domingo, 25 de mayo de 2014

LA DIFÍCIL TAREA DE ELEGIR.

En marzo de 2002, viviendo en Chicago, me enfrenté a la difícil tarea de ejercer mi derecho al voto en situación de extranjero. Aquí va la crónica que fue traducida   por  el catedrático, escritor y crítico literario John Barry (qepd) quien la incluyó  en su  libro  Into The Wind´s Eye: Latino Fiction from the Heartland / En el ojo del viento: Ficción latina del Heartland, publicado en 2004. La versión española fue reproducida por la  Revista NÚMERO. 

MARZO 14

Por Diego García Moreno

Gracias al correo electrónico que me envió a primera hora mi amigo Alberto Quiroga, pude informarme del resultado de las elecciones. Bienvenida la desgracia. El hijueputa mail de El Tiempo decidió hoy que yo no estoy autorizado para abrir esa página y no me había podido enterar del desarrollo de los comicios. Acudí al moribundo El Espectador, pero el pasquín virtual sólo abre con la fecha de ayer y no aparecen noticias frescas. Sin embargo, el amable heraldo del barrio llegó sin suscripción, por buena voluntad, preciso y con firma propia.
Yo nunca había votado y voté. La experiencia fue un poco traumática, pues aparte de la insoportable gripa que me acompañó durante todo el trayecto, sin contar la semana que precedió a la gran fecha patriótica, por primera vez en la vida tuve que hacer declaración pública de mis impedimentos físicos. Sí, señor presidente, le dije al bogotano con cara de doctor honesto que presidía la mesa de votación: «Declaro que soy un “elector impedido”».
Resulta que cuando entre estornudos llegué al consulado de la república de Colombia, situado en el 2004 del 500 de la avenida Michigan en Chicago, después de haber revisado cuidadosamente los documentos necesarios para ejercer la democracia en un solitario ritual en el ascensor, sentí que algo faltaba. Como es costumbre, inocente del esfuerzo que hacían los motores y las poleas del Mitsubishi para llevar verticalmente hasta el vigésimo piso su carga de 82 kilos de pretendida democracia, estuve presionado por la rigurosa ausente voz de Sally que sonaba por los parlantes de mis sesos entonando la obligada lista de chequeo.
—¡Que no vas a dejar la cédula! ¡Acordate del pasaporte!
— ¡No me jodás! En la billetera tengo el registro electoral, que es lo que cuenta... —le respondí, agitando con desespero la única prueba contundente que podía argüir a mi favor... como inventando defensas de marido desordenado.
Fue un ascenso con gestos de simio incómodo, palmoteando la superficie exterior de todos los bolsillos repletos con los kleenex que el invierno te obliga a arrastrar. Los de la chaqueta, los del suéter, la camisa, el pantalón... para cerciorarme de si en alguno de ellos se encontraba el bultico de cuero aquél, el tamalito en que cargo por costumbre los citados documentos.
¿Será que de un instante al otro podría desvanecerse tanta buena voluntad? Yo, que tanto me preciaba de recordarle a mi esposa que dos semanas atrás había hecho el esfuerzo de ir en medio del gélido ventarrón de febrero de la windy city hasta esa oficina donde ejerce funciones un cónsul de fino linaje paisa, el hijo de un exministro, exgobernador, excalcalde, exdirector y propietario del periódico más provincial que ciudad con gran moral y desbordantes perversiones y violencia hubiese inventado en el mundo para mantener su prestigio. Hablo de Medellín, por supuesto.
Con mucha amabilidad y tolerancia, había aprovechado la inscripción de mi cédula en la lista electoral para ir a saludar a ese muchacho flaco de apariencia tímida que, antes de haber sido premiado con el regalo del consulado por el apoyo que su padre le había prestado en la campaña al actual presidente de la república, un par de años atrás había sido el patrón de mi hermanita Vicky... la que ahora trabaja en Venezuela. Ella había sido la arquitecta encargada de una empresa inmobiliaria suya en uno de los tantos períodos de quiebra nacional, antes de que tuviera que irse a buscar fortuna a Caracas con los supermercados Exito. Mercancía barata por aquí, mercancía barata por allá.
