En enero de este año viajamos a Chile. El verano era sofocante. Con Sally y mi amigo cineasta Gonzalo Justiniano fuimos un fin de semana a conocer el litoral próximo a Santiago: Valparaíso, Viña del Mar, Tunquén, El Algarrobo e Isla Negra. Hace un par de semanas un devastador incendio consumió dos mil quinientas viviendas en los cerros de Valparaíso. Comparto un extracto de mi diario de viaje que da cuenta de una visita relámpago a ese hermoso puerto hoy cargado de dolor pero también de esperanza por su reconstrucción.
Sábado 4 de enero de 2014
Diez y media. Nos vamos de Santiago. Que maneje Gonzalo. Oye, trata bien el auto de Congofilms, porfa, sabemos que es de tu competencia, pero él es quien nos ha salvado el fin de semana. Atentos, hay incendios forestales en el camino, ojalá no nos detengan las llamas ni los carabineros. Gonzalo no baja de 120 kilómetros por hora. Le tomo fotos a las montañas resecas. Atravesamos un túnel y entramos en un valle lleno de viñedos. Parras alineadas en feudos que están acompañadas del letrero de una marca. Es la ruta del vino. Me encantaría visitar alguno, dejémoslo para el regreso. Es el mismo camino que habíamos recorrido el día que llegamos, pero era muy temprano y la autopista estaba vacía. Ahora es el comienzo de las vacaciones chilenas y tenemos que detenernos a menudo por el exceso de automóviles. Todos buscan el mar. Escuché ayer por la radio que un millón y medio de personas abandonarían la capital en el fin de semana. Sedientos, sudorosos se atropellarían buscando el mar.
A Chile le ha alcanzado el dinero de su boom financiero para tener autopistas del primer mundo. Son buenas para desplazarse rápidamente pero pésimas para paisajear. Todas son iguales. Abandonamos la ruta principal y buscamos una pequeña vía. Pinos, y eucaliptus, calor y smog. Entre colinas aparece el mar. Las construcciones industriales van inundando el paisaje. Descendiendo, una cárcel de varios pabellones de cuatro pisos y un largo cementerio nos anuncian que Valparaíso es una gran ciudad. Otro túnel y desembocamos en un arrume de miles de casitas de colores aferradas a las laderas. Los jardines son pastos secos, amarillos.
Tenemos sed y Sally propone que compremos cerveza y limones. Ascendemos la pendiente buscando una botellería por la calle con forma de serpiente entre cañadas. En la cima de un barrio popular hay una esplanada, un parque infantil, un mirador y una serie de negocios. Entramos a lo que parece un mercado con varias tiendas. El vendedor de la botellería es un buen anfitrión. Es joven, amable, conversador. Nos pone en alerta con el barrio. Que no caminemos hacia el lado de atrás, uno no sabe, hay pandilleros. Vamos al mirador. Nos tomamos la michelada detallando el paisaje. El color, aunque matizado por el smog, está por todas partes. Es una pendiente caprichosa que se ha poblado en varios siglos con casas de madera sostenidas por pilones. La arquitectura de la acrobacia. Recuerdo a Cuernavaca y los barrios populares de Medellín.
Pero está el puerto con sus grúas, los barcos, el océano, la bruma y el revoloteo de gaviotas. Todas las casas miran hacia el mar. Cada una tiene al menos una ventana o una terracita buscando el horizonte, el poniente, el origen de todos los tsunamis. Hay un pequeño parque con una pista en cemento para skate board decorada con grafitis. Un chico intenta mantener el equilibrio con sus patines sobre unos tubos pero cae. Lo intenta de nuevo y cae. Así sucesivamente hasta que nos vamos. Descendemos. Rodamos hacia el puerto. En medio de la bahía que lo abraza ha fondeado un enorme crucero, al fondo tres destructores hacen guardia mientras evacuan los contenedores de un carguero peruano, entre todas las naves se agitan las barcazas atiborradas de turistas que hacen el tour de la bahía.
Llegamos al plano. La ciudad republicana. Cemento. Miramos los edificios administrativos de principios del siglo veinte, influencias europeas, las estatuas con marineros fundidos en bronce exhibiendo posiciones amaneradas.
