domingo, 23 de junio de 2024

MI FUERZA AÉREA

Mientras algunos seducen con el poder de sus gestos y la precisión de sus palabras, otros tartamudean y sus manos sudan frío. El contraste entre quienes despliegan sus dotes histriónicas dejando embelesado al jurado y quienes en quince minutos sienten que su esfuerzo de meses -o hasta años- de trabajo se va al traste, que su propuesta de película  cae al profundo abismo de la frustración, ha sido la constante desde que Yves Jeanneau -QEPD- en el año 2000 propuso en su conferencia sobre producción de documentales durante la MIDBO realizar por primera vez en Colombia "un pitch" de proyectos cinematográficos.  

Ese día nadie imaginó lo que en los 25 años siguientes esa palabra significaría para los realizadores de películas en Colombia. Según contó el productor francés fundador del Sunny Side -uno de los mercados de documentales más importantes del mundo-, la palabra había sido acuñada en el festival de Amsterdam IDFA y se estaba convirtiendo en el mecanismo más generalizado y eficaz a nivel internacional para vender proyectos cinematográficos. Creo que la versión más acertada sobre su origen es la que expone el distribuidor español Paco Rodríguez, director de Media Training & Consulting en un artículo publicado en 2012 en Latam cinema.com: "...tiene su origen en la meca del cine de Hollywood. Los ejecutivos de los grandes estudios disponían cada vez de menos tiempo y querían que los guionistas fuesen muy breves en el momento de presentar sus ideas, guiones o historias. De ahí se tomo el simil con el deporte del baseball, muy extendido en EE.UU. Un jugador (pitcher) lanza una pelota (proyecto) que debe ser atraprada al vuelo por otro jugador (cliente) con un guante (Interés, curiosidad, aceptación)".

Recuerdo que dos días después de lanzada la iniciativa por Jeanneau, subí al escenario del auditorio del Museo Nacional dispuesto a conectar de hit y convencer al jurado, encabezado por él, de que Las castañuelas de Notre Dame era una película necesaria. Fue suficiente contar la historia Jairo Tobón, un muchacho bailarín nacido en Andes Antioquia que había llegado a ser el asistente de las ceremonias de la reputada catedral, proyectar su foto de joven galán cuando actuó en "El hijo de la choza" de don Enoc Roldán, y un plano en video de él bailando flamenco a los 65 años, de corbata, uniforme gris de trabajo y las limitaciones del peso, en la sacristía del sublime templo parisino,  para obtener el sí a una coproducción internacional que marcaría para siempre el destino de mi carrera. Tal vez fue porque aquel pitch no tenía previsto ningún compromiso que el tono de mi presentación fue sereno y pude transmitir al tiempo la picardía natural del proyecto y su profundidad humana. "Con esta película no vamos a volvernos ricos, pero sí hay que hacerla" me dijo Yves a la salida del recinto. Un par de meses después firmábamos con Pathé doc el contrato de co-producción. 

Pero ese jolgorio no ha sido la constante en mis intervenciones desde entonces. A pesar de no existir estadísticas al respecto, creo que tengo el cuestionable récord del documentalista que más pitchs ha presentado ante el FDC, pero no propiamente de quien más veces ha logrado su home-run.  En mis intervenciones he desplegado todo el abanico posible de interpretaciones. Soy un actor con altibajos. Me atacan desde el temblor generalizado hasta la amnesia repentina; desde la  lucidez académica, la iluminación divina, la elocuencia del caudillo y la inspiración poética, hasta la miseria conceptual, el gagueo de la inseguridad congénita y los nubarrones de la amnesia repentina. En el mejor de los casos sentí que el jurado estaba compuesto por estructurados colegas, atentos y respetuosos, que facilitaban el flujo del lenguaje. Sin embargo, en otras oportunidades, sentí tener enfrente jueces ortodoxos carentes de imaginación que inspeccionaban mis gestos y palabras como sádicos espías o togados de la inquisición que alteraban mi temperamento telúrico, entorpeciendo mis raciocinios y su exposición. 

Pero no siendo esta la oportunidad ni el espacio para sumergirme en una disertación extensa sobre la pertinencia de esa práctica, quiero compartir con quienes generosamente leen este blog un poema que escribí horas antes de presentarme al pitch del FDC 2023 para producción de largometrajes documentales. El texto refleja la tensión y la desprotección  profunda a la que puede llevar esta cuestionada pero universalmente generalizada prueba. Sale de la oscuridad del armario virtual justo cuando regreso del "scouting" por los territorios donde realizo, por fin, mi película MEMORIAS DE UN COPILOTO. Entre 2012 y 2023 presenté en 5 oportunidades el proyecto a la convocatoria y en 4 de ellas llegué a estar frente al jurado. Por fin el año pasado, gracias quizás  a mi terquedad -o persistencia, dirán los más amables-, quizás a la maduración del  proyecto tras cada derrota, quizás a la composición del jurado, quizás a la evolución de la concepción de los documentales que aceptan formatos más híbridos y personales, quizás al  perfeccionamiento técnico de los drones que abaratan los costos de los proyectos relacionados con aviación, o quizás a la suma de todos esos componentes, mas la milagrosa intervención de todos los ángeles guardianes y personajes invocados en la plegaria, logré por fin una buena bolsa que me ha permitido lanzarme a su producción.  Dice así: 


MI FUERZA AÉREA -  
Plegaria por un pitch

Quien tenga alas que venga en mi ayuda.

Invoco a mis ángeles de la guarda, 

a mi madre ausente, 

a mi madrina muerta. 

A mis pilotos fallecidos en el trajín de sus ambiciones y torpezas.

A mis amigos de adolescencia que partieron temprano 

llevando en sus ojos sorprendidos el brillo de un fracaso prematuro 

y el asombro de ver sobre mis hombros las insignias 

del servicio a insólitas empresas.


A mis compinches cineastas 

que supieron de mis andanzas por ríos y  selvas, 

y entre aromas de ron, perico y marihuana quisieron conocer el relato 

de la turbulencia que adorna el pasadizo estrecho 

por donde se deslizan los vivos en su ruta hacia la muerte.