«Hay que dialogar a pesar de las diferencias», me dije en un arrebato de militancia matinal. El momento histórico lo exige, compañero… Hagamos signos de buena voluntad, aunque sea en miniatura, para llegar a un entendimiento. Jalémosle a las conversaciones de paz y al voto en el extranjero. Participemos en el gran evento democrático de un país convulsionado y con sentencia de muerte sobre la cabeza si sus ciudadanos no nos pronunciamos definitivamente contra el terror, como he aprendido en mis recientes cursos de ciudadano por e-mail.
La puerta del ascensor se abrió. Tenía en la boca una sonrisa nerviosa y un estornudo contenido, en la mano la billeterita de cuero que compré meses atrás en el One dollar store de la avenida Milwaukee, con pasaporte, cédula y registro. Observé a cuatro colombianos, dos parejas para ser más precisos, cruzando la puerta del consulado. Cargaban una de esas muecas de contenida felicidad que se instalan en los rostros de quienes salen de la última consulta al dentista después de un largo tratamiento. «¿Será tan grave?» —me pregunté. En el piso del pasillo había arrumes de volantes de campaña, como insinuando «Señor, agáchese y entérese». La mayor parte era propaganda, semejante a la que había visto en la mesa del portero en el hall del edificio. Recordé que el gran negro de uniforme azul que prestaba guardia esa mañana de domingo me había hecho firmar el cuaderno de registro y solicitado, con tono nasal del Mississippi, que cogiera uno de esos papeles verdes que habían puesto sobre su escritorio. «No blues, but greens... No, thanks», le dije al ver la foto de una cara conocida allí impresa. Su buena voluntad lo había hecho caer en la nuevecita y bien lubricada maquinaria del candidato presidencial Uribe Vélez, que para mí representaba la razón más contundente para haberme decidido a votar. Era urgente sumar votos para mermar el peligroso avance en las encuestas preelectorales de un político profesional a quien apoyaban abiertamente las grandes derechas y que era considerado públicamente uno de los gestores intelectuales de los grupos paramilitares que sembraban el terror en mi añorado paisito. Mancharía mi dedito, como decían antes, votando por figuras políticas de aroma democrático.
Pensé en mi amigo Daniel García-Peña, que había decidido inscribirse como candidato a la Cámara de Representantes y en los dos últimos meses me había enviado mensajes explicando el porqué había que votar, cuáles eran sus planes de campaña, quiénes eran los hombres que le inspiraban confianza.  Él no estaba de acuerdo con la guerra, ni con la ruptura de conversaciones con la guerrilla de las Farc, decisión que el presidente Pastrana había decidido tomar con el apoyo y la presión del gobierno estadounidense. Después del 11 de septiembre el mundo había cambiado y el gobierno del presidente Bush estaba dispuesto a atacar a todos aquellos  que no estuvieran de acuerdo con sus políticas. Luego de «acabar» con la rebeldía afgana, habría que continuar con todos los terroristas del mundo, y en Colombia había una buena dosis. Detrás de esa presión existía un interés fundamental: petróleo barato, para que el gran motor de la limusina gringa circule con su acelerador automático encendido por las grandes autopistas de este mundo. Los grupos armados de izquierda ponían en peligro el abastecimiento en esa estación alterna de gasolina tan florida que es Colombia. Necesitamos políticas y políticos para construir la paz en un país donde las palabras narcotráfico y corrupción han precipitado al abismo todas las esperanzas de un pueblo sufrido. Necesitamos demócratas pacifistas y honestos para que dirijan nuestros destinos. Hay que acabar con el dinero sucio. Vaya el manojo de buenas intenciones… Y yo, por aquí, a distancia, tratando de no dejar señales de ninguna raíz gringa, pues le jalaba con pura convicción a mi profunda afección territorial... Mi amigo me mantenía al tanto de quiénes abogaban por la legalización de las drogas como eficaz medida para acabar con los medios de financiación de las guerras, la sucia y la «limpia», que habían instalado campamento en el país de mi propia madre. Entendí su mensaje y me dije «Pues si todo eso lo estoy diciendo yo desde hace tiempos, compañero», ¡le-ga-li-za-ción!...
Pero en los arrumes en el piso ni pegado en las paredes no había un solo papel que promocionara con grandes letras  los nombres de esos políticos que considerábamos honestos. No se veía por allí  un letrero que dijera Petro, Navarro, Gaviria, Cuartas. Y, por desgracia, mi pésima memoria estaba en escena y no recordaba el número de su papeleta en medio del inmenso listado electoral.
