martes, 3 de enero de 2017

EL PETRONIO Y LOS DIABLOS ROJOS

Para Tomás

A sus catorce años, cuando Tomás abandonó el piano clásico para dedicarse a la batería métal,  haciendo uso de las migajas de autoridad que me quedaban, le dije ¡Empaque mijo que nos vamos para el Petronio!  ¡Pero pa…! ¡Nada, mijo, nos vamos mañana y no protestes! Sin haber despuntado el sol agarramos carretera para Cali. Tratando de amortiguar la crisis generacional que desató el mandato, le conseguí un compañero de viaje de su edad, Santi, el hijo de Jimmy que había venido a pasar algunos días de vacaciones en Bogotá con su papá y debía regresar a Cali en esa misma fecha. Mi amigo Jimmy, al enterarse que habían dos cupos disponibles en el auto, decidió apuntarse también al paseo. Poco tráfico en la ruta, ligera neblina en la Sabana, la Cordillera Central con sus volcanes nítidos al cruzar el Alto del Vino. Jimmy, con voluntad de buen copiloto lanzaba un tema de conversación diferente cada diez curvas para mantener despierto al chofer mientras los adolescentes, cada cual con la cabeza reclinada hacia su ventanilla, dormían profundamente en la banca trasera. Los problemas comenzaron como a las diez de la mañana cuando Santi despertó. Ascendíamos hacia el alto de la línea enfrascados en comentarios acerca del desastre del América que había descendido a segunda división o sobre el repunte del Santafé en la clasificación o sobre el gol agónico que Aristi del Nacional le había marcado al millonarios. Santi, al escuchar la palabra América, se entremezcló en la conversación con una pasión inaudita. Sabía todo acerca de la vida y obra de los dueños del equipo, del entrenador, de los jugadores, conocía el nombre de las barras del América y explicaba cuál había sido el error que lo llevó al descenso, pero tenía la fórmula mágica para sacarlo de la olla y reconquistar su puesto en primera división y volverse a coronar campeón del rentado colombiano y, por qué no, de la copa Libertadores de América.  Por el retrovisor vi que Tomás se hacía el dormido y seguía reclinado en su ventanilla. Hizo un gesto como de callen a ese estúpido y se tapo la cabeza con su chaqueta. Cuando llegamos al Quindío nos  detuvimos a tomar guarapo en una finca convertida en restaurante y aprovechamos para ir al baño. Jimmy y Santiago entraron de primeros al retrete que tenía dos orinales y luego pasamos nosotros. ¿Y ese man no sabe sino hablar de fútbol?  dijo Tomás con desprecio mientras meaba. Yo apenas levanté los ojos, como justificando  que cada loco con su tema. Y así fue hasta que llegamos a Cali. Jimmy, todo buena voluntad, pluralidad de temas y chistes.  Santiago, verborrea roja,  fanatismo rojo, monotematismo escarlata,  y Tomás, indignación roja convertida en furia de redoblante con baquetas imaginarias que golpeaban el cuero de su silla, miradas de reojo con fuego de diablo rojo con estruendo de platillos y nervio atronador de bombo para quemar a ese intento frustrado de amiguito impuesto por el tirano de su papá. Y yo, el papá-chofer cauteloso, decidí no hacer muchos comentarios.

Los papás de Santiago se habían separado varios años antes, y  el intento de unir en amistad  a Tomás y el hijo de Jimmy había abortado sin ni siquiera intentar  un cruce de miradas.  Antes de que la racha de rupturas que arrastraba Jimmy nos salpicara, le di un abrazo prometiéndole que el lunes, día de fiesta,  temprano lo recogería para regresar a Bogotá. Estamos en Cali, mijo, descansemos un rato que esta noche nos vamos pal Petronio.