A mis yos dispersos en las aerovías de la vida, 

a esos retazos inconclusos que, sin proponérselo, 

por el simple designio del destino, 

dieron paso al frente 

y hoy deambulan entre nubes y silencios.


Hoy os pido ayuda, 

necesito la fuerza para lanzar a volar el poco de vida que me resta.

Necesito amasar la melodía de un presente y un pasado 

que aprendices de dioses juguetones lanzaron volar como burbujas.


¡Madre! Permíteme escuchar el viento que empujas al responder mi llamado.

Si en aquel entonces intercediste para que me hiciera piloto, 

dame ahora el aliento para relatar la historia.

¡Amparo! Madrina de toda la vida, inspírame palabras justas, seductoras

ante el jurado que hoy, de nuevo, decide mi destino.


Amistades de los cielos de ultratumba, 

colegas del más allá tan cercano, 

¡mi fuerza aérea escondida! 

salid del cúmulo-nimbus de la ausencia. 


¡Debiliten las reticencias del jurado! 

¡infúndanle riesgo e ironía!

para  que con su decisión sea posible  

la realización de Memorias de un copiloto,

y pueda yo así terminar mi vida 

vistiendo atuendos de aire, 

rodando entre los mantos de estratos bajos 

visitando sin temor los truenos 

y acariciando huracanes,  


Dadme el arranque, 

el empuje, 

la potencia para realizar la película 

que desde hace una década relampaguea en mis sueños,

engraso en mis insomnios

amaso y descompongo en las vigilias.


Diego García Moreno- septiembre 21 de 2023.

domingo, 16 de junio de 2024

TRAYECTOS Y TRAYECTORIAS

https://www.facebook.com/watch/?mibextid=VhDh1V&v=998342365017939

La noticia me llegó entre Tutunendo y Carmen de Atrato, en el primer tramo de un periplo fascinante -y extenuante-, que nos llevó a visitar por carretera, con cámara y dron, las geografías que sobrevolaba y los aeropuertos donde aterrizaba como aviador comercial en mi juventud. Justo en el momento en que empezaba a conjugar en imágenes las experiencias y visiones de la aviación que abandoné (menos en mis sueños) y las de más de 4 décadas dedicadas al cine de lo real, recibí una llamada en la que me informaban que era una de los 70 ganadores de la convocatoria Trayectorias, "...que reconoce los aportes y el legado de personas mayores de 70 años en los campos de las culturas, las artes y los saberes... Artistas que con su trayectoria han contribuido significativamente a la vida artística y cultural del país, dejando un legado a las actuales y futuras generaciones". Confieso que se me vino un lagrimón del tamaño del aguacero al rato bañó la inmensa y frágil selva chocoana. Mi reacción fue pedirle a la chica del Ministerio que repitiera la noticia. Encendí el parlante del celular para que mi equipo la escuchara y juntos lanzamos un grito que debió confundirse con el de los grillos y el de los micos aulladores que celebraban la llegada de las ariscas lluvias del último año. Pero era tal el agite y la concentración que teníamos que mantener durante las dos semanas que duró "el paseo" por El Chocó, Urabá, El bajo Cauca y el Magdalena medio, que la noticia quedó en QAP mientras aterrizábamos en las pistas de la realidad. Ayer llegamos de Puerto Berrío cargados de territorios exuberantes y huellas del omnipresente conflicto. Hoy fue día de reposo y reconexión con "la realidad" cotidiana. ¡Coño! pero si me gané una convocatoria que hasta platica ofrece sin necesidad de hacer reportes, validación de facturas, ni firmas en los releases, ¡hay que celebrar! Todo el sartal de papeles que envié a la convocatoria -un par de meses buscando certificaciones, contratos, recopilando prensa, fotos, afiches y declaraciones de personas que fueron testigos de la terquedad y la pasión que le pusimos al oficio- convencieron a los jurados de que la decisión de abandonar la aviación para venir a recorrer, a ras de suelo, cámara al hombro, la realidad de un país revolcado, agredido, masacrado, pero resistente y maravillosamente diverso, fue una decisión pertinente. El sentimiento ulceroso de haber trabajado durante años y no tener derecho a una pensión se mitigaba repentinamente gracias a una decisión gubernamental que, por primera vez, compensaba un colectivo de viejos trabajadores de la cultura... ¡Brindemos por eso!...Va un abrazo enorme y mis agradecimientos a todas las personas que me han ayudado en la construcción de mis películas, en el desarrollo de mis prácticas pedagógicas, en las acciones a favor de la construcción de un gremio documental... pero, al tiempo, interrogantes que sobrepasaban el regocijo del momento comenzaron a pedir pista y me hicieron aterrizar en un espacio de realidad más azaroso . ¿Qué sentirán los 1800 artistas, gestores, investigadores de la cultura que se presentaron a la convocatoria pero no fueron premiados? ¿Y las decenas de miles de colegas que, en todas las regiones del país, no se enteraron de esa convocatoria? ¿o el alud de trabajadores de la cultura que sobrepasarán en los próxmios años los 70 calendarios y se incorporarán al batallón de los viejos desempleados? ¿Será que los legisladores del país son conscientes de esta problemática? ¿Incluirá la ley de la cultura una solución para la desprotección en la vejez de la totalidad de l@s trabajador@s de la cultura? Espero que entre tantas propuestas de cambio se esté gestando un marco legal, estructural, de protección para la vejez de las personas que aportan a la cultura. Felicito de corazón a quienes fueron acreedores del reconocimiento Trayectorias y, sobre todo, agradezco a cada trabajador de la cultura en Colombia por su aporte a la vida.

lunes, 13 de noviembre de 2023

DISCURSO EN EL HOMENAJE DE ALADOS -PREMIO A TODA UNA VIDA DE DOCUMENTALISTA- Clausura MIDBO 25 2023

Cuando hace casi 40 años lanzamos a navegar al negro Billy con una canoa en la cabeza por las tormentosas aguas de Medellín, no imaginé que yo también me estaba lanzando a navegar con una obsesión a cuestas por las insondables corrientes de la realidad.

