lunes, 2 de febrero de 2015

Un ciudadano afortunado

Soy un ciudadano afortunado: mi oficina está a escasos quinientos metros de mi residencia. 

Soy un ciudadano doblemente afortunado: el trayecto que debo recorrer para llegar a mi oficina, que en realidad es una sala de edición, es en su mayoría una zona verde:  el Parque de la Independencia, en el que sobresalen las palmas de cera sobre una exuberante variedad de árboles frondosos.

Soy un ciudadano inmensamente afortunado: camino sin afanes, no estoy obligado a montarme todos los días en un transporte  público -taxi, buseta o transmilenio-, o  en un auto privado -mi propio carrito prehistórico por ejemplo-. Si tuviese que recurrir a cualquiera de ellos  indefectiblemente  caería en un asfixiante trancón donde olvidaría que voy hacia un destino preciso; caería en un cardumen burdo  y ruidoso de motores humeantes donde se alteraría mi  anhelado estado de paciencia hasta llegar a una crisis de histeria  por contaminación ambiental y atropello físico, en una terrible ofuscación con taquicardia incorporada ante el inminente incumplimiento a la cita.

Soy un ciudadano  muy afortunado: en vez de sucumbir en esa contaminada tortura moderna, voy caminando sin afanes, sin empujones, sin corcoveos de chasises ni mentadas de madre al chofer, sin la  posibilidad de atropellar a ciclistas y transeúntes, carretilleros y motociclistas, sin temor a que una mano ágil me saque la billetera o el celular del bolsillo o jale bruscamente el bolso donde cargo documentos y computador. 

Soy un ciudadano afortunado: puedo caminar lentamente, espiar las mirlas o los colibríes mientras  sale de los audífonos una catarata de noticias espantosas, o un abanico de música entre el rock fundamental y la salsa de siempre, entre una sinfonía clásica en un canal universitario o cualquier joropo cabalgado en Señal radio Colombia;  puedo caminar en silencio, desconectado,  mirando hacia el cielo coronado por los penachos del árbol nacional  o,  hacia abajo, inspeccionando  los tallos jóvenes de una nueva generación de palmas de cera  sembrada en los  bordes del camino que rodea El Planetario Distrital.

Soy un ciudadano afortunado: celebro el cruce con los vecinos o con los estudiantes que suben a clases en la Universidad Distrital, el aroma de cannabis que sale de las bocas de los muchachos que conversan mirando el domo del observatorio sentados en la pendiente del parque, los besos apasionados de las parejitas sin pieza que se frotan sobre el pasto, la algarabía de los perros que corren tras el hueso sintético que lanza su amo, y al amo que recoge la mierda de su perro y la mete en una bolsita plástica y luego la deposita en un cajón de basura; puedo escuchar los ronquidos de los viejos desempleados o de los pordioseros que han encontrado reposo en una banca y hasta despotricar del arquitecto y del contratista y de la entidad urbana  y del alcalde y del ministerio que permitió derribar una centena de árboles y comerse el borde sur del parque para construir un adefesio de cemento sobre la avenida El Dorado: una plataforma descomunal abandonada desde hace tres años a la intemperie, cuyos hierros oxidados se han convertido con el tiempo en el símbolo de la corrupción en la contratación urbana.

Soy un ciudadano afortunado:  nunca  he sido sorprendido por un atracador en el apacible trayecto que, eso sí, nunca recorro solo cuando cae la noche:  los relatos de los asaltos perpetrados por hampones armados que alzan vuelo con chaqueta, reloj, computador y celular –como en los buses- se han vuelto una alarma que enciendo cuando regreso en la noche  a mi casa y con precaución subo bordeando el Planetario y la Plaza de Toros buscando el garaje que da sobre la calle 28 en el costado norte de mi conjunto residencial.

Soy un ciudadano  afortunado que intenta aprender a usar la palabra ciudadano ya que no tiene un pedazo de tierra en el campo donde pueda ahorrarse la palabra oficina.

Diego García Moreno

Bogotá, Febrero 1 de 2015

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He sido un cultivador de cartas... pero se extinguen los huertos, las postales, los destinos. Busco materos, balcones, ventanas, lienzos libres donde pueda sembrar mis dudas, mis palabras, las cascadas de imagen que a veces se me ocurren. Dale hombre, me han dicho algunas fieles amistades, invéntate un blog, escribe. Ya verás que es un buen andén para compartir tu risa, tu silencio, tus desdichas. Curioso, dócil, ingenuo, acepto jugar a lo impreciso.