martes, 18 de agosto de 2020

DIARIO DE CUARENTENA - PANDEMIA TROPICAL 16

ENTREGA DIECISÉIS

XLIV

 

LOS ESTRUENDOS Y LA ESPERA


Bogotá, agosto 7

 

Sonó tan duro la explosión que salí al balcón para ver qué había ocurrido. Miré instintivamente hacia el antiguo edificio del DAS, pero la sede pesada y sin gracia del extinto Departamento Administrativo de Seguridad estaba allí, restaurado, sospechoso, no era el objetivo. Busqué en las nubes el reflejo del Palacio de Justicia y también permanecía en su sitio,  reconstruido en el costado norte de la plaza de Bolívar, siempre temeroso en  su  amarillento envoltorio de piedra bogotana. Hice un barrido por el horizonte para ver si había alguna columna de humo  sobre un centro comercial, estación de policía o club social  de la ciudad, como cuando Pablo Escobar encargaba a sus matones colocar bombas para que el gobierno atendiera sus exigencias, o las Farc a sus dinamiteros porque la locura de la guerra justificaba cualquier acto de barbarie, o cuando una fuerza oscura emparentada con el estado cometía un acto de terrorismo  que permitiría achacarle a la rebelión  todos los desastres ocurridos ocultando así sus vergonzosas torpezas; pero no era eso, todo parecía en orden, la claridad de la luz alcanzada durante cinco meses de cuarentena me permitían hacer un inventario fidedigno del amplio territorio urbanizado y en apariencia pacificado que rodea mi apartamento. ¿Sería la explosión sincronizada de un centenar de exostos de buses de Transmilenio? ¿Un descomunal pedo urbano? A quema ropa lancé un chiste mediocre tratando de manchar con un parche de color el tablero atiborrado de oscuras memorias truculentas.

 

Poco me duró la mueca de espectador de programa humorístico de sábado en la noche. Como por arte de magia, mi rostro mutó al del niño que permanece boquiabierto al ver la aparición milagrosa en los materitos dispuestos en el borde de la ventana del balcón.  Sobre el enjambre de tunas afiladas de un cactus enano mamillaria que nos dejó de herencia Ana María Ochoa surgía un rosario de impecables florecitas fucsias con un pistilo amarillo en su centro, como caprichos de papel recortados y pegados con pinzas por una mano diestra;  a su lado, en otro materito, sobre un pelaje inexpugnable de tunas orientadas en distintas direcciones, como escapada de una  fiesta de travestis, resplandecía una gran flor amarilla con pretenciosos aires de corona imperial.  A un paso, sobre el piso, haciendo contrapeso tropical al espejismo del desierto, de la bromelia billbergia que le regaló Tomás a su mamá el día de las madres del año pasado, salía una despampanante flor en campanela, alargada, de grandes pétalos naranjas que colgaba fuera del matero terminando en un racimo de pepitas como frutitos verdes, azules y violetas.  Me animé a hacer el inventario de las plantas que Sally ha sembrado y cuidado con esmero durante la cuarentena y me hice el propósito de  regarlas en la noche. Las suculentas parecían ignorarme, no denotaban padecer hambre. El arbolito de romero, aunque algo enjuto, está dispuesto a regalarnos hojitas cuando las necesitemos. Los penachos de las piñas estaban firmes, no sé cómo aguantan el frío de las noches bogotanas. El cilantrillo resiste el sol del mediodía. Los brotes de las semillas de pimentón se ven saludables. Bravo querida, me encanta tu obstinación. Algún día comeremos pimentones del balcón. ¿Cuándo volveremos a ver las flores de cera de la enredadera? Ojalá no demoren mucho, espero que el colibrí de cola larga que adora su néctar  vuelva a visitarnos.

 

Regresé  al salón y me senté frente al piano. Quise practicar de nuevo Longina. Tengo dificultad para que mis dedos hagan con naturalidad el paso del La bemol mayor siete al Fa menor siete al do menor y al re menor siete con quinta disminuida. A ver, vamos despacio. Encendí en la tableta el metrónomo electrónico, lo coloqué en Andante, a 65 pulsos por minuto y comencé  a cantar acompañándome con los acordes.


            En el lenguaje misterioso de tus ojos

            hay un aire que destaca sensibilidad…

Cuando de pronto  ¡PUM! volvió a sonar la  explosión. Era un estruendo similar. Detuve mi bienintencionada práctica musical y giré instintivamente la vista hacia el ventanal.  Pude ver     entonces la brutal explosión de Beirut en la pantalla del  televisor. Había olvidado que el aparato estaba encendido y era tan natural el ruido de las noticias monologando el desastre durante tantos meses de encierro que ya el ruido de las voces de los locutores y la perorata de los comerciales se había vuelto parte del paisaje cotidiano de la casa. Los doce mil infectados por covid-19 del día y los trescientos muertos diarios, o los casi trece mil fallecidos desde el inicio ya se habían integrado a la cotidianidad y ya no me quitaban el sueño. Cómo sería de fuerte el batacazo proveniente del otro lado del mundo que volví a estar consciente de la existencia de la pantalla Samsung de 50 pulgadas.  Su pantalla curva y su sonido estéreo se  integraron al presente, como cuando asistía a salas de cine con sonido sensurround; el aparato  reprodujo una explosión devastadora que proyectaba su onda a la redonda  y hacia que  los cientos de teléfonos que grababan  en las calles de Beirut cualquier boda, cualquier desfile de modas, cualquier acto cotidiano que ocurría en un restaurante o un jardín, hicieran un giro en su relato y fueran, antes de salir volando,  los testigos del tsunami de pánico que arrastraba  la onda explosiva que destrozaba todo lo que se encontraba a su paso, de los vidrios rotos enviando al aire millones de astillas, de las paredes derrumbándose, de los cuerpos destrozándose, hasta desaparecer en el polvero.

 

Sentado en la banqueta de mi piano, frente al metrónomo que seguía impasible con su lento tic-tac, evidencié que mientras mi cámara Sony permanecía guardada en un armario desde el inicio de la cuarentena, en todo el mundo, a todo momento, hay miles de cámaras de bolsillo encendidas que involuntariamente pueden verse involucradas en el registro del impacto de un acontecimiento inesperado. Incontables cámaras de teléfonos celulares que al sumar sus inocentes imágenes pueden estar tejiendo desde los puntos de vista más insólitos el manto de una realidad desconcertante. Células vivas de una construcción azarosa que ningún director de cine hubiese podido imaginar. El estruendo  del bombazo de Beirut duró apenas un instante, pero su impacto quedó resonando indefinidamente en los habitantes que lo vivieron o de quienes lo vimos y veremos una y otra vez reconstruido en la pantalla. 

 

El tic-tac del metrónomo volvió a salir de la humareda, terco, impasible, como una  conciencia demoledora del factor tiempo.  A pesar de no estar marcando ninguna fecha, de no estar asociado a ningún horario, sin recurrir a ninguna palabra hacía que la atmósfera de la sala contrastara con el descontrolado ritmo del mundo. Su lento tic-tac le marcaba un compás a mi corazón en su intento de desbocarse con semejante estímulo. Durante la cuarentena mis  tensiones han buscado refugio en acordes sobre el teclado del piano.  Durante el confinamiento mis imágenes se han vuelto construcciones verbales, palabras  de un blog a la deriva cuya brújula es el  azar, textos propiciados por estímulos inesperados que entran orondos por el balcón o se derraman, como vómitos noticiosos,  por la radio o la  televisión. Yo trato de trapear el piso, de desinfectar el  vértigo que muchos de ellos producen, convirtiéndolos en relatos que calman mis ansias de filmar y contar, que apaciguan esa extraña voz que durante años fue moldeándome en el oficio de relator. Esa práctica cotidiana calma mi ansiedad y me genera placer, a tal punto que a veces me inquieta saber si cuando termine el encierro tendré intacto el deseo de encender mi pesada cámara.