Cuando escucho la frase “A toda una vida” inevitablemente vienen a mi mente retazos, fragmentos de existencia que componen el largo viaje que llamamos vida. 
Esa frase me lleva al pasado, a una época cuando mi mamá, al verme derivar (hoy diría patinar), sin poder  decidirme  entre la música y la ornitología,  el dibujo, la poesía y la arquitectura, el teatro y hasta la aviación, un día me dijo: 
-Vos tenés un problema:  es que servís pa todo y no servís pa nada.  Tenés mucho ímpetu pero poca constancia.  Te falta perseverar.

Y mi padre, desde su estudio, cantando mientras desplegaba o comprimía  el fuelle de su acordeón, me lanzaba una mirada de reojo como diciendo, dale, no te preocupés, ya te llegará…

Quiso el destino que, en mi deambular a la deriva, las corrientes me llevaran al cine. Caí, de repente en una profesión que sirve como motor y refugio, donde todas las tendencias pueden convivir, amalgamarse,  complementarse, y, por sobre todo, estimular la creación de visiones e interpretaciones del mundo.

Para los inconstantes como yo, la perseverancia se hace forma de vida cuando se atraviesa en el camino un estímulo contundente. Y fue durante ese rodaje de “Balada del mar no visto” cuando sentí el jalonazo de lo que sería el motor de la constancia: Colombia. Un territorio cargado de incongruencias y tesoros, de injusticias y resplandores, de risas, sabores y preguntas. Entonces abandoné la comodidad del laboratorio donde trabajaba en París, empaqué maletas  y  salí a explorar imágenes de un país desconocido.  Ese ha sido el motor de mi debilidad transformada en terquedad.
 
Tratar de entender su complejidad, es un pasatiempo tan vasto y seductor que te obliga, sin que te des cuenta del pasar del tiempo, a que despiertes la astucia,  inventes artefactos, descubras mecanismos que te permitan mantenerte embriagado en tu propósito. No solo se lucha con el tema que eliges: las dificultades económicas intentan disuadirte de que desfallezcas, pero nuestra señora del Azar, patrona de las producciones, pareciera jugar a tu favor, se apiada de tu terquedad  y deposita en tu bolsillo, o tarro, las monedas que necesitas para pagar el almuerzo (y el editor, por supuesto).

Colombia, con su diversidad y sus violencias me llevaron a preguntarme por ella, a recorrerla con la cámara y escucharla, a sentirla y pensarla,  a bailarla y sufrirla, a procesarla y comunicarla a través de excusas en apariencia simples, pero esenciales en el fondo, como La arepa, o la cama, o tan  rotundamente complejas como el ataúd o el corazón… 


 Ha sido a través de sus personajes, ya fuese un bailarín exiliado en la sacristía de un gran templo, un muchacho sobreviviente de la explosión de una mina antipersonal, o una pintora empecinada en  hacernos visible el color-dolor de la tragedia cotidiana de un país, donde he hallado los buenos  vientos y las corrientes que han empujado mi nave. 

Afortunadamente el viaje no ha sido en solitario. En el trayecto he encontrado otras voces con las que he podido compartir aventura
s y propósitos. Mentes brillantes, ojos aguzados, corazones sensibles, propuestas estéticas y políticas,  amigas y amigos, colegas, maestros y alumnos con quienes se nutre la voluntad de seguir en el azaroso y seductor trajín del oficio de vivir y filmar.  
Recuerdo también una frase que en mi juventud escribí:  “De niños éramos tantos que no recuerdo mi nombre”.  Soy el quinto entre ocho hermanos. Y mi mamá en medio del almuerzo, ofuscada entre tanto bullicio, al ver que yo miraba la sopa con desprecio y me levantaba para ir al baño, me lanzó un regaño: ¡Gustavo, eh, Fernando, Sergio, fulanito, vos, mucharejo, ¡como te llamés! y su dedo me apuntó a los ojos: ¡Quedáte ahí y te tomás la sopa”. 
Recordé  esa anécdota cuando vi mi nombre al final del tráiler de la Midbo. Que apareciera en medio de mi nueva familia alada, entre tantos y tantas colegas que respeto y admiro,  era como si el gremio se hubiera puesto de acuerdo para enviarle un mensaje a mi mamá:
- Tranquila doña Beatriz, no se preocupe que su hijo ha perseverado.
Gracias querida Aladería por este reconocimiento. Espero que esta pasión que nos une por el cine de lo real nos acompañe hasta que el destino considere que es el momento de ponerle la palabra fin a esta película y pasarle la cámara a otras naves. 
Comparto este reconocimiento con la tripulación de mi canoa, mi adorada compañera Sally, Tomás mi hijo, mi saltimbanqui predilecto,  Sergio mi colega de siempre, y, por supuesto con toda mi tribu-familia dispersa, pero activa, entre el más allá, Medellín y el convulsionado mundo que nos ha correspondido habitar. 
¡Larga vida a Alados, a la Midbo, a la pesadilla de Nanook y al Cendoc!
¡Y que viva el cine documental!
Bogotá, noviembre 6 de 2023.









domingo, 20 de noviembre de 2022

CREANDO "A POSTERIORI"


Cuando termino una película acostumbro escribir un texto que, en forma de crónica,  ensayo o delirio, de cuenta de la experiencia vivida.Fui testigo con mi cámara del proceso de creación de la obra "A posteriori" de Beatriz González. Un cortometraje guardará la memoria de este fragmento de vida de La Maestra.  En esta ocasión el ejercicio literario fue publicado por la revista Generación, el magazin cultural de El Colombiano de Medellín,  en la edición dedicada a la celebración de los 90 años de Beatriz.  El enlace para leer el artículo es: 
PL19037901

Así fue publicado:


viernes, 19 de agosto de 2022

VOY A COMERME UNA AREPA

                                                                             In memoriam de mi amigo Julián Estrada

                                            Fotograma del video LA AREPA (1992)- Dirección Diego García Moreno
                                                                                               

Voy a comerme una arepa querido Julián Estrada 
 Encenderé el fogón de los recuerdos 
 La pondré sobre la parrilla 
 Y cuando esté bien bronceadita le echaré encima un trozo de nostalgia 
 Una tajada de carcajadas fresca 
 Me la comeré despacio degustando las crónicas y chismes que su masa inspire 
 Entre cada mordisco colocaré sobre el mantel el estribillo 
 Que como buen rumiante repetías 
 “Aparte de aquello 
 Lo mejor de la vida es conversar con los amigos comiendo y tomando trago” 
 Y te mandaré un último abrazo 
 Quizás el primero para celebrar tu amistad y consolar tu ausencia 