—Señor, ¿va a votar?
En el hall del consulado estaban sentados dos señores. Frente a ellos, la urna y a su lado una caja llena de las famosas papeletas.
—Sí, cómo no.
Simulando pericia, les extendí el pasaporte donde se encontraban la cédula y el registro.
—El pasaporte no es necesario, señor.
Me lo devolvió y lo guardé en no recuerdo cuál de todos los bolsillos.
—Señor, usted debe llenar dos planillas. Una por la Cámara de Representantes y otra por el Senado. Escoja una de las listas que están en este sobre. Tenga, señor, y marque una equis sobre la que elija.
Ya iban cuatro veces que me llamaba señor y las canas estaban volviéndose evidentes. Sentí a mi espalda nuevas voces con acentos diversos en español colombiano y al girar la cabeza calculé unas diez personas esperando turno. Tan pronto me entregaron las listas, tuve el reflejo de empezar a palmotear de nuevo mis bolsillos. Los mismos de la chaqueta de cuero de aviador, el suéter gris calientito que me regaló el cuñado, la camisa, el pantalón. Pero no palpaba la estructura que buscaba. Esta vez agregué una revisión en torno al pabellón de los oídos y nada. «Mierda, no las traje», me dije.
—Hombre, qué pena —le lancé con tono humilde al primer jurado de votación que presintió mis dudas—. ¿No tienen estas listas en letras más grandes? Es que al parecer olvidé las gafas en casa y no logro leer esas liniecitas…
Comencé a alejar de los ojos los papeles llenitos de líneas borrosas, pero se acabó la extensión del brazo y no logré descifrar un solo número, una letra, un apellido, ni a reconocer una cara entre esas especies de bombillos grisosos impresos en el papel.
—No, señor. Esa es toda la información de que disponemos.
—Entonces perdóneme, vuelvo en hora y media, mientras voy a casa y recupero mis gafas. ¿Me guarda mis papeletas?
—Señor, lo sentimos mucho, pero como ya están abiertas, el procedimiento exige que sean depositadas en la misma sesión, o desafortunadamente anuladas.
Lo dijo durísimo, como si tuviera la intención de anunciar a todos los de la fila que la ley colombiana estaba presente y activa. Mientras hablaba, yo seguía tratando de descifrar las letricas. Recordé a Susanita, mi gran amiga diseñadora, siempre orgullosa de utilizar minúsculas escrituras en sus maravillosos diseños. Mierda, todos estos estetas piensan sólo en las vistas luminosas de los menores de cuarenta años. Claro que en este caso se trataba de economía política y no de arte, entonces la excusé. Un reflejo se desprendió de un vidrio, tropezó con mi cabeza y las canas empezaron a brillar. Los murmullos de la amorfa cola que esperaba turno para votar se intensificaron.
—Hermano, eso sí me parece la cagada —le dije cual presidente de la mesa—. ¿Cómo así que por razones de envejecimiento normal o presbicia no voy a poder consagrar mi inalienable derecho al voto?
Escuché un resoplar femenino en los sesos. Sally, perdóname. García Peña, perdoname. Álvaro Uribe V. se reía sin abrir la boca, montado en uno de esos magníficos caballos de paso sobre los que se pavoneaba de niño en la Feria Exposición Agropecuaria de Medellín. Recuerdo perfectamente a ese engreído muchachito con pulcritud y cara de primera comunión agarrando con destreza las riendas del corcel que le había ensillado su papá. ¡Y pensar que ahora se postula para presidente de la república! Dios santo, si ese muchachito blanco, paisa, pichón de rico de mi generación, abiertamente partidario de armar a la población civil para enfrentar a la guerrilla sube al poder, tendré que vivir arrastrando la vergüenza que me propició el desorden cotidiano.
Los dos hombres decidieron hablar en voz baja entre ellos. Yo aproveché para poner las hojas sobre la mesita y apostarle de nuevo a la visibilidad a distancia. Disimuladamente me fui alejando, tanto que logré que la nubosidad se convirtiera en ausencia, en nada. «Hijueputa», murmuré entre dientes.