 

De repente un instrumento de la orquesta abandonó el escenario. La carga de la batería de la tablet se agotó y  el péndulo invertido del metrónomo se detuvo. La tele continuó imperturbable con el  informe. La explosión de 2750 toneladas de nitrato de amonio, que habían sido confiscadas en 2014 a un barco ruso que las llevaba para Mozambique y que permanecían, vaya a saberse por qué, almacenadas en el corazón de una ciudad,  dejaba más de 200 muertos y 3 mil heridos. ¿Apenas? Increíble. Cada trauma tiene su método de generar el espanto. En las torres gemelas de Nueva York el impacto de los aviones mató más de cuatro mil personas.  La diferencia con las dantescas imágenes que profetizaban el desmoronamiento del imperio americano es que aquellas tuvieron un preámbulo de suspenso y no llegaron acompañadas de una banda sonora tan contundente como las de Beirut. Recuerdo que cuando el terror golpeó  las Torres gemelas el sobresalto estuvo precedido por un gesto de espanto que te obligaba a decir ¡NO! al ver que el avión volaba directo hacia los míticos  edificios, un ¡NO! que se repetía cuando el avión chocaba contra la humanidad de la torre, el ¡NO! que exclamamos al ver el fuego y las torres fracturándose y los destrozos cayendo al piso. El seis de agosto, cuando Bogotá conmemoraba 482 años de fundada,  se cumplieron también los  75 años de la explosión de la bomba atómica que los americanos lanzaron sobre Nagasaki.  En mi pantalla coreana volví a ver las imágenes del hongo atómico sobre la ciudad japonesa al final de la segunda guerra mundial. En Nagasaki no habían teléfonos celulares encendidos en el momento de la explosión, si hubiesen existido seguramente se habrían derretido con la onda infernal de calor radioactivo que consumió la ciudad masacrando a más de doscientas mil personas. El desconcertante espectáculo atmosférico  fue filmado de lejos  por la cámara instalada en el avión que la descargó.  El piloto no escuchó el ruido de la explosión, la onda invisible apenas hizo temblar la estructura de la nave que huía del epicentro del terror, pero su estruendo resonará por siempre en la memoria de una humanidad culpable. Ver nuevamente aquella explosión me provocó una vergüenza indescifrable, el efecto de la radiación tocó las fibras más profundas. Las lágrimas se fundieron con el espanto,  re-inyectaron en mis venas un infinito desprecio por la guerra y  una desconfianza incurable en la especie y su sofisticada capacidad de exterminio.


Sonó el teléfono. Era Tomás que llamaba desde Italia. El whatsApp  exterminó definitivamente las distancias.

-Hola Tomi.. 

-Pá, ¿viste lo que ocurrió en Beirut?

-Sí, hijo, ¡qué desastre!

-Estamos muy tristes, me dijo. Yo toqué en una fiesta a media cuadra del sitio de la explosión. 

El oficio de DJ ha llevado a Tomás varias veces al Líbano. Allá ha construido buenas amistades.  Me contó que algunos conocidos suyos están en el hospital debido el impacto de las esquirlas, por fortuna ninguno está  herido  de gravedad. Que la gente está  indignada y furiosa. Aparte del impacto de la pandemia, del descontento con la clase corrupta que gobierna al país, ahora llega esta desgracia.  La población se ha volcado a las calles a protestar exigiendo el derrocamiento del gobierno. 

-Y tú ¿cómo estás hijo? Por aquí llegan noticias de los nuevos brotes de Covid 19 en Europa. ¿La gente usa tapabocas? ¿Cómo va la soltería?

-Estoy bien, pá.  Te estoy llamando desde el teléfono de un amigo, el mío dejó de funcionar cuando Bruna regresó a Sao Paulo. Sólo quedó la manzanita en la pantalla. Fue una buena coincidencia, así he podido estar solo y tranquilo, la próxima semana compraré uno nuevo, estoy volviendo a encontrarme.- respondió. Para Tomás ha terminado el último capítulo de su telenovela cósmica. Lo que empezó como un encuentro fascinante bajo el signo de una estrella fugaz en una playa de Bahía, terminó en una playa al sur de Italia con el paso de un cometa. Cuando la vista baja del firmamento estrellado y se encuentra con los espejos colgados en los muros del encierro, es improbable que los espíritus resistan el impacto de su real condición. Sentí de nuevo calma en la voz de mi hijo. Tras varios meses enclaustrados en Lisboa donde los agarró el confinamiento,  y otros tantos en Puglia sin perspectivas de regularizar su residencia, Bruna, su ex-novia, regresó al Brasil. El amor de pandemia llegó a su fin. Tuvo que ser muy fuerte la ruptura de la relación y la sensación de desamparo que tuvo que optar por regresar a un país que en este momento  se presenta como la referencia  más fracasada en el tratamiento  de la infección global. En fin, allá está su familia. Seguramente consideró que es mejor la seguridad riesgosa de su mundo maternal que el obligado prolongamiento de un amor fisurado. A respirar, de nuevo. Ahora, querido, abre tu mente a nuevas experiencias, a construir sobre las cicatrices y enseñanzas que siempre deja una aventura amorosa y ¡a cuidarte, pelao!, pilas con esas fiestas sin tapabocas en la playa.  Tranquilo pá, yo me cuido.  Chao hijo, disfruta de tu juventud.

 

Me alejé del piano, apagué el televisor y fui a la cocina a calentarme una arepa. Sonó el teléfono, Alberto Quiroga  me preguntaba si estaba mirando la tele. No. Pues enciéndela. Dale, y colgó. Que la corte suprema de justicia acaba de  expedir una  orden de detención contra el senador y expresidentes Alvaro Uribe. ¡NO!  Esa sí que es una bomba.  ¿Que aquí no pasa nada? Recordé que en mi insomnio matinal del 3 de agosto había escrito:

 

“¿Y ahora sobre qué, coño, voy a escribir?  Estoy mamado de las noticias. La actualidad política es detestable. Que Uribe por aquí y por allá. Que los unos violan por aquí y por allá. Que otros matan líderes por allá y por acá. Que roban celulares y bicicletas por aquí y por allá. Que si salgo a la calle me contagian. Que si me contagian, como soy viejo y con antecedentes cardiópatas me muero. Que si me muero no encontraré horno crematorio y tendrán que inhumarme, es decir me meterán en una tumba en un muro, o en una fosa bajo tierra para que me coman los gusanos,  que es distinto a cremarme, o sea meterme fuego hasta que quede en cenizas que puedan ser dispuestas en una cajita para que las esparzan por ahí, donde yo decida antes de morirme, pero tengo que contarle a alguien para que tengan idea de adónde, eso era  lo  que yo quería hasta hace un rato, pero ya nadie puede ir “por ahí, e incluso, me da pereza morirme…”


Re-embobine y recomencemos. Esto se puso interesante. Ya no es Uribe por aquí y por allá. Ahora estará en su casa quietico, detenido. Bueno, en casa es mucho decir, estará en su Ubérrimo, su exuberante hacienda cordobesa. ¿Quietico? Esa no la creo, sus deditos tramadores no soportarán las ganas de azuzar el fuego político con ponzoñosos mensajes de odio y rencor por Twitter. ¿Qué hacer? ¿Reflexionar? ¿Gritar de la dicha? Volver a mi balcón florecido con una cacerola y  unirme al concierto de celebración que están programando en las redes sociales para el atardecer? Siento alivio y miedo. Por fin, a uno que viola la ley, perdón, eso no se puede decir porque todavía no está juzgado,  a alguien que tiene como doscientas acusaciones en su contra y treinta procesos en la corte,  le acaban de poner un tate quieto. Calma. Supongo que tenemos quince días para ver la evolución  de la noticia. Veremos qué va a pasar. Lo importante es que apareció un giro en la historia. Nos pusieron tema. Pero la palabra miedo permanece ahí, en frente, congelada. Esperemos que este suceso no se convierta  en una excusa para ponerle acelerador a la matazón y se multipliquen los asesinatos contra los líderes sociales. Cállate. Sí, es mejor, qué pereza hablar de ese señor. En algún momento de mi vida prometí no volver a mencionarlo.