Pero como el romanticismo es pegajoso 
Te atacaré con un reto una pulla un hijueputazo un secreto 
Te pediré un consejo una receta un silencio un guaro amargo 
Mejor un whisky un platito de maní y un tarrito de aceitunas 
Escucharé tu voz encabritada convenciéndome 
De la belleza de la plaza de mercado de cualquier parte 
De la exquisitez de las empanadas de no sé dónde 
De la incomparable finura de los bollos de fulanita 
Del indescriptible sabor de las sopas de aquella esquina 
De la dulzura angelical de la parva que navega en un canasto 
Sobre la cabeza imperturbable de esa vieja mujer 
De la ternura inquietante del pernil 
 De la suavidad dudosa del hígado o el pescuezo 
De la rotunda claridad de la costilla 
 De una salsa a la pimienta o tártara o bearnesa o bechamel 
Del pícaro demonio del jengibre y del ají y de 
La lucidez del riñón y de los sesos y por supuesto del lomito 
La benevolencia del cilantro y por supuesto el perejil 
La coherencia rebelde del sancocho 
Lla placidez colonial de un ajiaco 
La insensatez de una bandeja paisa.
Y el pragmatismo fundamental de un recalentao 
La ambigüedad aromática del vino 
Ah y esas brevas en almíbar esa leche cortada el bocadillo el dulce de tomate de árbol 
Y por supuesto el helado de chocolate o de vainilla o un merengue 

Te excitarás con el sabor embriagante de una amiga o de aquella novia 
O de esa aventura ardiente que se convirtió en sustancia 
Con la complicidad de un horno una nevera una licuadora 
Un reloj de arena y un pocillo 
De la mujer que por convicción ha seguido tu voz 
Detrás del mostrador de los atardeceres de El Retiro 
Enfatizarás la agudeza sutil de las tortas de mi madre o de la suya o de tu tía 
La estupidez del amante público y político y aun peor del gobernante 
La profundidad de la luz del amanecer frente a un bar de mala muerte 
De perfil al mar o de espaldas a la montaña que te espiaba en las mañanas 
 
Lamentarás el estornudo entre la humareda de las brasas 
Que calientan mi última arepa contigo 
Entre tanta gente que conocías tantas tiendas tantas plazas tantas cacerolas tantas máquinas de moler tantos charoles tantas pailas 
Y olletas y cuchillos y morteros 
Tanto comino tanta sal tanto tomate tanto caldito de gallina 
Tanto condimento y tanto impedimento que querías borrar 
Con el aroma de un pescado frito con patacón y arroz con coco 
Bajo la brisa que sacude el oleaje de siempre 
El revolcón la incesante incertidumbre del destino
 
Morderé con placer la arepa para no tener derecho a decir que estoy solo o aburrido 
Aceptaré este gesto como el rótulo indeleble de una dulce adicción heredada en la cuna 
Será la celebración póstuma a tu nueva presencia de gastrónomo invisible 
Una manera de mantener viva tu sazón hasta el día no lejano 
En el que acataré el llamado de la parca y partiré 
A incorporarme a la comparsa de domadores de blandas masas de maíz eterno 
A reencontrarte en la cocina atemporal donde ahora despachas 
Titilantes arepas amarillas o blancas o de mote o de pelao 
Con forma de tela o de bolita hacia la el telón oscuro de la noche eterna 
donde calman con su luz el hambre cósmico de las galaxias 
Miro mis manos y constato el vacío 

¡Mierda! ¡Se acabó la arepa! 
Ay cuidado 
¡Se te regó el chocolate! 

 Diego García Moreno- Bogotá, agosto 8 de 2022.
                                                                                                                                              Foto El país


PUEDES VER EL VIDEO "LA AREPA"  en el enlace https://vimeo.com/69009651

 

martes, 18 de agosto de 2020

DIARIO DE CUARENTENA - PANDEMIA TROPICAL 16

ENTREGA DIECISÉIS

XLIV

 

LOS ESTRUENDOS Y LA ESPERA


Bogotá, agosto 7

 

Sonó tan duro la explosión que salí al balcón para ver qué había ocurrido. Miré instintivamente hacia el antiguo edificio del DAS, pero la sede pesada y sin gracia del extinto Departamento Administrativo de Seguridad estaba allí, restaurado, sospechoso, no era el objetivo. Busqué en las nubes el reflejo del Palacio de Justicia y también permanecía en su sitio,  reconstruido en el costado norte de la plaza de Bolívar, siempre temeroso en  su  amarillento envoltorio de piedra bogotana. Hice un barrido por el horizonte para ver si había alguna columna de humo  sobre un centro comercial, estación de policía o club social  de la ciudad, como cuando Pablo Escobar encargaba a sus matones colocar bombas para que el gobierno atendiera sus exigencias, o las Farc a sus dinamiteros porque la locura de la guerra justificaba cualquier acto de barbarie, o cuando una fuerza oscura emparentada con el estado cometía un acto de terrorismo  que permitiría achacarle a la rebelión  todos los desastres ocurridos ocultando así sus vergonzosas torpezas; pero no era eso, todo parecía en orden, la claridad de la luz alcanzada durante cinco meses de cuarentena me permitían hacer un inventario fidedigno del amplio territorio urbanizado y en apariencia pacificado que rodea mi apartamento. ¿Sería la explosión sincronizada de un centenar de exostos de buses de Transmilenio? ¿Un descomunal pedo urbano? A quema ropa lancé un chiste mediocre tratando de manchar con un parche de color el tablero atiborrado de oscuras memorias truculentas.