—Definitivamente no veo un coño sin gafas, señores.

—Señor, hay una concesión prevista por la ley para estas ocasiones. Si el elector está impedido para ejercer su derecho al voto por limitación física, lo puede ayudar otro elector que libremente acepte prestarle el servicio requerido. Por ejemplo, en su caso, si alguno de ustedes —aumentó el volumen de su discurso y dirigió su mirada a todos los presentes, que ya eran unos quince— está dispuesto a ayudar al señor leyéndole los nombres, los partidos que representan y el número correspondiente del tarjetón, pues puede hacerlo.
Me pareció que ninguno de los presentes era mayor de 37. Cualquiera podría hacerme el favorcito. 
—¿El señor se declara impedido físicamente?
—Sí, señor presidente. No veo ni un carajo sin gafas, me declaro impedido...
Una joven mujer de unos treinta años, con aspecto de estudiante capitalina de posgrado, miró a su esposo, de 35, con cara de estudiante capitalino de posgrado, fruncieron la boca y asintieron con los ojos. Ella dio un paso adelante y sin decirme nada, dócilmente cogió la lista. Nos dirigimos al rincón que nos asignaron los jurados en lo que normalmente es la salita de espera del consulado. Comenzó de inmediato a leerme con un volumen un tanto más alto del que se utilizaría en un confesionario. Me sentí incómodo, pues toda la fila podría enterarse de mi candidato, pero no fui capaz de hacerle ningún  reproche. Cubrí el ángulo de espionaje con mi espalda, me agaché lentamente y aproximé el oído a su boca para que entendiera que no era necesario divulgar mi decisión.
«Cámara de Representantes. Lista de candidatos en el exterior...». Y empezó  a desfilar un sartal  de nombres desconocidos. Jamás los había escuchado y ahora no lograría recordarlos. Tal vez estaban en orden alfabético y podrían haber sido algo así como Absalón Abad Abadía, Bernardo Barrera Barreneche, Carlos Camargo Castaño... Para ahorrar tiempo, quise preguntarle si no veía por ahí el nombre de mi amigo Daniel, pero me atacó una repentina timidez y tampoco me atreví. Ella, paciente, secundada por la mirada de su esposo, quien ya había hecho su votación y la esperaba reclinado en el marco de la puerta, terminó la primera tanda y pasó a la siguiente lista.
Lista de las negritudes. Ahí me sentí más a gusto. Recordé al portero del edificio y sonreí. Huy, hermano, me habría pasado de una estas listas y no las de ese candidato blanco y pendenciero. ¿Se da cuenta del papelón que nos habríamos ahorrado?
Un oleaje de calor atacó la escena. No sé si fue un resto de fiebre que subió a la cabeza y me hizo confundir la incomodidad de la gripa con un simulado ataque de delirio palúdico, o tal vez que la lluvia que golpeaba las ventanas del consulado y la palidez del día se sumaron al giro en la piel de los candidatos y me sentí transportado a las profundidades del trópico. Escuché el eco de una voz anciana entonando una súplica.
—El día en que yo me muera, ¿quién me irá a enterrar?
El eco se volvió imagen y su súplica, un rosario acelerado.
—Dios te salve, María, llena eres de gracia… —detuvo el rezo, frunció el ceño y gritó—: Hay papeleta falsa. ¡Hay papeleta falsa!
Era una diminuta mujer negra, ebria, de unos setenta años de edad y piel brillante, que botella de ron en mano alertaba a gritos al corrillo alborotado que se apretujaba y vociferaba en el patio de la escuela, tratando de ganar su puesto para votar.
Estaba en Tanguí, en el Atrato Medio. En pleno Chocó. A escasos ciento sesenta kilómetros de la frontera entre Colombia y Panamá. En ese paraíso natural, cargado de agua, selva y mosquitos portadores del paludismo, donde había realizado uno de mis últimos documentales antes de que hubiésemos decidido venir a vivir a Chicago por razones que no son del caso mencionar.