 

Bastó la referencia a mi autocensura para que un comercial de jabones aromatizara el salón, luego uno de desodorantes, dos de champús y un curso de lavado de manos para protegernos del covid 19. Joder, ¡que sucios somos! Cuánta mugre cargamos y qué capacidad tenemos para atraer infecciones. Remató el segmento publicitario una alabanza a la buena gestión del gobierno durante la pandemia. Mentirosos.

 

Una ráfaga de viento empujo la puerta de vidrio entreabierta del balcón y la hizo golpear contra el muro. Corrí a asegurarla. No faltaría sino que se quebrara y tuviera que ponerme en el rollo de encontrar a un vidriero para reemplazarla. Tendría que abrirle la puerta de madera del apartamento a un posible portador del pánico. No.  Qué fragilidad.  A falta de cometas en agosto, pensé,  cualquier puerta puede calmar la sed de los alisios vagando por la ciudad. La palabra cometa me llenó de añoranzas. Miré el cielo cargado de nubes veloces, y desprovisto por primera vez del ensueño de los caprichos voladores en la temporada de los vientos. Recordé las palabras de un maestro chino  “la cometa es la sonrisa del Cielo y una forma de cabalgar sobre el viento para seguir el grano del Universo…”  Estaba a punto de ensillar mi caballo volador cuando de pronto PUM.   De la terrible pantalla salió un nuevo estruendo: 


José de los Santos Sauna, la autoridad del pueblo kogui, falleció a causa de la covid-19. En días pasados, él había sido trasladado en un helicóptero de la Armada hasta Santa Marta, tras presentar dificultades para respirar. Tenía 44 años… mierda,  la pandemia se lleva la sabiduría…  


No había tenido tiempo de digerir la triste noticia cuando PUM, otro estruendo:  Ángela Salazar liderza de las comunidades afro y  Comisionada de la Verdad murió en la ciudad de Apartadó la mañana de este 7 de Agosto después de padecer varios días de Coronavirus.  Era la encargada de recoger la verdad de las diversas problemáticas en la región de Antioquia y Chocó…

 

Se desató una tormenta de noticias estruendosas.  ¿Cómo protegerse? ¿Para dónde agarrar?  ¿Apago ese aparato o qué? Quiero citar de urgencia a un consejo de seguridad a mis familiares y amigos. Convocarlos a una gran reunión en zoom para que analicemos la situación y tomemos determinaciones… Ay, hombre, qué iluso eres. Tomar determinaciones… a lo sumo compartirás las lágrimas y la putería. Cómo se te ocurre pensar que podrás encontrar alivio en los cuadritos estrechos del mosaico del computador frente a este alud de titulares tan conmovedores, tan tristes,  perturbadores… si no fuera por la detención del innombrable pensaríamos que es el fin del mundo.

 

Quisiera ser parte de un  grupo de lloronas en un velorio o de una comparsa alucinada celebrando en carnaval, llorar a moco tendido o reírme a carcajadas. Aquella tarde a las seis, Sally yo bajamos con cacerola, clave  y tapabocas a hacer sonar nuestras celebraciones y protestas.    

XLV

 

LA ESPERA


Bogotá, agosto 13

 

Mañana cumpliré sesenta y siete años, la misma edad que siempre tuvo mi abuelo José Moreno. Cumpliré su edad  en pleno pico de la pandemia bogotana. Afirman que cuando nací el viejo tenía cincuenta y dos y que él murió  a los setenta y siete, o sea que tuve la suerte de disfrutarlo durante un cuarto de siglo. Tal vez sea cierto, no discuto con los matemáticos de mi familia, pero, para mí, él  siempre tuvo sesenta y siete años y no creo necesario darle vueltas al asunto.

 

Cuando mi madre murió, me correspondió como herencia una foto que le tomé al abuelo un par de años antes de morir. Impresa en blanco y negro,  en un formato de 30x40 cms., está enmarcada con un marco de madera pintado en vinilo negro y protegida por un vidrio reflectivo que se fracturó en una esquina durante un trasteo. Muestra a Lilito, como le decíamos sus nietos, sentado a la mesa, en camisa de pijama de un gris más oscuro que el de su piel, con la vista absorta en algo impreciso a la altura del horizonte en el lado derecho del fuera de cuadro, mientras su mano, a la altura de su pecho, se aproxima a tomar un copita de licor dispuesta sobre la mesa cuya superficie refleja, perfectamente invertida, la figura visible del abuelo. En el ocasional espejo, patas arriba, se repiten  su rostro y su pecho cubierto por la camisa desabotonada en el cuello, su mano y la copita de cristal. La doble copita es a la vez el centro de la foto y de la doble figura de mi abuelo. La definición del reflejo permitiría que la fotografía, a la manera de una carta de naipes, pudiera colgarse al derecho o al revés, dada la simetría y casi similar definición que tienen los dos rostros y el aire que hay desde su calva hasta el marco. El reflejo de la luz sobre el cristal de las gafas no permite ver en detalle sus ojos, pero la posición de su cabeza y su cuerpo parecieran haber encontrado la comodidad imperturbable que genera el sentirse poseído por una larga espera. El volumen estático del personaje, con dos centros de atención indescifrables, hace que esa fotografía  de bajo contraste, en apariencia banal, provoque una lectura inquietante, una tensión que está determinada por un tiempo impreciso que podría traducirse como espera

 

En aquel entonces el abuelo esperaba que el tiempo pasara. Recuerdo haberlo retratado a eso de las cuatro y cuarto de la tarde, cuando su jornada, en apariencia, había terminado.  Temprano en la mañana él había tomado un bus, como en todos los últimos  días de su vida, hacia un pueblo de Antioquia sin importar la orientación en la rosa de los vientos. Viajaba dos o tres horas, llegaba a la terminal, caminaba hasta el parque, se sentaba a la mesa de un bar o un café preferiblemente dispuesta sobre la acera,  pedía un ron y un vaso con agua como pasante, permanecía un rato observando la acción callejera, bebía intempestivamente  con gesto de desprecio el trago de ron y pasaba  el impacto amargo con un sorbo de agua que luego escupía al piso. Quince minutos después hacía el recorrido inverso  y regresaba a casa a almorzar.  Olga, la señora que trabajaba como cocinera en casa, sin necesidad de solicitárselo, le servía el almuerzo, coincidiera o no con el de la familia. El abuelo hacía una corta siesta y a eso de las cuatro se ponía de nuevo la pijama, sacaba la copita del mueble del comedor, servía  un ron, se sentaba a mirar, con la misma expresión que  en la foto, hasta que repentinamente lo bebía de un sorbo, hacía un ruido de rechazo y placidez que confirmaba el sabor amargo del alcohol y permanecía sentado hasta a eso de las cinco de la tarde cuando decía hasta mañana; se encerraba en su cuarto y se acostaba con el radio de pilas encendido a escuchar, o a que le hiciera compañía, Radio Reloj. Una canción, la hora y una noticia, una canción, la hora y otra noticia.  Cuando abandoné la aviación y me fui a vivir a París le regalé a mamá la foto y ella la tuvo colgada en la pared de su cuarto hasta el día de su muerte. 

