaría mi antepasado que le faltó el sustento y se aventuró al pantano, a la sabana, al bosque? ¿O sería un tsunami que lo sacó de un golpe y lo dejó lejos de la orilla revolcándose en un charquito?  Al llegar a ochenta y tres siento un vacío. Uy, es cierto: nadar da hambre. Uno suda y suda, pero no se da cuenta. El agua absorbe los líquidos que expele el cuerpo. Brazos, piernas en continuo movimiento. Brazadas y patadas. Axilas imperceptiblemente inquietas. Sudor sin olor. Sensación de habilidad y limpieza. ¿Cuántas piscinas durará mi combustible? ¿Ciento cincuenta? No debo exagerar. Pararé justo en las cien. Hace apenas tres días que comencé la rutina. El veinticinco de diciembre fueron treinta, ayer sesenta y cinco y hoy llegaré a cien. Es una meta simbólica. Hasta el treinta y uno mantendré esta cifra. Que a los cincuenta y nueve años, después de un infarto pueda susurrarme que hago cien piscinas sin ahogarme es un buen indicio de la salud.  Debes hacer ejercicio y comer bien, me dice la doctora Roa. Y no olvides los medicamentos. Odio las pepas, pero hasta ahora me las tomo. El cuerpo me dirá cuando podré disminuir la dosis. Que debo primero hacerme exámenes, me dijo Pacho cuando le comenté mi intención. Habría que hacer una ecografía, tomar los niveles de colesterol, en fin. Esta mañana desayuné huevos batidos. Hice una tortilla a la que le eché anillos de cebolla frita con ají. Sin revolverla en el fuego la doblé. Era como una empanada, deliciosa. La dispuse sobre la arepa y el queso campesino. No quise tomar chocolate. Solamente cuando me prepara para hacer largas caminatas por las colinas de Damasco, tomo la bebida de los dioses. Estaría echando pedos en el agua. El café es suficiente. Sin azúcar, por supuesto. No me importa que tenga cafeína. Un estimulante para tanto esfuerzo es buen compañero para el ritmo del corazón. Las pulsaciones de mi ritmo cardíaco y las revoluciones de los brazos me dan una sensación matemática que hace bloques geométricos con el número de piscinas. Esta sensación perdura hasta que vuelvo a tomar conciencia del cuerpo, cuando un pequeño eructo reemplaza la aspiración del aire. Llevo un buen rato nadando. Debo estar envuelto en sudor. 
Imposible discernir el olor del huevo y la cebolla en mi sudor. Deben disolverse en el cloro. Uy, 
siquiera no bebemos el agua de la piscina.  Cómo será la mezcolanza de sabores de sobrinos en primera y segunda generación con la de todos estos tíos y tías estrenando tercera edad. Cada cual sudando y meando con una mezcla química de caprichos alimenticios empacados en papel celofán con las recetas tradicionales de la abuela. Hemos comido sancocho, fríjoles, asados, y esta noche tendremos ceviche.  De nuevo tengo hambre.   Tan pronto termine la rutina, iré a la cocina, abriré la nevera, me serviré un vasado de jugo de mango, o de toronja. Siempre hay jugos en la finca de mi hermano. Desde niño dije que a los cincuenta y siete estudiaría medicina. No era mi profesión, pero como decía mi mamá "sirve para todo y no sirve para nada", entonces por qué no dedicarle unos cuantos años a cada profesión que se atraviese.  A los cincuenta y siete me dio un infarto. El cuerpo, entonces, se me volvió la mesa de disección donde aprendo anatomía. Las pastillas que debo tomar para la presión, el colesterol, la paciencia, para prevenir los posibles coágulos que obstaculicen la circulación de la sangre en mis arterias. Me choco con un balón plástico azul. Un gran balón que Sally trajo de regalo a la finca para que la gente hiciera gimnasia. Pilatos, o algo así, le dicen. Nombre extraño para unos ejercicios de gimnasia. De la biblia a la piscina. Me interrumpe el ritmo. La saco a un borde de la piscina, al parar siento la respiración agitada, cuando vuelvo a mover los brazos y me pongo en posición de flotación pareciera desaparecer el cansancio. Falta poco. Acelero, recuerdo la voz de la hermana Inés Cecilia hablándonos en el salón del kínder: hay que tener voluntad, hay que perseverar, noventa y ocho, aumento el ritmo, oigo la voz de la doctora Roa, no puedes exagerar, no debes sobrepasarte en el esfuerzo, oigo la voz de una especie de dios retador con tono de locutor de radio que me dice, dale, dale, reventate, ya vas a llegar. Dale, dale, y llego. Cien.



Encontré este escrito en la alacena del computador. Data de hace un año, pero podría ser de hoy. Estoy en la finca de mi hermano, en la misma piscina, y aunque no estén los sobrinos, escucho su algarabía. 

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He sido un cultivador de cartas... pero se extinguen los huertos, las postales, los destinos. Busco materos, balcones, ventanas, lienzos libres donde pueda sembrar mis dudas, mis palabras, las cascadas de imagen que a veces se me ocurren. Dale hombre, me han dicho algunas fieles amistades, invéntate un blog, escribe. Ya verás que es un buen andén para compartir tu risa, tu silencio, tus desdichas. Curioso, dócil, ingenuo, acepto jugar a lo impreciso.