La diáspora africana vestida de colores y aromatizada en viche se había tomado la plaza de Toros de Cañaveralejo. Tomas, blanquito, de pelito largo, mechudito de rizos naturales castaños, caminaba detrás de mi arrastrando los pasos y golpeando de la piedra con su mirada las piedras que se atravesaban en el camino. ¿Querés un tostón con mariscos? ¿Querés un pescado frito, una empanada, un naborrajado? ¿No querés nada? Bueno, vos verás. Uno de los organizadores del festival de música del Pacífico Petronio Alvarez me reconoció y nos invitó a pasar al sitio de los VIP, muy importantes personas, en la arena, cerca de la tarima. Ya había empezado el concierto y los violinistas del Cauca, viejos negros agricultores de la zona de Santander de Quilichao, rasgaban las cuerdas como exprimiéndoles las glándulas, y tenían a la tribuna entera, repleta, oscura, agitando pañuelos blancos. Miles de ojos blancos abiertos y felices le hacían juego a dentaduras blancas enmarcadas en unas bocas que solo eran sonrisas o repetición de los cantos que bien amplificados, enormemente amplificados, salían de la tarima. Y Tomás acurrucado. Se había inventado unos tapones sicológicos que no querían escuchar los compases sincopados de los currulaos. Qué culicagao tan cansón, le decía con la mirada al verlo sentado en un rincón bajo los bafles haciendo gestos sobre sus rodillas como si estuviera tocando alguna melodía de heavy metal. Pero al segundo lo olvidaba porque el coro al unísono de veinte mil almas enloquecidas me arrastraba  en un “¡déme, demé, un consejo papá, déme, demé un consejo mamá… paqueselequitelarrechera!” - https://www.youtube.com/watch?v=onxo88XeqCo -  Y más me demoré en estar sudando que en estar levantando los brazos y agitando las manos acompasado con el gentío que más bien era un dinamo repartiendo energía a diestra y siniestra,  hacía el cielo y hacia ese magma caliente que revuelve el centro de la tierra.   Querido, este zafarrancho dura tres días, por lo tanto te recomiendo calma.

Al día siguiente estábamos invitados a desayunar donde Elsa, la ex de Jimmy, la mamá de Santiago, el fan del América. Como me lo esperaba, el “yo no tengo hambre” fue la respuesta de Tomás cuando lo desperté para que se apurara pues llegaríamos tarde a la cita. Olvídate, anoche no comiste nada, no nos vamos a ganar un show de histeria por  culpa de la barriga vacía: te vistes inmediatamente  que nos vamos ya… y recuerda que en el desayuno también va a estar Miky, su vecino, nuestro anfitrión,  quien prometió mostrarte los videos de los “Red Hot Chili Peppers”. 

El fotógrafo caleño Miky Calero, un publicista que tenía en su hoja de vida un pasado de baterista rockero  zurdo y una colección de videoclips con cuanto grupo de calidosos peludos anglosajones  había pisado los escenarios del mundo, a solicitud de Jimmy y Elsa nos había prestado el cuarto de huéspedes en su estudio de fotografía, a mitad de camino entre la plaza de toros y el conjunto residencial donde vivían. Para Tomás, la melena intacta de Miky era una prueba de confianza en el papá. Que un dinosario de la especie humanus melómanus electrónicus me dirigiera la palabra  con tono de amigo era un buen síntoma y ayudaba a espantar un trozo de la desconfianza que yo le provocaba al obligarlo a pasar por la atronadora dosis de música negra popular del Pacífico.

El primer brillo en los ojos de Tomás durante el paseo apareció cuando Elsa nos contó con mucha nostalgia que el joven hincha no nos acompañaría en la mesa porque estaba entrenando en su escuela de fútbol, y su primera sonrisa, o mueca de alegría, se vislumbró cuando Elsa se enteró de que habíamos llevado los patines. Nos contó orgullosa que en su juventud había sido una gran patinadora y que le encantaría ir a patinar conmigo después del desayuno. ¿Quieres venir con nosotros, Tomy? No, déjenlo aquí para que conozca la buena música, dijo Miky. Vayan por los lados del  estadio,  por allá hay muy buenas calles sin carros.  Listo, nos vemos como a la una.