 

Ahora la foto está en el cuarto de Tomás, mi hijo ausente. Todos los días a las tres o cuatro de la mañana me traslado allí para despistar el insomnio escribiendo o leyendo.  Usualmente, antes de iniciar mi labor, me recuesto en la cama y veo al abuelo mirando al infinito impreciso. A veces me pregunto ¿qué estará mirando? Esta mañana, al amanecer, me encontré repitiendo su gesto. Mirando algo que puede no ser nada y me dije “don José   está esperando”. El abuelo en aquella época no demostraba ningún propósito. Esa mirada es la misma que he visto en ancianos en la costa que miran en dirección del mar, pero que en realidad no lo están viendo. Es la mirada de la espera que he visto en diversos ancianatos de pueblos en la cordillera y en los ojos de algunos mendigos en las calles; ojos que no están observando las montañas ni el discurrir de los transeúntes. La espera colectiva propiciada por la prolongación de la pandemia debe haberme puesto a mirar lo impreciso. Esta sensación de no saber para dónde va “esto”, de entrar en conflicto con frases acuñadas para la ocasión como “hay que reinventarse”, “tenemos que mantener viva la esperanza de que esto terminará pronto”, oraciones que empiezo a sentir fatigadas podrían ser las que me han llevado a ratos a  hacerle dúo a su espera. ¿O será un gesto que aparece porque voy a cumplir sesenta y siete años, la edad que siempre tuvo mi abuelo? Esa cifra, se me antoja,  fue el momento en el que el reloj se detuvo para él y entonces sintió que la muerte llegaría en cualquier momento  y que era inútil empeñarse en cultivar esperanzas.

 

¿Qué horas son? Ey, despierta. Tú no eres el abuelo. Recuerda que Liuba Hleap te llamó para contarte que se había ganado una beca para restaurar La Balada del mar no visto. El medioetraje que filmaste en Medellín por allá en el año 84. Una voz me habla desde el interior. Al parecer me he desdoblado. Por fin nos ganamos una convocatoria. ¿Lo ves? No es el momento de bajar la guardia. Hay que celebrar que la actitud de agricultor y tahúr que asumiste desde el comienzo del encierro, coincidió con una buena conjunción de los astros y empieza a dar sus frutos. Como un jugador de tenis, en medio del partido me doy ánimos y consejos. Los jurados han valorado un esfuerzo de los inicios de mi carrera cinematográfica y un arrebato creativo de juventud se vuelve patrimonio. A los sesenta y siete años dedicaré mi tiempo a revisar fotograma tras fotograma un ciclo de mi historia. Eso de restaurar  obras de juventud tiene aroma de cirugía plástica ¿no?  O a lo mejor se trata de un signo, como diría Tomás, de volver a cargar la canoa al hombro y salir a preguntar en medio de una ciudad entre montañas, sin horizonte,  ¿Por dónde se va al mar?


XLVI

 

Bogotá, agosto 17.


La fiesta de cumpleaños estuvo buenísima. En un mosaico zoombi-zantino Logramos bailar, cada cual en su cuadrito, durante varias horas. 


Continuará...

Estos escritos, con ritmo de diario, aspecto de prosa, canción, trova o poema, estarán apareciendo mientras dure el estado de cuarentena en el que hemos caído... y serán un elemento documental para comprender la evolución personal y colectiva de una situación que saca la cotidianidad de los parámetros vividos hasta hoy.






viernes, 31 de julio de 2020

DIARIO DE CUARENTENA - PANDEMIA TROPICAL 15

ENTREGA QUINCE

XLIII

LOS HURACANES Y EL JUICIO FINAL

Bogotá Julio 27 de 2020

Corran, corran ¡Ya vienen los huracanes!

Hanna, el primer huracán del Atlántico,  acaricia las costas de Taulipas, y Douglas, el ciclón, avanza rumbo a Hawai. 

¿Para dónde correr si nos cerraron las calles? No importa, dale vueltas a tu cuarto. Métete debajo de la cama. Muévete, no hagas nada. No, mejor, guarda la calma.

Disculpa, cuando vienen los huracanes hay que encerrarse, o evacuar… Pero si ya estamos encerrados… y si tratamos de evacuar nos multan. Tienes que hacer algo.  No olvides reforzar las ventanas con tablones. ¿Tienes clavos? Ve a comprarlos. Estamos autorizados a salir únicamente para comprar el mercado y las medicinas. ¿Crees que nos permitirán salir a comprar clavos? Diles que recomiendan poner  barreras para que las ventanas sean resistentes. Si tapamos las ventanas nos matará la claustrofobia.  No soportaría la vida sin atardeceres. Es sólo durante la temporada de huracanes. Tú no estás en el Caribe. Las tormentas no son eternas. Pero son cíclicas. Debe ser por eso que las llaman ciclones. Desconecta los aparatos eléctricos, no dejes nada afuera, poda los árboles, toma un seguro….

Arthur, Bertha, Cristobal, Dolly, Edouard, Fay, Gonzalo, Hanna, Isaías, Josephine, Kyle, Laura, Marco, Nana, Omar, Paulette, Rene, Sally, Teddy, Vicky, Wilfred.

¡Son más de veinte! Son tan temibles como un escuadrón de la muerte. ¿Serán los caballos del Apocalipsis? Son visibles, tú sabes dónde están, los siguen con satélite, los pronostican… ¡al covid no! Es invisible. ¿Por qué siempre caes en lo mismo? Tienes razón. Cambio de tema. ¡Corran, corran, ya vienen los huracanes!

Sí, son más de veinte,  así como los Villegas, los vecinos de la finca de mi abuelo José, en La Tablaza . Con sus facciones árabes, todos en esa familia parecían llevar en el alma tormentas del desierto. Hace apenas un mes nos anunciaron que el viento traería arenas del Sahara sobre el continente americano. Nos recomendaban que en caso de mucha partícula en el aire utilizáramos tapabocas, que así mataríamos dos diablos de una. Tres. En boca cerrada no entran moscas. En el trópico hay mucho insecto.  Por tapabocas antivirus no entra partícula de arena, mucho menos un insecto insoportable.

¡Alerta a los asmáticos, alerta a los alérgicos, alerta con los hongos que viajan de polizones en las partículas de polvo y pueden afectar la oxigenación de los corales, bienvenidos los insumos minerales que fertilizan la Amazonía!

Que la arena filtra el efecto del sol sobre el mar, las partículas de polvo absorben y reflejan los rayos solares disminuyendo su impacto sobre la temperatura del agua. Al descender el calor, los huracanes son más serenos. ¿Será una esperanza?

Hoy, sobre el mismo cielo, nos anuncian el arribo de las tormentas tropicales. Corran, corran, que vienen los huracanes. ¿Vendrán también los tifones? No, son patrimonio del oriente.  Ya te he dicho que calma, tú estás en Bogotá y a estas alturas no llegan los huracanes. Pero sí el granizo. Las partículas de polvo propician la formación de hielo. Hemos visto pepas de agua congelada caer del cielo, como piedras. Derrumban tejados, bloquean los desagües de las  las canoas. Le ocurrió a Sergio, mi hermano, hace unos años. El agua rodaba por las paredes de su apartamento, caía del techo, descomponía los pisos de madera.

El día que murió Olivia de Havilland, apareció en el escenario Hanna, el primer huracán 2020 en el Atlántico.  Sus ráfagas de viento soplaban con tal placer en las fronteras de Texas que su estruendo era un cúmulo de  carcajadas. Ese día lo que el viento se llevó fue un trozo del muro que Trump construyó para contener las hordas de  centroamericanos que, a pesar de la incertidumbre que hoy en día genera el liderazgo del imperio, tratan de acariciar los privilegios del sueño americano. Pesadillas, pesadillas.