 

Poco me duró la mueca de espectador de programa humorístico de sábado en la noche. Como por arte de magia, mi rostro mutó al del niño que permanece boquiabierto al ver la aparición milagrosa en los materitos dispuestos en el borde de la ventana del balcón.  Sobre el enjambre de tunas afiladas de un cactus enano mamillaria que nos dejó de herencia Ana María Ochoa surgía un rosario de impecables florecitas fucsias con un pistilo amarillo en su centro, como caprichos de papel recortados y pegados con pinzas por una mano diestra;  a su lado, en otro materito, sobre un pelaje inexpugnable de tunas orientadas en distintas direcciones, como escapada de una  fiesta de travestis, resplandecía una gran flor amarilla con pretenciosos aires de corona imperial.  A un paso, sobre el piso, haciendo contrapeso tropical al espejismo del desierto, de la bromelia billbergia que le regaló Tomás a su mamá el día de las madres del año pasado, salía una despampanante flor en campanela, alargada, de grandes pétalos naranjas que colgaba fuera del matero terminando en un racimo de pepitas como frutitos verdes, azules y violetas.  Me animé a hacer el inventario de las plantas que Sally ha sembrado y cuidado con esmero durante la cuarentena y me hice el propósito de  regarlas en la noche. Las suculentas parecían ignorarme, no denotaban padecer hambre. El arbolito de romero, aunque algo enjuto, está dispuesto a regalarnos hojitas cuando las necesitemos. Los penachos de las piñas estaban firmes, no sé cómo aguantan el frío de las noches bogotanas. El cilantrillo resiste el sol del mediodía. Los brotes de las semillas de pimentón se ven saludables. Bravo querida, me encanta tu obstinación. Algún día comeremos pimentones del balcón. ¿Cuándo volveremos a ver las flores de cera de la enredadera? Ojalá no demoren mucho, espero que el colibrí de cola larga que adora su néctar  vuelva a visitarnos.

 

Regresé  al salón y me senté frente al piano. Quise practicar de nuevo Longina. Tengo dificultad para que mis dedos hagan con naturalidad el paso del La bemol mayor siete al Fa menor siete al do menor y al re menor siete con quinta disminuida. A ver, vamos despacio. Encendí en la tableta el metrónomo electrónico, lo coloqué en Andante, a 65 pulsos por minuto y comencé  a cantar acompañándome con los acordes.


            En el lenguaje misterioso de tus ojos

            hay un aire que destaca sensibilidad…

Cuando de pronto  ¡PUM! volvió a sonar la  explosión. Era un estruendo similar. Detuve mi bienintencionada práctica musical y giré instintivamente la vista hacia el ventanal.  Pude ver     entonces la brutal explosión de Beirut en la pantalla del  televisor. Había olvidado que el aparato estaba encendido y era tan natural el ruido de las noticias monologando el desastre durante tantos meses de encierro que ya el ruido de las voces de los locutores y la perorata de los comerciales se había vuelto parte del paisaje cotidiano de la casa. Los doce mil infectados por covid-19 del día y los trescientos muertos diarios, o los casi trece mil fallecidos desde el inicio ya se habían integrado a la cotidianidad y ya no me quitaban el sueño. Cómo sería de fuerte el batacazo proveniente del otro lado del mundo que volví a estar consciente de la existencia de la pantalla Samsung de 50 pulgadas.  Su pantalla curva y su sonido estéreo se  integraron al presente, como cuando asistía a salas de cine con sonido sensurround; el aparato  reprodujo una explosión devastadora que proyectaba su onda a la redonda  y hacia que  los cientos de teléfonos que grababan  en las calles de Beirut cualquier boda, cualquier desfile de modas, cualquier acto cotidiano que ocurría en un restaurante o un jardín, hicieran un giro en su relato y fueran, antes de salir volando,  los testigos del tsunami de pánico que arrastraba  la onda explosiva que destrozaba todo lo que se encontraba a su paso, de los vidrios rotos enviando al aire millones de astillas, de las paredes derrumbándose, de los cuerpos destrozándose, hasta desaparecer en el polvero.

 

Sentado en la banqueta de mi piano, frente al metrónomo que seguía impasible con su lento tic-tac, evidencié que mientras mi cámara Sony permanecía guardada en un armario desde el inicio de la cuarentena, en todo el mundo, a todo momento, hay miles de cámaras de bolsillo encendidas que involuntariamente pueden verse involucradas en el registro del impacto de un acontecimiento inesperado. Incontables cámaras de teléfonos celulares que al sumar sus inocentes imágenes pueden estar tejiendo desde los puntos de vista más insólitos el manto de una realidad desconcertante. Células vivas de una construcción azarosa que ningún director de cine hubiese podido imaginar. El estruendo  del bombazo de Beirut duró apenas un instante, pero su impacto quedó resonando indefinidamente en los habitantes que lo vivieron o de quienes lo vimos y veremos una y otra vez reconstruido en la pantalla. 

 

El tic-tac del metrónomo volvió a salir de la humareda, terco, impasible, como una  conciencia demoledora del factor tiempo.  A pesar de no estar marcando ninguna fecha, de no estar asociado a ningún horario, sin recurrir a ninguna palabra hacía que la atmósfera de la sala contrastara con el descontrolado ritmo del mundo. Su lento tic-tac le marcaba un compás a mi corazón en su intento de desbocarse con semejante estímulo. Durante la cuarentena mis  tensiones han buscado refugio en acordes sobre el teclado del piano.  Durante el confinamiento mis imágenes se han vuelto construcciones verbales, palabras  de un blog a la deriva cuya brújula es el  azar, textos propiciados por estímulos inesperados que entran orondos por el balcón o se derraman, como vómitos noticiosos,  por la radio o la  televisión. Yo trato de trapear el piso, de desinfectar el  vértigo que muchos de ellos producen, convirtiéndolos en relatos que calman mis ansias de filmar y contar, que apaciguan esa extraña voz que durante años fue moldeándome en el oficio de relator. Esa práctica cotidiana calma mi ansiedad y me genera placer, a tal punto que a veces me inquieta saber si cuando termine el encierro tendré intacto el deseo de encender mi pesada cámara.