Recuerdo que luego de grabar los planos obligados de la señora, corrimos al patio. Había dos filas. Más bien, una fila de mujeres y un hormiguero de hombres. El inspector del pueblo discutía a los gritos con un votante recién llegado de Quibdó en lancha. Era evidente que la población estaba dividida: los que vivían en el caserío estaban por un compadre de su asociación campesina y muchos de los que tenían su negocio en la capital apoyaban a un candidato de una lista liberal tradicional. Todos los nacidos en el pueblo habían registrado su voto en Tanguí pues iban a elegir por primera vez un alcalde para el Atrato Medio. La algarabía se convertía en risas con cualquier afirmación de alguno de ellos y pronto comprendimos que la disputa no iría más allá de las palabras. Bulla, la bulla natural de los humanos del trópico, haciéndole coro al estruendo de las chicharras.
Entramos a la sala de votación. El presidente de la mesa número uno era Saturnino, el personaje del documental. El día anterior se había enterado de su privilegio y allí estaba con su camisa más limpia, ejercitando el alto honor que le correspondía. Tan pronto instalamos el trípode, se escuchó al unísono un coro de varones.
—Dejen pasar a Emiro, dejen pasar a Emiro.
Era un viejito medio ciego e inválido, al que dos musculosos jóvenes cargaban en andas sobre un taburete. Lo cargaron hasta la mesa. El hombre traía la papeleta en su temblorosa mano y con la ayuda de uno de ellos trató de introducirla en la caja. La morena voluminosa de fino rostro que acompañaba a Saturnino como jurado, al ver que la cámara filmaba la escena, dijo con mucha convicción al ayudante:
—Lo siento mucho, pero la papeleta sólo la puede introducir el votante.
Saturnino guardó silencio. Los muchachos le hicieron un gesto de excusa al viejo y quedaron atentos a volver a levantarlo. Todos los negros del patio callaron y alternaron la mirada entre mi hermano camarógrafo y el primerísimo plano de la mano flaca y temblorosa del viejo, que golpeaba todos los bordes de la ranura pero no lograba introducir la papeleta.
El presidente de la mesa nos lanzó una ojeada. Parecía apenado por la situación. Sin respetar el protocolo, le dije a Saturnino.
—Dejen que alguien le ayude. Todos somos testigos de que no le van a cambiar su voto.
Nadie opuso resistencia. La chica le dijo algo en voz baja a Saturnino y el viejo líder asintió sabiamente. Entonces le hizo un guiño a uno de los negros, quien no vaciló en tomar la muñeca del anciano para que pudiera encestar su papeleta en la urna y nosotros desprendernos del magnetismo de su parkinson. El viejo sonrió. El público aplaudió. No se dijo más y nos fuimos.
Al caer la tarde, el pueblo se enfrascó en una soberbia borrachera. Celebraban el triunfo parcial del candidato de la asociación de campesinos que los representaba y sólo faltaba que se hiciera el conteo final de los votos de los corregimientos en Beté, la cabecera municipal, para confirmar su alegría.
Al día siguiente, navegábamos tensos en una lenta canoa por un afluente de Atrato, atisbados desde las colinas por vigías guerrilleros o paramilitares camuflados en cambuches de barequeros, cuando fuimos abordados por una lancha voladora. Dos hombres agitadísimos nos solicitaban que fuéramos inmediatamente con nuestros casetes a Quibdó para demostrar que Roque, su candidato, había ganado en la votación de Tanguí. Ocurrió que esa mañana, mientras los designados por la Registraduría se preparaban para la suma de los votos, una gente le había prendido fuego a la casa donde se encontraba la urna número uno y no había ninguna constancia de que Roque, su candidato, hubiera triunfado en Tanguí. Incluso se ponía en duda la existencia de la mesa de votación número uno.
Mierda, les habían robado las elecciones en vivo y en directo. De nada sirvieron nuestras declaraciones. Copiamos el material grabado y lo enviamos como prueba procesal a la Registraduría, donde dormiría para siempre en un archivo o desaparecería vilmente en cualquier trasteo. Luego nos enteramos de que actos semejantes habían ocurrido en el Baudó y en no recuerdo cuál otro municipio. La vieja historia se repetía. Las elecciones en Colombia tenían una larga historia de robos, compras de votos, desaparición de urnas. Con razón los muros de las ciudades siempre se llenaban de letreros que decían descaradamente ¡Abajo la farsa electoral!