¿Por qué los llamarán así? Cuentan, quienes saben del tema, que a mediados del siglo diecinueve las tormentas tropicales tenían el nombre del santo correspondiente al día que con más fuerza impactaban sobre una isla, una costa, una población. En la memoria de Puerto Rico quedó grabada la inolvidable Santa Ana de 1825.  Pero como no es muy santo que los referentes religiosos predominen, decidieron nombrarlos con el año, seguido por el  número correspondiente al orden de aparición,  ejemplo 1873-4; en vista de que nadie era capaz de recordar esa nomenclatura ni diferenciar sus destrozos, en 1953, (el año de mi nacimiento) optaron por algo más seductor: que portaran el nombre de una mujer. Sin embargo, las luchas por  igualdad de género lograron que en 1978 se estableciera la norma de la paridad y es por eso que hoy en día comparten nombres masculinos y femeninos. La paridad no es solo entre hombres y mujeres. Estamos en el siglo veintiuno, chico, los movimientos LGBT también tienen derecho a estar incluidos. Disculpa, los militantes de esos movimientos usan nombres de hombre o de mujer. Yo estoy tentado a creer que Kyle, Nana y Paulette son gays o lesbianas.   ¿Y que opinas de Fay? es un nombre bien ambiguo.  ¿Trans...? ¿No te parece? Empiezas a exagerar, hay algo en tu discurso que no parece incluyente. No sé... para que no queden dudas al respecto podrían llamarse peste negra, sarampión, gripe, gripe española, gripe porcina, lepra, cólera, tifus,  dengue, meningitis,  malaria, VIH, viruela, fiebre amarilla, tuberculosis, Ébola, NH1, influenza, hepatitits, covid, polio, sífilis, gonorrea,… estos nombres no discriminan, visitan a todos por parejo.

Creo que te estás volviendo muy sensible. Debes controlarte. Mira el anunció que encontré en el portal de la meteorología. Por fin una convocatoria  interesante en este mar de concursos azarosos: Muchas personas comentaron que durante el confinamiento se volvieron más sensibles a la belleza de nuestro entorno natural y pudieron apreciarlo mejor. Por ello, estamos ansiosos por recibir fotografías artísticas y de calidad, especialmente las que ilustren el tema del Día Meteorológico Mundial de 2021: "El océano, el clima y el tiempo".

Es un anuncio discriminatorio. Debes estar junto al mar para poder participar. Yo añoraría estar viendo el Caribe aunque su oleaje estuviese enloquecido. Aparte de tomarle fotos a sus caprichos, me compraría un medidor de vientos y jugaría a clasificarlos. Ya tengo una tabla que me serviría de guía.  En este cuadro colocaría los huracanes débiles; si no alcanzan 119 kilómetros por hora, serán  simplemente tormentas tropicales; anotaría su itinerario hasta que se conviertan en depresiones tropicales. ¿Lucharán las tormentas, como nosotros, para no caer en la depresión ? ¿O será parte de nuestro estado natural? ¡Cómo nos desconciertan con las referencias tropicales!  Jugos tropicales, bailes tropicales, pandemias tropicales. Todo el exotismo encerrado en una región donde el calor es su privilegio y su desgracia. Sube, sube, sube la temperatura. Me caliento y me agito, bailo, grito, brinco, canto. Alguien abre la puerta, entra una corriente fría y viene el desbarajuste. Se organiza la tormenta, viene la devastación. Pero tanto agite cansa. De la tormenta caemos inevitablemente en la depresión. De la depresión a la calma. ¿Dónde estaba? Ah, si… Y aquí pondría con mi mano temblorosa a los huracanes, los que se merecen el título porque sobrepasan ese límite de velocidad. Aunque el verdadero susto sería cuando deba colocar en esta otra casilla los que superan los 178 kilómetros por hora, los huracanes mayores,  ¡categorías 3, 4 , 5!, aquellos  que vienen acompañados de recuerdos devastadores y sus destrozos son fragmentos de los cabezotes de las cadenas noticiosas.  Katherine, Dorian, Mitch, Andrew, María. Nombres que nunca, por necios y dañinos jamás reaparecerán en las listas de pretendientes para la próxima temporada... temporada... ¡Claro! ¡Ya entiendo de dónde viene la palabra temporal! ¡Santa Bárbara bendita! imploraban mis tías abuelas cuando un relámpago iluminaba el cielo amurallado del Medellín de mi infancia. 

En la escala huracanes Saffir/Simpson, las categorías dependen de la velocidad del viento:

·       Categoría 1: 119-153 Km/h (74-95 millas por hora)

·       Categoría 2: 154-177 Km/h (96-110 mph)

·       Categoría 3: 178-208 Km/h (111-129 mph)

·       Categoría 4: 209-251 Km/h (130-165 mph)

·       Categoría 5: 252 Km/h o más (157 mph o más)


Pasan tormentas doradas y grises, pero la peste no cesa. La peste la llevamos los humanos en nuestro interior, no es el aire quien la esparce.  Somos la especie que transporta la promesa de nuestra propia  extinción. Somos una especie que se ha dedicado a exterminar especies, convencidos de que el planeta, el universo, fue creado para servirnos a nosotros. La naturaleza se está cansando. Ella ha sido respetuosa, un terremoto por aquí, un huracán por allá. Pero no aguanta más, ras le bol, y nos envía una pandemia vengadora que se esparce  con toda  su capacidad exterminadora por todos los rincones del planeta, allí  donde se hayan asentado los humanos. Esto nunca  se había visto. Con razón en la Biblia está profetizado el juicio final. 

Recuerdo que a principios de marzo, estando en el colapsado festival de cine de Cartagena, cuando apenas empezaba toda este huracán de informaciones sobre la pandemia -palabra que el año pasado no hacía parte de nuestro diccionario- escribí una especie de acta sobre el juicio final.  Es inevitable que en un período apocalíptico como el que vivimos  no venga a la mente el fantasma del juicio final, la gran amenaza que la religión dominante de occidente inventó para tratar de mantenernos juiciosos. Yo, criado con monjas en mi primera infancia, me ví obligado a rememorar  solemnemente ese evento tan rimbombante. 

Suenan trompetas. Se desata una tronera apabullante. Una estampida de cascos de bestias vociferan la llegada del juicio final. Un show de furiosos huracanes, los más reputados del Pacífico y el Índico, del Caribe y del Atlántico, adornados con nubes de polvo dorado del Sahara revuelcan los cielos del universo. Nada que ver con los llamados a declarar que le hacen en los estrados judiciales a un expresidente acusado de paramilitarismo o a un ex-alcalde por corrupción en las contrataciones públicas, ni con el show de fuegos artificiales del día de los alumbrados en la torre de una entidad bancaria pretenciosa. Aquí es en grande. Nada que ver con un circo de pueblo. Ni el mismísimo esplendor de Hollywood alardeando todo su catálogo de efectos especiales le pisa los talones. Recuerdo que en la puerta central de acceso a Notre Dame está el “Señor” sentado, muy inmutable, listo para dictar sentencia, y del lado derecho están filados los “buenos” con su carita de yo no fui, esperando la furgoneta que los llevará a disfrutar del paraíso; y del lado izquierdo los malos, las lacras, sudorosos, malencarados  y pestilentes, arrastrados con cadenas por los demonios, echándose bloqueador solar antes de caer en el caldero ardiente.  Esa imagen se atravesó en la tronera, y mi mente de escultor tallado por tanta injusticia presenciada en este mundo, tanta pobreza decorada con millones de toneladas de basura, tanta selva derrumbada e incendiada, tanta nube contaminada, tanto defensor de derechos humanos asesinado, tanta sabiduría étnica exterminada, tantas niñas y tantos niños violados, tanta especie animal borrada de la faz de la tierra, tanto tiranoladróncorrupto gobernando, tanto hijueputa suelto, se  me ocurrió esta cantata rap gregoriana que dice así:

EL JUICIO FINAL de OCCIDENTE  -Cartagena 16 03 2020-


Permaneceremos encerrados

hasta que la trompeta del juicio final anuncie

que ya todos estamos muertos

y es hora de proceder.

 

Aparecerá por fin El Responsable

para repartir justicia según Sus códigos

y en principio nadie protestará Sus sentencias

porque según la tradición

Él es el principio y fin de todas las cosas

el que todo lo puede

la palabra el verbo

la voluntad divina.