 

De repente un instrumento de la orquesta abandonó el escenario. La carga de la batería de la tablet se agotó y  el péndulo invertido del metrónomo se detuvo. La tele continuó imperturbable con el  informe. La explosión de 2750 toneladas de nitrato de amonio, que habían sido confiscadas en 2014 a un barco ruso que las llevaba para Mozambique y que permanecían, vaya a saberse por qué, almacenadas en el corazón de una ciudad,  dejaba más de 200 muertos y 3 mil heridos. ¿Apenas? Increíble. Cada trauma tiene su método de generar el espanto. En las torres gemelas de Nueva York el impacto de los aviones mató más de cuatro mil personas.  La diferencia con las dantescas imágenes que profetizaban el desmoronamiento del imperio americano es que aquellas tuvieron un preámbulo de suspenso y no llegaron acompañadas de una banda sonora tan contundente como las de Beirut. Recuerdo que cuando el terror golpeó  las Torres gemelas el sobresalto estuvo precedido por un gesto de espanto que te obligaba a decir ¡NO! al ver que el avión volaba directo hacia los míticos  edificios, un ¡NO! que se repetía cuando el avión chocaba contra la humanidad de la torre, el ¡NO! que exclamamos al ver el fuego y las torres fracturándose y los destrozos cayendo al piso. El seis de agosto, cuando Bogotá conmemoraba 482 años de fundada,  se cumplieron también los  75 años de la explosión de la bomba atómica que los americanos lanzaron sobre Nagasaki.  En mi pantalla coreana volví a ver las imágenes del hongo atómico sobre la ciudad japonesa al final de la segunda guerra mundial. En Nagasaki no habían teléfonos celulares encendidos en el momento de la explosión, si hubiesen existido seguramente se habrían derretido con la onda infernal de calor radioactivo que consumió la ciudad masacrando a más de doscientas mil personas. El desconcertante espectáculo atmosférico  fue filmado de lejos  por la cámara instalada en el avión que la descargó.  El piloto no escuchó el ruido de la explosión, la onda invisible apenas hizo temblar la estructura de la nave que huía del epicentro del terror, pero su estruendo resonará por siempre en la memoria de una humanidad culpable. Ver nuevamente aquella explosión me provocó una vergüenza indescifrable, el efecto de la radiación tocó las fibras más profundas. Las lágrimas se fundieron con el espanto,  re-inyectaron en mis venas un infinito desprecio por la guerra y  una desconfianza incurable en la especie y su sofisticada capacidad de exterminio.


Sonó el teléfono. Era Tomás que llamaba desde Italia. El whatsApp  exterminó definitivamente las distancias.

-Hola Tomi.. 

-Pá, ¿viste lo que ocurrió en Beirut?

-Sí, hijo, ¡qué desastre!

-Estamos muy tristes, me dijo. Yo toqué en una fiesta a media cuadra del sitio de la explosión. 

El oficio de DJ ha llevado a Tomás varias veces al Líbano. Allá ha construido buenas amistades.  Me contó que algunos conocidos suyos están en el hospital debido el impacto de las esquirlas, por fortuna ninguno está  herido  de gravedad. Que la gente está  indignada y furiosa. Aparte del impacto de la pandemia, del descontento con la clase corrupta que gobierna al país, ahora llega esta desgracia.  La población se ha volcado a las calles a protestar exigiendo el derrocamiento del gobierno. 

-Y tú ¿cómo estás hijo? Por aquí llegan noticias de los nuevos brotes de Covid 19 en Europa. ¿La gente usa tapabocas? ¿Cómo va la soltería?

-Estoy bien, pá.  Te estoy llamando desde el teléfono de un amigo, el mío dejó de funcionar cuando Bruna regresó a Sao Paulo. Sólo quedó la manzanita en la pantalla. Fue una buena coincidencia, así he podido estar solo y tranquilo, la próxima semana compraré uno nuevo, estoy volviendo a encontrarme.- respondió. Para Tomás ha terminado el último capítulo de su telenovela cósmica. Lo que empezó como un encuentro fascinante bajo el signo de una estrella fugaz en una playa de Bahía, terminó en una playa al sur de Italia con el paso de un cometa. Cuando la vista baja del firmamento estrellado y se encuentra con los espejos colgados en los muros del encierro, es improbable que los espíritus resistan el impacto de su real condición. Sentí de nuevo calma en la voz de mi hijo. Tras varios meses enclaustrados en Lisboa donde los agarró el confinamiento,  y otros tantos en Puglia sin perspectivas de regularizar su residencia, Bruna, su ex-novia, regresó al Brasil. El amor de pandemia llegó a su fin. Tuvo que ser muy fuerte la ruptura de la relación y la sensación de desamparo que tuvo que optar por regresar a un país que en este momento  se presenta como la referencia  más fracasada en el tratamiento  de la infección global. En fin, allá está su familia. Seguramente consideró que es mejor la seguridad riesgosa de su mundo maternal que el obligado prolongamiento de un amor fisurado. A respirar, de nuevo. Ahora, querido, abre tu mente a nuevas experiencias, a construir sobre las cicatrices y enseñanzas que siempre deja una aventura amorosa y ¡a cuidarte, pelao!, pilas con esas fiestas sin tapabocas en la playa.  Tranquilo pá, yo me cuido.  Chao hijo, disfruta de tu juventud.

 

Me alejé del piano, apagué el televisor y fui a la cocina a calentarme una arepa. Sonó el teléfono, Alberto Quiroga  me preguntaba si estaba mirando la tele. No. Pues enciéndela. Dale, y colgó. Que la corte suprema de justicia acaba de  expedir una  orden de detención contra el senador y expresidentes Alvaro Uribe. ¡NO!  Esa sí que es una bomba.  ¿Que aquí no pasa nada? Recordé que en mi insomnio matinal del 3 de agosto había escrito:

 

“¿Y ahora sobre qué, coño, voy a escribir?  Estoy mamado de las noticias. La actualidad política es detestable. Que Uribe por aquí y por allá. Que los unos violan por aquí y por allá. Que otros matan líderes por allá y por acá. Que roban celulares y bicicletas por aquí y por allá. Que si salgo a la calle me contagian. Que si me contagian, como soy viejo y con antecedentes cardiópatas me muero. Que si me muero no encontraré horno crematorio y tendrán que inhumarme, es decir me meterán en una tumba en un muro, o en una fosa bajo tierra para que me coman los gusanos,  que es distinto a cremarme, o sea meterme fuego hasta que quede en cenizas que puedan ser dispuestas en una cajita para que las esparzan por ahí, donde yo decida antes de morirme, pero tengo que contarle a alguien para que tengan idea de adónde, eso era  lo  que yo quería hasta hace un rato, pero ya nadie puede ir “por ahí, e incluso, me da pereza morirme…”