—Señor, ¿le interesa alguno de ellos? La amable muchacha bogotana me traía de nuevo a la fría realidad del estado de Illinois. Me sentí deprimido. ¿Volverá Chicago a incendiarse? ¿Será que mi voto se perderá en un accidente de avión entre Miami y Cartagena? ¿Caerán las papeletas sobre Cuba o se las comerán los tiburones? ¿Será que voto o mando todo este ritual para la mierda?
En dos oportunidades quise hacerlo, pero a mis candidatos los asesinaron antes de la fecha de elecciones. La primera fue por Jaime Pardo Leal, un señor con pinta bonachona que representaba a la Unión Patriótica, un grupo político de izquierda que aceptó entrar en la política abierta pensando que podría hacer cambios en el país desde las venerables salas del Congreso y los cargos públicos, pero se lo bajaron a mansalva un domingo cuando regresaba de su casita de campo acompañado por su señora. Luego quise hacerlo por Bernardo Jaramillo Ossa, un inteligente y activo muchacho de Manizales que asumió la jefatura de ese movimiento luego del asesinato del primero. A éste lo mató un muchachito de Medellín, contratado, no se sabe si fue por los militares o por los mafiosos de la época que luego se unieron a los militares y se volvieron aguerridos  paramilitares y ahora amenazan ganar las elecciones… Dicen las cifras que del grupo de mis candidatos asesinaron a cinco mil militantes…
—Oye, que esto de votar en Colombia es difícil… y peligroso.
Entendí que no podría votar por mi amigo Daniel García-Peña. No porque lo pusiera en peligro, él ya se puso, sino porque no está inscrito en Illinois, por supuesto. Y vaya a saberse cómo se llama el partido que por aquí lo representa. Entonces fijé los ojos en los de la muchacha y le dije con toda sinceridad.
—Oiga, mi amor.¿Sabe a qué horas terminamos si usted con su paciencia y queridura me lee toda esa lista? Vea, hagamos una cosa: ¿uno puede votar por los indios desde por aquí?
Mi lazarilla asintió dócilmente:
—Eso le iba a decir. Aquí están las listas indígenas.
Cómo hemos progresado. Empezó a leerme nombres cuyas raíces no eran vascas ni valencianas, y sus credenciales representaban a alguno de los maltratados resguardos nacionales. Se me encendió la solidaridad ancestral y me dije que daría el voto por cualquiera de esas comunidades, aunque no conociera los pormenores de sus propuestas. Las imagino. Respeto sus tradiciones, sus territorios, su neutralidad en la guerra… No había chibchas, pero sí paeces y huitotos, ingas y creo que wayúus, y había otros… ¡Son tantas comunidades pero tan diezmadas!  Ella pronunció la curiosa palabra Cristianía! Se nos facilitaron las cosas.
—Ah, esos los conozco. Es el resguardo entre Andes y Jardín —dije orgulloso.
Jamás imaginé encontrar esta palabra en un alto edificio a escasos metros de los rascacielos barrocos de Metrópolis. Y estoy seguro de que los de la cola no tenían ni idea de qué estabámos hablando. Eso sonaba como a grupo protestante, a una de esas sectas cristianas modernas que han puesto a cantar salmos a medio país. Pero no. Eran indígenas puritos de un resguardo en el suroeste antioqueño llamado Cristianía, herencia de la Conquista. Como soy yo, como eres tú, como somos nosotros y vosotros y no sé si ellos lo reconocen. De seguro ese nombre debe estar en letritas invisibles en los mapas viales de la Esso, pero nadie lo visita. Para qué.
—Niña, ¿usted sabe dónde queda Cristianía?
—Jum…ni idea —confesó.
—A éstos les han dado durísimo —le dije. ¿Serán qué…? ¿Unos 150 kilómetros desde Medellín hasta allá…? Me acordé de que los paisas habían masacrado desde tiempo atrás a estos descendientes de los cunas tratando de sacarlos de esas ricas lomas cafeteras de la cordillera Occidental, en los límites de Antioquia y el Chocó. Pero ellos habían logrado resistir por convencimiento y terquedad y allí estaban, pobres, olvidados, pero vivos y con la ilusión de levantar una representación en el corazón de la política patria. En vano traté de tararear sus melodías abstractas, pero sí percibí el colorido estridente de sus atuendos para las fiestas. Sonidos dodecafónicos, como decía Jorge López, y pinta de Mongolia en fotografía de la revista China Reconstruye, según Mayolo. Y esos ojos de los niños con todos los lamentos del mundo, mirando este desorden que les correspondió compartir con nosotros.