Con actitud de adolescentes afiebrados nos pusimos los patines. En línea los míos, y cuatro ruedas los de ella, como los de antes. Yo me puse las rodilleras, las coderas, las manitos protectoras y el casco. Elsa, muy convencida de sus dotes profesionales de antaño, me dijo que ella no usaba esas cosas. Cómo tapar sus hermosas piernas firmes e intactas a pesar de sus cuarenta y pico muy bien vividos. Vamos, el mejor pavimento está en la calle de allá… Para llegar a la calle de allá, había que pasar por unos treinta metros sin pavimentar, entre un cascajo reseco y filudo, tormentoso. Bueno, un poquito de patin-cross y estaremos en la dicha. Esforzado en mirar donde ponía el pie no vi las maromas que, algunos pasos atrás,  hacía Elsa para mantener su equilibrio. Apenas escuché un grito, un gemido y un estruendo de rodilla contra el mundo, un roce abrupto de tierna piel y mineral osco y pesado. Querida, ¿qué te pasó? Hijueputa, me di durísimo. Durísimo. Mierda…. Valiente, contenía las lágrimas, pálida, exhalaba un sudor frío que no provenía del cansancio. La ayudé a ponerse en pie pero era peor, siéntate, estira la pierna. No puedo. Tal vez el grito de Elsa fue sincrónico con los aullidos de los músicos en la pantalla gigante de la tele del cuarto de Miky, y el golpe de rodilla contra el piso con el bombo sostenido de la batería. Lo que sí estoy seguro es que el dictamen del médico tras la radiografía fue sincrónico con nuestras suposiciones: fractura de rótula, tres meses de inmovilidad... Mierda.  Elsa quedaba incapacitada para acompañarnos al festival en la noche mientras su  niño fan, el hincha, pateaba a lo lejos, con toda su fuerza, los balones que sacarán al América algún día de su terrible hueco en la liga del descenso.  Y dentro de mí, como un platillo, cada cinco minutos una duda ¿Por qué la dejé patinar sin rodilleras, por qué? Si Santiago nos hubiera acompañado a desayunar ella no habría tenido el impulso de volver a los patines…

Nada que hacer, volver a casa caminando, escuchando a Tomás hablar maravillas de su nuevo ídolo, Chad Smith, el maravilloso baterista de los Hot Red Chili Peppers que había llegado al hall de la fama y a la lista de los 100 mejores bateristas de la historia de la revista Rolling Stones, antes que  Nicko MacBrain el baterista de Iron Maiden , lo que no pudo lograr clive Burr el primer baterista de su grupo preferido.M is opiniones al respecto fueron pocas, yo era ignorante en el asunto. Simplemente le dije que en la noche de clausura el programa en el festival Petronio iba a ser diferente pues tocaría la orquesta Herencia de Timbiquí del maestro Hugo Candelario… que le pusiera atención a la percusión porque a diferencia de casi todos los grupos que usan tambores tradicionales, este grupo agregó la batería con el propósito de buscar nuevas sonoridades.  ¿Y cómo se llama el baterista? Me corchaste, hijo.