 

Pero seguramente no faltará el aguafiestas

que lo pondrá contra las cuerdas

y le cuestionará sus decisiones:

Si fuimos hechos a Su imagen y semejanza

Por qué  en el juicio no está Él como acusado

Por qué durante el encierro no estuvo presente

comiendo mierda con nosotros

Por qué permitió que por siglos

la lepra y el cólera y la codicia

hicieran estragos a sus anchas

 

Seguramente no dará respuesta

y dispondrá de Sus ejércitos para hacer cumplir Sus designios

y con seguridad

en Su tremenda sabiduría pondrá en evidencia

que todas las criaturas inventadas

y hoy frente a Sus ojos fallecidas

arrastran el lastre de la culpa y la mentira

las traiciones y la envidia

Que fuimos abonados para el horror y la violencia

Que la condena estaba prevista en el principio

Y que en manada

de la misma forma en que fuimos concebidos

caeremos al eterno foso del castigo

 

Él comprenderá entonces que Su propio invento

Su juego perverso del cual no hay vuelta atrás

ya no hay salida

lo condenó a la soledad más infinita

al silencio eterno

al tedio inmortal

a la desazón suprema.


Hasta aquí el Monólogo para un actor atrapado en su cuarto esperando que la curva de la pandemia por covid 19 llegue a su pico...

 

* * *

XLIV

El  veinte de julio al mediodía,  en medio del silencio que nos acuñó el confinamiento, cuando me disponía a hacer click  sobre “publicar” para enviar la entrega 14 de mi diario de cuarentena sonó un estruendo aterrador. Trastabillé, estuve a punto de hacer click sobre “borrar” pero, por fortuna, reaccioné y el relato se fue, se escapó sano y salvo. ¿Lo leíste?

-       ¡Cóño! ¿y eso qué es? (hubiera podido exclamar ¡Recórcholis!)

Del horizonte, con rumbo a la ciudad capital enfrente de mi apartamento volaban presurosos en formación ocho aviones Kafir de la Fuerza Aérea Colombiana. Son aviones de guerra fabricados en Israel. ¿Irán para Venezuela? No seas alarmista. Si fueran para la guerra no irían con su nodriza. Delante de ellos, un viejo boeing 767, un avión grandote traía colgando su cordón umbilical. ¿Será que su misión va a ser muy prolongada? ¿Es normal que saquen su estación de gasolina voladora?  Te repito que  es veinte de julio, día de la independencia. Los sacan para descrestar muchachitos con la esperanza de inculcarles el espíritu patriótico, los sacan para asustar paranoicos que creen que Maduro tiene listas las tropas en la frontera, los sacan para decir que somos un país que puede defenderse solo de los enemigos, los sacan para alardear poderío, aunque todos estemos encerrados, para hacernos creer que estamos en un país capaz de inspirar confianza y seguridad a sus habitantes, los sacan para gastar gasolina ahora que no hay plata y que las necesidades abundan.

Los aviones giraron hacia el Norte, desaceleraron, se perdieron sobre la autopista que lleva al puente de  Boyacá.  Cuando creía que el paseíllo de domingo estaba listo, a los pocos minutos se escuchó otra vez el estruendo, volvieron a aparecer una, dos veces más. Fueron tres sobrevuelos de honor para que los varoniles ojos de los generales hincharan sus pechos cargados con las medallas obtenidas tras los triunfos imaginarios durante una guerra que no hemos podido saber si ha terminado, y para que por las ventanas de las jaulitas de pandemia salieran los ojos de millones de paisanos cargados de monotonía acumulada a buscar la causa movediza de semejante ruido. Los pilotos desde arriba no ven nada. Los ojos fijos en los instrumentos. Velocidad, rumbo y altura. A duras penas, como van en formación,  cada piloto guarda la distancia social con la punta del ala del avión vecino que lo guía. Son pilotos de combate amaestrados para cumplir órdenes. No me extrañaría que les hayan dicho a los pilotos de guerra: "Capitanes, como van a volar bajito ¡no consuman  mucho oxígeno! Den ejemplo, ahorren, que lo que sobre se lo enviamos a los hospitales, hay mucho infectado que lo necesita". Cuando cruzaron por el espacio libre entre dos torres del Centro Internacional, logré tomarles algunas fotos. 

                                     


  













XLV

Ayer, 30 de julio, día del cumpleaños noventa y siete de mi difunto papá,  tuve una conversación por el chat de whatsapp con mi amigo Juan Martín que vive en Quito:

“…[9:15 a. m., 30/7/2020] Diego García-Moreno: ...Nosotros bien, a pesar de este confinamiento con pinta de eternidad. En Bogotá las cifras andan disparadas, entonces  asumimos el encierro total. Mantenemos la actividad  terapéutica: Sally en su yoga, su música y las traducciones; y  yo sudando en la elíptica, escribiendo azarosas convocatorias y jugando con el blog, participando en sosas reuniones zoom, tratando de mantener el aleteo de los Alados y esperando que lleguen la vacuna o los extraterrestres.

[9:53 a. m.] Juan Martin Cuevas: o el meteorito

[10:15 a. m.] Diego García-Moreno: REMEDIO TOTAL


Bogotá, Julio 30 de 2020.

Acabo de escuchar en las noticias que el huracán Isaías avanza rumbo a Miami.

Continuará...

Estos escritos, con ritmo de diario, aspecto de prosa, canción, trova o poema, estarán apareciendo mientras dure el estado de cuarentena en el que hemos caído... y serán un elemento documental para comprender la evolución personal y colectiva de una situación que saca la cotidianidad de los parámetros vividos hasta hoy.


miércoles, 22 de julio de 2020

DIARIO DE CUARENTENA - PANDEMIA TROPICAL 14

ENTREGA 14.