Re-embobine y recomencemos. Esto se puso interesante. Ya no es Uribe por aquí y por allá. Ahora estará en su casa quietico, detenido. Bueno, en casa es mucho decir, estará en su Ubérrimo, su exuberante hacienda cordobesa. ¿Quietico? Esa no la creo, sus deditos tramadores no soportarán las ganas de azuzar el fuego político con ponzoñosos mensajes de odio y rencor por Twitter. ¿Qué hacer? ¿Reflexionar? ¿Gritar de la dicha? Volver a mi balcón florecido con una cacerola y  unirme al concierto de celebración que están programando en las redes sociales para el atardecer? Siento alivio y miedo. Por fin, a uno que viola la ley, perdón, eso no se puede decir porque todavía no está juzgado,  a alguien que tiene como doscientas acusaciones en su contra y treinta procesos en la corte,  le acaban de poner un tate quieto. Calma. Supongo que tenemos quince días para ver la evolución  de la noticia. Veremos qué va a pasar. Lo importante es que apareció un giro en la historia. Nos pusieron tema. Pero la palabra miedo permanece ahí, en frente, congelada. Esperemos que este suceso no se convierta  en una excusa para ponerle acelerador a la matazón y se multipliquen los asesinatos contra los líderes sociales. Cállate. Sí, es mejor, qué pereza hablar de ese señor. En algún momento de mi vida prometí no volver a mencionarlo.

 

Bastó la referencia a mi autocensura para que un comercial de jabones aromatizara el salón, luego uno de desodorantes, dos de champús y un curso de lavado de manos para protegernos del covid 19. Joder, ¡que sucios somos! Cuánta mugre cargamos y qué capacidad tenemos para atraer infecciones. Remató el segmento publicitario una alabanza a la buena gestión del gobierno durante la pandemia. Mentirosos.

 

Una ráfaga de viento empujo la puerta de vidrio entreabierta del balcón y la hizo golpear contra el muro. Corrí a asegurarla. No faltaría sino que se quebrara y tuviera que ponerme en el rollo de encontrar a un vidriero para reemplazarla. Tendría que abrirle la puerta de madera del apartamento a un posible portador del pánico. No.  Qué fragilidad.  A falta de cometas en agosto, pensé,  cualquier puerta puede calmar la sed de los alisios vagando por la ciudad. La palabra cometa me llenó de añoranzas. Miré el cielo cargado de nubes veloces, y desprovisto por primera vez del ensueño de los caprichos voladores en la temporada de los vientos. Recordé las palabras de un maestro chino  “la cometa es la sonrisa del Cielo y una forma de cabalgar sobre el viento para seguir el grano del Universo…”  Estaba a punto de ensillar mi caballo volador cuando de pronto PUM.   De la terrible pantalla salió un nuevo estruendo: 


José de los Santos Sauna, la autoridad del pueblo kogui, falleció a causa de la covid-19. En días pasados, él había sido trasladado en un helicóptero de la Armada hasta Santa Marta, tras presentar dificultades para respirar. Tenía 44 años… mierda,  la pandemia se lleva la sabiduría…  


No había tenido tiempo de digerir la triste noticia cuando PUM, otro estruendo:  Ángela Salazar liderza de las comunidades afro y  Comisionada de la Verdad murió en la ciudad de Apartadó la mañana de este 7 de Agosto después de padecer varios días de Coronavirus.  Era la encargada de recoger la verdad de las diversas problemáticas en la región de Antioquia y Chocó…

 

Se desató una tormenta de noticias estruendosas.  ¿Cómo protegerse? ¿Para dónde agarrar?  ¿Apago ese aparato o qué? Quiero citar de urgencia a un consejo de seguridad a mis familiares y amigos. Convocarlos a una gran reunión en zoom para que analicemos la situación y tomemos determinaciones… Ay, hombre, qué iluso eres. Tomar determinaciones… a lo sumo compartirás las lágrimas y la putería. Cómo se te ocurre pensar que podrás encontrar alivio en los cuadritos estrechos del mosaico del computador frente a este alud de titulares tan conmovedores, tan tristes,  perturbadores… si no fuera por la detención del innombrable pensaríamos que es el fin del mundo.

 

Quisiera ser parte de un  grupo de lloronas en un velorio o de una comparsa alucinada celebrando en carnaval, llorar a moco tendido o reírme a carcajadas. Aquella tarde a las seis, Sally yo bajamos con cacerola, clave  y tapabocas a hacer sonar nuestras celebraciones y protestas.    

XLV

 

LA ESPERA


Bogotá, agosto 13

 

Mañana cumpliré sesenta y siete años, la misma edad que siempre tuvo mi abuelo José Moreno. Cumpliré su edad  en pleno pico de la pandemia bogotana. Afirman que cuando nací el viejo tenía cincuenta y dos y que él murió  a los setenta y siete, o sea que tuve la suerte de disfrutarlo durante un cuarto de siglo. Tal vez sea cierto, no discuto con los matemáticos de mi familia, pero, para mí, él  siempre tuvo sesenta y siete años y no creo necesario darle vueltas al asunto.

 

Cuando mi madre murió, me correspondió como herencia una foto que le tomé al abuelo un par de años antes de morir. Impresa en blanco y negro,  en un formato de 30x40 cms., está enmarcada con un marco de madera pintado en vinilo negro y protegida por un vidrio reflectivo que se fracturó en una esquina durante un trasteo. Muestra a Lilito, como le decíamos sus nietos, sentado a la mesa, en camisa de pijama de un gris más oscuro que el de su piel, con la vista absorta en algo impreciso a la altura del horizonte en el lado derecho del fuera de cuadro, mientras su mano, a la altura de su pecho, se aproxima a tomar un copita de licor dispuesta sobre la mesa cuya superficie refleja, perfectamente invertida, la figura visible del abuelo. En el ocasional espejo, patas arriba, se repiten  su rostro y su pecho cubierto por la camisa desabotonada en el cuello, su mano y la copita de cristal. La doble copita es a la vez el centro de la foto y de la doble figura de mi abuelo. La definición del reflejo permitiría que la fotografía, a la manera de una carta de naipes, pudiera colgarse al derecho o al revés, dada la simetría y casi similar definición que tienen los dos rostros y el aire que hay desde su calva hasta el marco. El reflejo de la luz sobre el cristal de las gafas no permite ver en detalle sus ojos, pero la posición de su cabeza y su cuerpo parecieran haber encontrado la comodidad imperturbable que genera el sentirse poseído por una larga espera. El volumen estático del personaje, con dos centros de atención indescifrables, hace que esa fotografía  de bajo contraste, en apariencia banal, provoque una lectura inquietante, una tensión que está determinada por un tiempo impreciso que podría traducirse como espera