Gonzalo habla de tsunamis, incendios, temblores. La ciudad ha resistido y se ha convertido en patrimonio de la humanidad. Denigramos de las restauraciones hechas en la antigua estación del puerto. Han forrado el cemento art nouveau con lamentables espejos de colores. Se diferencian de las casitas a lo alto donde se nota el esmero por recuperar su forma original, pero el color es un atributo, no un disfraz. Nos recuerda que Joris Ivens vivió aquí. Almorzamos en el segundo piso del restaurante con vista al muelle donde atracan las barcazas de los turistas. Machas con parmesano, reineta frita, y un pastel de jaiba con vino blanco.
Vamos a caminar. Entramos a la vieja estación. Premio nacional de restauración. Es lamentable, lo han convertido en un pequeño mall standard, le han suprimido sus altos techos para cubrirlos un cielo raso de láminas de yeso. Qué pecado mortal. Vamos afuera. Busquemos el ascensor. Las avenidas paralelas al muelle tienen un aire de 1930. Hay mucha circulación de buses y autos. Restos de cables de un troley extinto y cables y cables y cables que ensucian todas las perspectivas urbanas. ¿Será un homenaje al cobre? Cada esquina, cada recoveco, cada perspectiva le trae recuerdos a Gonzalo. Tres largometrajes realizados en la ciudad la convirtieron en parte de su vida. Allí pasó tal cosa, en aquel rincón apareció tal personaje, en ese cruce se encontraron tal y pascual.
Un pasadizo lleva a la mini-estación delfunicular. Por los rieles atados con el cable, las cabinas ascienden y descienden unos cien metros. Compartimos el espacio con oleajes de turistas argentinos. Vienen en su mayoría de Mendoza. Les queda más cerca el mar chileno que el Atlántico de su país. Arriba están los barrios restaurados. Casas de principio del siglo XX en cemento y madera, pintadas con colores caprichosos. Miradores con barandas protectoras que te protegen de caer al abismo. Arquitectura del azar, seductora. ¿Serías capaz de vivir aquí? se pregunta uno al ver cada casita.
Nos dejamos perder en el laberinto de callejuelas, escaleras, colores, grafitis, restos de casas destruidas por los terremotos esperando un comprador que las restaure. Ya llegarán. Es evidente que la ciudad está construyendo su status turístico. Un gato se ha trepado a una puerta de rejas metálicas, maúlla con furia, un perro lo acecha con su mirada. Todos los transeúntes nos concentramos en el duelo. No pasa nada y seguimos.
Descendemos por las escaleras pintorreteadas hasta las avenidas del plano. Fisgoneamos el interior de un bar de tangos, la feria artesanal atestada con mercancía china, Frente a una placita donde un grupo de jóvenes militantes indigenistas exigen reparación por el asesinato de un joven mapuche ocurrido seis años atrás.Todos tenemos sangre mapuche, ya sea en las venas o en las manos, vocean en coro. Sally está cansada de cargar su morral donde lleva el computador y el
I-pad. ¿Continuamos para Viña del Mar? Ninguno opone resistencia. Gonzalo se ofrece a ir por el carro y nos pide que lo esperemos en la esquina, al lado del semáforo. Es la esquina comercial, el gentío y los buses y el hacedor de pompas de jabón disputan el espacio, cada cual quiere cumplir con su necesidad. Los unos ir a su casa, el español malcriado de las pompas de jabón, ganarse unas monedas y los buses recoger a los transeúntes. Por fin llega Gonzalo con el carro y abandonamos la ciudad. Es suficiente. Primera sensación de sofoco.
Tenemos sed y Sally propone que compremos cerveza y limones. Ascendemos la pendiente buscando una botellería por la calle con forma de serpiente entre cañadas. En la cima de un barrio popular hay una esplanada, un parque infantil, un mirador y una serie de negocios. Entramos a lo que parece un mercado con varias tiendas. El vendedor de la botellería es un buen anfitrión. Es joven, amable, conversador. Nos pone en alerta con el barrio. Que no caminemos hacia el lado de atrás, uno no sabe, hay pandilleros. Vamos al mirador. Nos tomamos la michelada detallando el paisaje. El color, aunque matizado por el smog, está por todas partes. Es una pendiente caprichosa que se ha poblado en varios siglos con casas de madera sostenidas por pilones. La arquitectura de la acrobacia. Recuerdo a Cuernavaca y los barrios populares de Medellín.