XLI
PASO DOBLE
Domingo 12, una y media de la tarde.
Bombo, saxofón y redoblante. Un pasodoble entra por la puerta del balcón. Un, dos, un, dos, un dos. No hay algarabía en la plaza de toros. Me asomo. No hay nadie. Graderías desoladas. La arena endurecida, húmeda, motes de hierba dispersos empiezan a crecer en el redondel.  Desde el piso 18, en una tarde gris, el monumento arquitectónico inútil, mi jardín japonés, pareciera insinuar una sonrisa nostálgica. Más allá del anillo exterior de palmas fénix y jazmines y urapanes sobrevivientes a sus propias pestes está el foco de la melodiosa infección sonora.  Los árboles no proyectan sombra.  Las líneas amarillas pintadas en el suelo para delimitar las zonas de parqueo parecen una tarjeta de computador vacía, puesta con el propósito de dar la apariencia de color. La minúscula figura de tres hombres parados frente a un edificio de ladrillo, el único residencial en la cuadra occidental de una plazoleta que con el tiempo se ha vuelto zona de estacionamiento pago, intentan darle emoción andaluza a la desolación.  
Los músicos le ponen entusiasmo a su interpretación esperando que se abra una ventana y un habitante generoso, o conmovido,  les lance un billete. De lejos apercibo que el gordo del bombo y el jovencito flaco del redoblante tienen tapabocas. A cualquier distancia es posible reconocer la máscara del carnaval pandémico. El saxofonista tiene una banda blanca sobre su nariz,  debe ser el tapabocas mal acomodado, asume el riesgo mientras sopla su instrumento. 
Tengo nostalgia de cercanía. Tengo necesidad de mi oficio. Quisiera salir a filmar, acercarme, aproximarme con mi cámara y enfocar en primer plano, de perfil, la vieja boquilla sostenida por unos labios que sirven de conducto al aire entre el pulmón y el instrumento de metal. Labios empaque que impiden que haya una fuga por la que el aire escape y vuelva al aire. Me gustaría cambiar de ángulo, ver de frente el tapabocas arrugado moverse lentamente entre los ojos y la boquilla cuando el músico inhala el aire para darle vida a su próxima frase musical. No te acerques mucho que puede caer un chorro de babas del saxo y salpicar tu zapato.  Me gustaría ver los ojos del flaco buscando de ventana en ventana la silueta que asegurará el almuerzo y panear bruscamente hacia el bombo para captar el golpe del mazo sobre el cuero. Quiero sentir el metrónomo estridente del bombo dirigiendo el ritmo de mis tomas. Quisiera ver la reacción del trío cuando a sus ojos vaya entrando la desesperanza. No conviertas el acelerado golpeteo de las baquetas en el redoble del temor del nuevo circo.
Supongo que ellos suponen que quienes habitamos en torno a la plaza de toros somos aficionados a la fiesta brava y que correrán con mejor suerte que los mariachis y los vallenatos que cargan sus instrumentos por toda  la ciudad lanzando sus canciones ante públicos imprecisos.  Estoy seguro que ellos no saben  que en este barrio somos más los aficionados a la fiesta contenta, a la fiesta simple, a la fiesta fiesta, que los fanáticos de las corridas. Basta con pasar a finales de enero para ver los balcones vacíos o escuchar los insultos de los jóvenes antitaurinos. Asesinos, asesinos. El instinto elemental de mercadeo los trajo a tocar frente a unos edificios que son residenciales en apariencia.  Cayeron en la trampa. Se engañaron, uno es un motel de citas clandestinas en desuso y en el otro  todos los apartamentos son oficinas desoladas.  Sedes de asociaciones que enviaron sus secretarias a continuar con el oficio por tele-trabajo. Serenata inútil de domingo. Termina el pasodoble. Nadie se asoma. Nadie se asomará. Cambio súbito de ritmo. Un porro.  Un porro trunco porque de repente se desinfla.
¡Vámonos! No hay caso, debe estar exigiendo el gordo del bombo. ¿Qué camino tomar? Es la misma pregunta que se hacen los mariachis de cementerio. Aumentan los muertos pero escasean los dolientes en las exequias. Ahora nadie contrata réquiem con tequila. Se limitan los cortejos fúnebres. Pero las leyes del mercado obligan a los músicos en la pandemia a intentar  diversificar sus públicos. Se acabaron los joropos y los raperos en el transmilenio. Rapear detrás de un tapabocas saca ampollas en el labio. Cuando más hay por contar, por preguntarse, cuando hay más tiempo para hacer canciones largas, cuestionamientos o lamentos interminables, menos espacios reales hay para exponerlos. Recoger la monedita virtual es fácil para músicos de clase media para arriba. Se necesita pay-pal, tarjeta de crédito, transferencia bancaria. El músico pobre usa la cachucha y el sombrero. Caminan sin decirme adiós. Los pasos de los músicos perdiéndose en la ciudad son regulares, lentos. El fantasma del pasodoble se recubre con un abrigo de Pasolento.  El ritmo de la cuarentena.
Domingo 12, a partir de la una y cuarenta y cinco de la tarde.
XLII