 

En aquel entonces el abuelo esperaba que el tiempo pasara. Recuerdo haberlo retratado a eso de las cuatro y cuarto de la tarde, cuando su jornada, en apariencia, había terminado.  Temprano en la mañana él había tomado un bus, como en todos los últimos  días de su vida, hacia un pueblo de Antioquia sin importar la orientación en la rosa de los vientos. Viajaba dos o tres horas, llegaba a la terminal, caminaba hasta el parque, se sentaba a la mesa de un bar o un café preferiblemente dispuesta sobre la acera,  pedía un ron y un vaso con agua como pasante, permanecía un rato observando la acción callejera, bebía intempestivamente  con gesto de desprecio el trago de ron y pasaba  el impacto amargo con un sorbo de agua que luego escupía al piso. Quince minutos después hacía el recorrido inverso  y regresaba a casa a almorzar.  Olga, la señora que trabajaba como cocinera en casa, sin necesidad de solicitárselo, le servía el almuerzo, coincidiera o no con el de la familia. El abuelo hacía una corta siesta y a eso de las cuatro se ponía de nuevo la pijama, sacaba la copita del mueble del comedor, servía  un ron, se sentaba a mirar, con la misma expresión que  en la foto, hasta que repentinamente lo bebía de un sorbo, hacía un ruido de rechazo y placidez que confirmaba el sabor amargo del alcohol y permanecía sentado hasta a eso de las cinco de la tarde cuando decía hasta mañana; se encerraba en su cuarto y se acostaba con el radio de pilas encendido a escuchar, o a que le hiciera compañía, Radio Reloj. Una canción, la hora y una noticia, una canción, la hora y otra noticia.  Cuando abandoné la aviación y me fui a vivir a París le regalé a mamá la foto y ella la tuvo colgada en la pared de su cuarto hasta el día de su muerte. 

 

Ahora la foto está en el cuarto de Tomás, mi hijo ausente. Todos los días a las tres o cuatro de la mañana me traslado allí para despistar el insomnio escribiendo o leyendo.  Usualmente, antes de iniciar mi labor, me recuesto en la cama y veo al abuelo mirando al infinito impreciso. A veces me pregunto ¿qué estará mirando? Esta mañana, al amanecer, me encontré repitiendo su gesto. Mirando algo que puede no ser nada y me dije “don José   está esperando”. El abuelo en aquella época no demostraba ningún propósito. Esa mirada es la misma que he visto en ancianos en la costa que miran en dirección del mar, pero que en realidad no lo están viendo. Es la mirada de la espera que he visto en diversos ancianatos de pueblos en la cordillera y en los ojos de algunos mendigos en las calles; ojos que no están observando las montañas ni el discurrir de los transeúntes. La espera colectiva propiciada por la prolongación de la pandemia debe haberme puesto a mirar lo impreciso. Esta sensación de no saber para dónde va “esto”, de entrar en conflicto con frases acuñadas para la ocasión como “hay que reinventarse”, “tenemos que mantener viva la esperanza de que esto terminará pronto”, oraciones que empiezo a sentir fatigadas podrían ser las que me han llevado a ratos a  hacerle dúo a su espera. ¿O será un gesto que aparece porque voy a cumplir sesenta y siete años, la edad que siempre tuvo mi abuelo? Esa cifra, se me antoja,  fue el momento en el que el reloj se detuvo para él y entonces sintió que la muerte llegaría en cualquier momento  y que era inútil empeñarse en cultivar esperanzas.

 

¿Qué horas son? Ey, despierta. Tú no eres el abuelo. Recuerda que Liuba Hleap te llamó para contarte que se había ganado una beca para restaurar La Balada del mar no visto. El medioetraje que filmaste en Medellín por allá en el año 84. Una voz me habla desde el interior. Al parecer me he desdoblado. Por fin nos ganamos una convocatoria. ¿Lo ves? No es el momento de bajar la guardia. Hay que celebrar que la actitud de agricultor y tahúr que asumiste desde el comienzo del encierro, coincidió con una buena conjunción de los astros y empieza a dar sus frutos. Como un jugador de tenis, en medio del partido me doy ánimos y consejos. Los jurados han valorado un esfuerzo de los inicios de mi carrera cinematográfica y un arrebato creativo de juventud se vuelve patrimonio. A los sesenta y siete años dedicaré mi tiempo a revisar fotograma tras fotograma un ciclo de mi historia. Eso de restaurar  obras de juventud tiene aroma de cirugía plástica ¿no?  O a lo mejor se trata de un signo, como diría Tomás, de volver a cargar la canoa al hombro y salir a preguntar en medio de una ciudad entre montañas, sin horizonte,  ¿Por dónde se va al mar?


XLVI

 

Bogotá, agosto 17.


La fiesta de cumpleaños estuvo buenísima. En un mosaico zoombi-zantino Logramos bailar, cada cual en su cuadrito, durante varias horas. 


Continuará...

Estos escritos, con ritmo de diario, aspecto de prosa, canción, trova o poema, estarán apareciendo mientras dure el estado de cuarentena en el que hemos caído... y serán un elemento documental para comprender la evolución personal y colectiva de una situación que saca la cotidianidad de los parámetros vividos hasta hoy.






He sido un cultivador de cartas... pero se extinguen los huertos, las postales, los destinos. Busco materos, balcones, ventanas, lienzos libres donde pueda sembrar mis dudas, mis palabras, las cascadas de imagen que a veces se me ocurren. Dale hombre, me han dicho algunas fieles amistades, invéntate un blog, escribe. Ya verás que es un buen andén para compartir tu risa, tu silencio, tus desdichas. Curioso, dócil, ingenuo, acepto jugar a lo impreciso.