Pero está el puerto con sus grúas, los barcos, el océano, la bruma y el revoloteo de gaviotas. Todas las casas miran hacia el mar. Cada una tiene al menos una ventana o una terracita buscando el horizonte, el poniente, el origen de todos los tsunamis. Hay un pequeño parque con una pista en cemento para skate board decorada con grafitis. Un chico intenta mantener el equilibrio con sus patines sobre unos tubos pero cae. Lo intenta de nuevo y cae. Así sucesivamente hasta que nos vamos. Descendemos. Rodamos hacia el puerto. En medio de la bahía que lo abraza ha fondeado un enorme crucero, al fondo tres destructores hacen guardia mientras evacuan los contenedores de un carguero peruano, entre todas las naves se agitan las barcazas atiborradas de turistas que hacen el tour de la bahía.
Llegamos al plano. La ciudad republicana. Cemento. Miramos los edificios administrativos de principios del siglo veinte, influencias europeas, las estatuas con marineros fundidos en bronce exhibiendo posiciones amaneradas.
Vamos a caminar. Entramos a la vieja estación. Premio nacional de restauración. Es lamentable, lo han convertido en un pequeño mall standard, le han suprimido sus altos techos para cubrirlos un cielo raso de láminas de yeso. Qué pecado mortal. Vamos afuera. Busquemos el ascensor. Las avenidas paralelas al muelle tienen un aire de 1930. Hay mucha circulación de buses y autos. Restos de cables de un troley extinto y cables y cables y cables que ensucian todas las perspectivas urbanas. ¿Será un homenaje al cobre? Cada esquina, cada recoveco, cada perspectiva le trae recuerdos a Gonzalo. Tres largometrajes realizados en la ciudad la convirtieron en parte de su vida. Allí pasó tal cosa, en aquel rincón apareció tal personaje, en ese cruce se encontraron tal y pascual.
Un pasadizo lleva a la mini-estación delfunicular. Por los rieles atados con el cable, las cabinas ascienden y descienden unos cien metros. Compartimos el espacio con oleajes de turistas argentinos. Vienen en su mayoría de Mendoza. Les queda más cerca el mar chileno que el Atlántico de su país. Arriba están los barrios restaurados. Casas de principio del siglo XX en cemento y madera, pintadas con colores caprichosos. Miradores con barandas protectoras que te protegen de caer al abismo. Arquitectura del azar, seductora. ¿Serías capaz de vivir aquí? se pregunta uno al ver cada casita.
Nos dejamos perder en el laberinto de callejuelas, escaleras, colores, grafitis, restos de casas destruidas por los terremotos esperando un comprador que las restaure. Ya llegarán. Es evidente que la ciudad está construyendo su status turístico. Un gato se ha trepado a una puerta de rejas metálicas, maúlla con furia, un perro lo acecha con su mirada. Todos los transeúntes nos concentramos en el duelo. No pasa nada y seguimos.
Descendemos por las escaleras pintorreteadas hasta las avenidas del plano. Fisgoneamos el interior de un bar de tangos, la feria artesanal atestada con mercancía china, Frente a una placita donde un grupo de jóvenes militantes indigenistas exigen reparación por el asesinato de un joven mapuche ocurrido seis años atrás.Todos tenemos sangre mapuche, ya sea en las venas o en las manos, vocean en coro. Sally está cansada de cargar su morral donde lleva el computador y el
I-pad. ¿Continuamos para Viña del Mar? Ninguno opone resistencia. Gonzalo se ofrece a ir por el carro y nos pide que lo esperemos en la esquina, al lado del semáforo. Es la esquina comercial, el gentío y los buses y el hacedor de pompas de jabón disputan el espacio, cada cual quiere cumplir con su necesidad. Los unos ir a su casa, el español malcriado de las pompas de jabón, ganarse unas monedas y los buses recoger a los transeúntes. Por fin llega Gonzalo con el carro y abandonamos la ciudad. Es suficiente. Primera sensación de sofoco.