En alguna oportunidad los grabé rebotando, girando, danzando bajo la luna de Palmira en un encuentro de cultura del occidente del país. Envueltos en las mismas telas que vestían a sus madres pequeñitas. Hijos de caribes, de catíos, de cunas, de emberas. Hace quinientos años se la pasaban remando en las playas del Caribe. Luego canaliaron por el Atrato para esconderse del azote enemigo entre la selva. Pero hasta allá llegaron los espantos y la pólvora, por lo que tuvieron que subir los afluentes hasta la loma más oscura.y agarrarse de los árboles. Como ahora… Y cruzaron los Farallones del Citará pensando que en estos desfiladeros nadie los encontraría. Pero allá los encontraron inevitablemente los que avanzaban desde el Cauca.  Si ellos me regalaron sus imágenes para Colombia con-sentido, cómo no voy a pagarles aunque sea con mi primer voto?
—Lo siento mucho, muchachos. No creo que por aquí la votación por ustedes sea muy numerosa, pero quiero que sepan que aunque no seamos tantos, algunos en este mundo los tenemos presentes. Lo dije pensando en mi hermano Luis Fernando, el inmunólogo, que había pasado un buen tiempo trabajando con ellos en sus estudios sobre tuberculosis y me había hablado siempre con respeto de esa comunidad.
—Voto por ese señor —dije de repente.
La muchacha sonrió extrañada. Puse la equis sobre la cuadrícula.
—¿Y cuál por Senado?
La lista era más grande, el tarjetón era enorme. Pero tenía fotitos.
Y yo no podía darme el lujo de divagar más. De repente, mis ojos alcanzaron a vislumbrar entre los borrones. ¿Sería un milagro? Algún chamán de Cristianía había escuchado mi recuento y me mandaba la gotita de luz suficiente para reconocer a un tipo muy feo, flaco, cumbambón y muy torcido.
—¿Ese no es Navarro?
Ella se inclinó y leyó.
—Sí, es Navarro.
—Présteme y verá que a ese le ponemos otra equis. Y listo.
No les puse una cruz a mis candidatos, sino una equis. Me prohíbo pensar en los significados.
—Niña, muchas gracias. Señor presidente de la mesa, aprecio su gesto.
Levanté la mano para saludar al cónsul, que pasaba por la vitrina que separaba el hall de las oficinas, y salí corriendo, pues todas las gripas del mundo que habían aceptado una tregua electoral me amenazaron con descargar su húmeda ira.
El ascensor estaba cerrado. Los de la cola no me miraron.
—Diego, Diego —me llamaba una voz.
—Ah, qué hubo —saludé al cónsul, que me alcanzó.
—Le escribí a Vicky para contarle de nuestro encuentro.
—Ah, ¿y qué dijo?
—No ha contestado.
—Quién sabe qué le pasó…
El cónsul no me decía nada. Simplemente me miraba. Para cortar el silencio, le dije:
—Y qué, ¿ha venido mucha gente a votar?
—Pues… ahí.
—¿Cuántos se inscribieron?
—Como seiscientos.
—¿Cuántos colombianos hay residiendo en Chicago?
—Calculamos unos 35 mil.
Un estornudo violento mantuvo a distancia al cónsul y atrajo la mirada de la cola silenciosa de votantes en el extranjero.
—Qué pena, hombre, estoy resfriadísimo; después hablamos.


Al ingresar al ascensor, sonreí. Agradecí a todos los virus de la gripa por el favor que venían de hacerme. Debo confesar que me habría gustado preguntarle al cónsul por quién había votado, pero al fin y al cabo es un derecho libre que sólo se puede ejercer en secreto.

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He sido un cultivador de cartas... pero se extinguen los huertos, las postales, los destinos. Busco materos, balcones, ventanas, lienzos libres donde pueda sembrar mis dudas, mis palabras, las cascadas de imagen que a veces se me ocurren. Dale hombre, me han dicho algunas fieles amistades, invéntate un blog, escribe. Ya verás que es un buen andén para compartir tu risa, tu silencio, tus desdichas. Curioso, dócil, ingenuo, acepto jugar a lo impreciso.