PANORÁMICA A PASO LENTO

Deseo regresar a mi balcón piloteando un dron. Asciendo en vertical hasta una altura de quinientos pies sobre el centro de la plaza de toros, y en vez de girar en torno a las graderías, sin esperar un batir de pañuelos blancos  solicitando una oreja y el grito de torero, torero,  me urge echar un vistazo más allá del desolado Hotel Tequendama y el Centro internacional,  de estos pequeños rascacielos  levantados en medio siglo sobre los terrenos del antiguo manicomio y que son los responsables de que se le otorgara el título de metrópolis al viejo y mojigato caserío colonial. Quiero mirar el amplio territorio de nuestra cuarentena al ritmo del paso lento de mi vuelo espía; el mapa que desvela  a la alcaldesa, el que aloja los millones de posibles portadores de un virus que nos cambió el guión de la normalidad sin previo aviso;  el hábitat de una población que hoy ya ocupa el noventa por ciento de las unidades de cuidados intensivo de los hospitales.
De espalda a los cerros, en su piedemonte, inicio un giro de trescientos sesenta grados sobre un punto fijo en el sentido contrario a las manecillas del reloj. Enfocando el occidente, manteniendo la altura y a velocidad constante, lanzo una panorámica de derecha a izquierda.  Acaricio el arrume de urbanizaciones esparcidas como un reguero de cubitos de cemento, vidrio y adobes sobre lo que fue sabana fértil,  humedales que durante millones de años acogieron la escala obligada de las bandadas de aves que sobrevolaban el continente cumpliendo el ritual que los ciclos del clima y las fuerzas magnéticas tatuaron en su genes; meandros de un río frío y cristalino de apariencia silenciosa que preparaba su caída estrepitosa al trópico caliente donde lo esperaba el gran río madre para llevarlo hasta el  mar que todo purificaba.  Imágenes perdidas, añoranzas del pasado. Intento descubrir en el infinito el perfil de los volcanes de la cordillera central, pero sería un espejismo,  hoy no se verán. El horizonte se disuelve en un brillo de plomo. Tengo la sensación de que un acordeón vallenato, una raspa y un tambor lanzan un lamento desde las profundidades de Fontibón.
Empujado por un avión solitario que se entromete en mi camino, voy dejando atrás el río cloaca.  ¿Será un vuelo humanitario en el que regresan a sus lejanos países los últimos turistas  que quedaron atrapados en locombia al declararse la cuarentena? ¿ Es tal vez  un avión cargado con las  pipetas de oxígeno, los ventiladores y las cajas de cartón llenas de guantes y batas quirúrgicas que esperan en los hospitales de Puerto Asís, Mitú, Ipiales o Buenaventura?  ¿O se trata ,quizás,  de un cargamento de flores para adornar las tumbas de los cementerios de norte América?  No lo sé.  En todo caso, no creo que sea un avión de la policía cargado de funcionarios del gobierno que viajan  en misión oficial  a poner orden a la desbordada corrupción  en  San Andrés y Providencia. Todavía se escuchan las protestas contra el fiscal y el contralor quienes,  para no sentirse muy solos en su tarea, sacaron del tedioso confinamiento a sus esposas, e hijos  con algún amiguito,  y los llevaron en la nave oficial a  a pasar un puente sin tapabocas en el mar.  Sea lo que sea, la nave es un adorno fugaz en mi trayectoria, una gota de aceite que engrasa la continuidad del movimiento.
Antes de desaparecer en ese cielo sin gracia del domingo, me acompaña en el sobrevuelo de las extensas localidades del sur. Ciudad Kennedy,  la ciudad obrera, superpoblada, el inmenso ramillete de barrios planos y sin arborización que heredamos de la Alianza para el progreso, el aliciente que nos dio el coloso del norte para alinearnos de su lado durante la guerra fría.   Antiguamente se llamaba Techo y allí quedaba el aeropuerto.  Cuando en el 63 asesinaron al coqueto presidente americano, quien un par de años antes había puesto la primera piedra, sus habitantes decidieron cambiarle el nombre y honrar su memoria. Quedaron para siempre asociados a la Casa Blanca. Esperemos que no haya sido esa su maldición. Que no haya sido por culpa de Trump -quien minimiza este brote de gripa llamado covid 19- que en sus interminables manzanas de color tierra cocida se haya asentado desde un principio el contagio y se hayan vuelto la pesadilla de la secretaría de salud, el foco de la infección.  Aquella primera piedra, que en realidad fue un ladrillo, se multiplicó a la velocidad de un virus. Era una piedra contagiosa que, al parecer, no le gustaba el verde pues a los pocos años había tapizado cualquier plantación o potrero que hubiera a la redonda y se volvió El Tintal, Timiza, Abastos, Castilla, Calandaima, gran Britalia,  Patio Bonito, Las Margaritas, Bavaria… se esparció a la redonda, en línea recta, dando brincos hacia el oeste, el sur, el occidente, el norte, comiendo terrenos como una invasión de langostas locas, de esas que ahora disfrutan del calentamiento global en África o el sur del continente, hasta llegar a la cifra descomunal de  1922 barrios disimulados en 20 localidades, cubriendo cualquier vestigio de lo que un día fuera el gran territorio de los chibchas.  Pero la visión de mi lente no es capaz de abarcar tanto. El fuera de cuadro, cómo dicen los cineastas, está implicito en ese rectángulo que vemos.   
En su giro panorámico del occidente hacia el sur,  a paso lento  avisto a lo lejos los asentamientos populares agarrados a las colinas peladas de Cazucá, ciudad Bolívar y Usme, acrobáticas autoconstrucciones con cimientos de hambre y  muros de ladrillo que arañan los mantos de estratos que cobijan el páramo del  Sumapaz.   Desplazados de todas las regiones,  edades y colores, expertos en lidiar con el hambre y los recuerdos de la violencia, tratan de convencer al dueño de la tienda para que les fíe un cigarrillo o un pocillo de aceite,  y esperan, algunos,  que no sea inútil la espera de la ayuda gubernamental que pagará la libra de lentejas, la cajita de atún, la bolsa de espaguetis  y el arroz para poder prolongar su condición de sobrevivientes.
Dicen que ahí termina Bogotá, pero no es cierto. Sigue llegando gente. Nuevas invasiones a las tierras de más allá se han registrado durante la cuarentena. En estos días leía:
 “La Secretaría de Ambiente señaló en las últimas horas que, debido a la tala y quema de árboles en el polígono la Esmeralda, en el parque ecológico de montaña Entrenubes, se han visto afectadas cerca de 18 hectáreas del patrimonio ambiental de los bogotanos, es decir, una extensión semejante a 25 veces el estadio El Campín de Bogotá. Este martes, se conoció que cerca de 80 personas, que el pasado domingo habían intentado ocupar predios de esta zona de la localidad de Usme, quemaron y talaron árboles con el objetivo de preparar el terreno para edificar viviendas de manera ilegal…”  
A distancia, tengo la sensación de que cada centímetro de barrio construido en el  inmenso sur que inspecciona mi cámara hubiera sido parido con el mismo método. Podría suspender el ritmo del paneo  y quedarme allí maldiciendo a  los “tierreros” que han organizado las invasiones: los traficantes de tierra que prometen entregarle papeles a todas esas familias desvalidas que intentan levantar un cambuche en un terreno ajeno o de nadie; a esas bandas que utilizan métodos de chantaje para que a perpetuidad continúen pagándoles servicios y vacunas, primero por el pedazo de tierra, luego por el derecho a permanecer en el nuevo barrio, pero es inútil. Mi única posibilidad es dejar constancia de mi indignación ante esos urbanizadores piratas de quienes se asegura hacen parte de mafias o de grupos armados que intentan afianzar sus territorios para sus fines electorales y políticos.  El control del territorio.  Guerrillas, paramilitares y las maquinarias políticas de siempre manipulan la miseria humana  a su antojo. Pero es inútil,  no puedo detenerme.
Mi cámara espía, dispuesta sobre el dron imaginario,  sigue girando hacia el oriente, hacia el caprichoso San Cristóbal con su desorden de barrios húmedos y también pobres, camuflados entre colinas que se tropiezan con la muralla verde de los cerros,  la afortunada muralla de oxígeno que pareciera recordarnos dónde estamos y de dónde venimos a los habitantes de este monstruo urbano improvisado en un hermoso altiplano de los Andes. Recorriendo sus cimas verdes de pinos, acacias y eucaliptos llego hasta la enorme estatua blanca de la Virgen de Guadalupe que entre imponente y medio zombie abre los brazos, estira o apunta sus dedos tenebrosos y largos, sin que uno logre descifrar qué están diciendo.  Podría ser “vengan a mi regazo mis queridos pecadores”; o quizás están descargando amenazas o rayos de desprecio hacia la plaza de Bolívar y a todos los edificios alrededor,  al corazón de un país desde donde se cocina la ilusión de la democracia. Esa imagen vigía, celadora silenciosa y estática,  ha visto los amaneceres vacíos, congelados de la Candelaria  y todas las revueltas y tropeles que acostumbran darle vida al inestable centro de la ciudad. Vio como fue presa de las llamas a mitad del viejo siglo, fue testigo de gente llegando furiosa o llorando acompañando desfiles mortuorios de caudillos o simples compatriotas anónimos;  la vio eufórica, casi esquizofrénica saludando festivales de teatro, desfiles de verano o  marchas del primero de mayo,  vio peloteras, escaramuzas, conciertos   y hasta disparatados cañonazos .
Y me deslizo  palmo a palmo sobre el fantasma de la cuerda floja que un día caminó un acróbata extranjero entre Guadalupe y Monserrate. Sobre el cañón por el que entra el oxígeno a los pulmones gascarbonizados de la ciudad. Pasamos por el símbolo de la fé, su mejor mirador, el termómetro de la vitalidad de los cerros. No se ven peregrinos arrodillados ni atletas matinales subiendo a su cima. Está vacío, el funicular detenido, el teleférico apagado. Un cristo negro en vacaciones recarga su energía milagrosa para después de la pandemia.
Estoy mirando a mis espaldas. Imaginando lo que hay detrás de mi edificio.  La Macarena  repleta de restaurantes vacíos y  la añoranza de un mundo global que ya casi nadie añora. Que unos callos madrileños, o un bifé argentino, un italiano en su salsa, algún ceviche peruano o un tailandés muy picante, un pub irlandés con enormes orinales o un salón de yoga enflaquecido. El barrio parece moribundo y no pareciera resucitar con el olor a especies que el viento trae de  La Perseverancia. Artistas y operarios permanecen escondidos, mantienen la esperanza, como todos, que todo esta incertidumbre termine.
Siento fatiga, ¿será que sigo volando rumbo al norte? Hacia allá están Chapinero y Rosales y Usaquén y Suba. No creo que alcance la batería. No es el día para atisbar al Chicó ni a  Engativá ni el Siete de Agosto. Esos barrios irán en silencio. Me quedo mudo para ver si escucho los cantos  dispersos de vallenatos y carrangas, de joropos y gaiteros, de mariachis y hasta por qué no, de un violín apasionado, que busca entre los barrios pudientes que los balcones se abran, que aparezcan en las ventanas algunas miradas sonrientes y una mano generosa que regale una propina.
Me detengo. No hay dron, no hay cámara, el pasodoble se ha ido. La puerta de mi balcón está abierta. El barrio estará cerrado por orden de la alcaldesa durante catorce días. Catorce días más no son nada. Ya llevamos ciento veinte. Tendremos el tiempo suficiente para seguir haciendo malabarismos con las cifras.  Tengo una nueva: cada tapabocas tiene una vida útil de máximo ocho horas y tarda cerca de 450 años en descomponerse.

Cuando creía que la escritura de un diario era una acción automática, me encontré con una enorme dificultad para armar frases: hasta mi cuarto llegó la falta de inspiración. No sé si es por culpa de la fatiga acumulada durante el encerramiento,  o porque al sentir que lo que me acontece cotidianamente  va perdiendo importancia, que mi cotidianidad se vuelve insulsa, me siento tentado a buscar temas importantes que justifiquen la existencia del diario. Siento que con el paso del tiempo se va creando una dependencia del lector, que aparece el temor de decepcionar a quienes uno suponen se han vuelto seguidores de las entregas. ¿Cómo saberlo?  En todo caso,  escribir la panorámica que acabas de leer me tomó casi algo más de una semana. Entre el 12 y el 20 de julio. 
….tal vez continuará…
He sido un cultivador de cartas... pero se extinguen los huertos, las postales, los destinos. Busco materos, balcones, ventanas, lienzos libres donde pueda sembrar mis dudas, mis palabras, las cascadas de imagen que a veces se me ocurren. Dale hombre, me han dicho algunas fieles amistades, invéntate un blog, escribe. Ya verás que es un buen andén para compartir tu risa, tu silencio, tus desdichas. Curioso, dócil, ingenuo, acepto jugar a lo impreciso.