La segunda noche de brillo negro, profundo, manigua viva y candente. Chirimías del chocó. Energía absoluta, central nuclear convertida en ritmo y cantos, clarinetes, redoblante y platillos, coros de caderas y hombros, cuerpo colectivo y, vaya fortuna, Tomás mirando a la tarima. Ojos pendientes en el gesto del hombre del tamborcito solitario y del clarinetista que haciendo juego con el bombardino y la flauta de carrizo ponen a cantar a la muchedumbre. Agite de pañuelos blancos en las tribunas. Percusión con melodía y ritmo sincopado. Vibraciones vegetales en medio de metales y voces que alaban, lamentan, o juguetean con las palabras  y escarban en los compases escondidos. Cuál festival de rock, cuál metal gótico o pesado. Decime Tomás, decime, ¿no te parece que esta fiesta tiene más energía que cualquier megaconcierto en el que has estado?  No está mal. Claro, cómo no iba a estar mal si camino al festival nos habíamos encontrado con dos amigotes grandes, “el mono” Céspedes y “el negro” Ortega que habían venido en moto desde Bogotá envueltos en overoles de cuero, acompañados  por un par de hermosas parrilleras. Tomás no lo podía creer. Miraba las motos como si fueran naves extraterrestres y a las chicas como hadas madrinas del espacio sideral. El negro, al ver su cara alelada, le dijo móntese pelao le doy un vueltón. Cinco minutos más tarde regresó con cara de triunfador y media hora después estos varones se habían convertido en sus compinches. Le celebraban todos los gestos o palabras al metalerito diferente que osaba parchar en  un festival de rumberos criollos. Este man va a ser músico, me decían. Y ellas, las chicas maravillas, le revolcaban la melena con sus manos y le hacían gestos invitándolo a  bailar.  Al principio se contuvo, pero una hora más tarde ya brincaba y blandía el pañuelo a su lado como un practicante  más de la africanidad. Pero lo impensable se dio cuando subió al escenario “El baterimba”. Un hombre capaz de tocar solo marimba y batería al mismo tiempo, o de poner a delirar la plaza sacándole sonidos a  una bomba de plástico mientras entonaba  con su vozarrona que la única bomba que debería explotar  en el país era su bomba. Ahí, por fin, Tomás me miró a los ojos. Nos volvimos cómplices, estábamos unidos por un mundo de cantos, movimientos y sonoridades que le hacían olvidar en el instante, sin ningún remordimiento, los pulsos contundentes de sus ídolos metálicos. No tengo detalles para narrar el tercer día. Lo único que recuerdo entre un barullo de tambores y el orgullo de las negritudes es la dicha de Tomás bailando en la cola que se armó entre los danzantes de la plaza y sus manos dispuestas en la cintura de una negra caderona que lo antecedía en la fila.  “Caderona, caderona, caderona vení meniate, caderona, caderona, caderona vení meniate”.
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Siete años después veo entrar a Tomás. Viene de Nueva York a pasar fin de año en familia. Trae las maletas repletas con sus instrumentos de trabajo. Son discos LP, vinilos con carátulas de músicos negros americanos, africanos, caribeños. Funky, soul, salsa y charanga. Más se demora en saludar que en poner una tanda de descarga salsera.   Me habla de su amigo, el mítico Mark Grusane, un negro grandote productor musical en las profundidades del sur de Chicago y de Alton Miller el DJ de Detroit. Ha alternado con ellos en noches de fiesta en la gran manzana. La africanidad hecha ritmo marca el compás de sus días.  Tomás vive de la música, de las fiestas, se ha convertido en un puente entre las creaciones musicales y la gente que encuentra en ellas una pócima que aproxima a la felicidad.  ¿Habrá influido en algo este ritual de iniciación en el Petronio? Claro, pa. Me dice. ¿Recuerdas el viaje? Si, claro. Yo tenía que hacer un informe para el colegio y decidimos que lo haría sobre el festival. ¿Recuerdas quiénes íbamos en el carro? No. ¿De veras? No, padre. Recuerdo a Miky en Cali, él me hizo conocer un grupo de rock, buenísimo, Grand Funk Railroad… ¿No eran los Red Hot Chili Peppers? No, pá. Eran los Grand Funk Railroad.  Vea pues. Pero no recuerdas que en el carro venían Jimmy y su hijo Santiago? Ah, sí claro. ¿Y te acuerdas que tenías una incomunicación total con ese chico? No, pa, a mí me caía bien, es un bacán..  Vea pues, pero no se notaba. ¿Sabes que él también hace música electrónica? Me pregunta. No, no tenía ni idea. Sí, y es muy bueno. ¿Cómo lo sabes? Nos comunicamos por las redes. ¿Se hablan? Si, pá… Miro por el balcón, quiero contarle a Tomás que el América volvió ascender a la primera división del fútbol colombiano, pero a él no le importa. Coloca una descarga y veo en el horizonte a unos diablos rojos bailando de la dicha.

Diego García Moreno
Bogotá-Damasco, diciembre 2016







He sido un cultivador de cartas... pero se extinguen los huertos, las postales, los destinos. Busco materos, balcones, ventanas, lienzos libres donde pueda sembrar mis dudas, mis palabras, las cascadas de imagen que a veces se me ocurren. Dale hombre, me han dicho algunas fieles amistades, invéntate un blog, escribe. Ya verás que es un buen andén para compartir tu risa, tu silencio, tus desdichas. Curioso, dócil, ingenuo, acepto jugar a lo impreciso.