viernes, 11 de diciembre de 2015

LOS DRAGONES VOLADORES -relato navideño-

Como no tenía un centavo,  aprovechando que era época de navidad, saqué a la séptima mi colección de dragones voladores. Tendí un mantel en la acera, los acomodé por tamaño y arrogancia, y me senté a esperar que algún comprador preguntara cuánto valía el conjunto o si los vendía uno por uno. Durante cuatro horas estuve pendiente de los transeúntes mirones o indiferentes que arañaban o despreciaban con su afán la membrana  de murciélago de las alas plásticas de mis venerados animales. Nada. Vi vender a mi lado cordones de colores para los zapatos, películas de terror, libros pirateados de superación personal o de recetas tradicionales peruanas, jugos de mandarina en troncos de hielo y mallitas metálicas para proteger los desagües del lavaplatos. A nadie parecía interesarle mi panteón de saurios prehistóricos hasta que una mujer escuálida, de pelo liso negro y mirada inquisidora, que insinuaba una edad imprecisa entre trece  y ochenta años,  se detuvo, lanzó un grito ¡Belcebú! y arremetió a patadas contra los indefensos animales. Vieja hijueputa ¡qué le pasa! Logré agarrarle el pie justo cuando la emprendía contra mí, pero al oponer resistencia  resbaló  y cayó al piso golpeando en seco el cemento con su cráneo. ¡Tak! Quedó tendida en la acera, pálida, sin signos de respiración. Nadie vio nada. Bueno, sólo el vendedor de cordones para zapatos quien me dijo “Esa bruja está loca”, y vino sigilosamente a  ayudarme  a acomodarla en el borde del muró grafiteado que adornaba nuestros ventorrillos.  Mejor que no se pillen lo que pasó. Tenga, tápela, que parezca haciendo siesta. Mientras la cubría con una manta vieja, un carro pasó veloz desintegrando uno de los dragones.  Malparidos. Recogí los sobrevivientes y los envolví en el mantel. Me voy de una para el carajo, pensé, pero al ver la vieja inconsciente no fui capaz de dejarla allí tirada. El hombre de los cordones se ocupó de un cliente. Me senté a su lado y coloque entre ambos el bulto con la mercancía maltratada.  Mientras reflexionaba en mi próximo paso, un hombre mayor con pinta de extranjero estiró la mano para entregarme un billete de dos mil pesos. Mecánicamente lo recibí, lo miré avergonzado y sentí que no me exigía explicaciones. Mis problemas eran asuntos de mi incumbencia. A nadie le importaba si yo era un desempleado, un drogadicto, un desplazado, un ser desgraciado que buscaba sobrevivir mendigando en cualquier calle.  Como si el acto de generosidad fuera contagioso, una mujer amable detuvo su camino, sacó de la cartera un billete de cinco mil y lo dispuso frente a la mujer medio envuelta y que mi dios me lo bendiga. Gracias señora. Sin mirarla a los ojos, incliné la  cabeza y evité delatar una sonrisa cuando un estruendo de plástico, como una  estampida de vampiros, se desprendió del bolso improvisado y unas carcajaditas con un tufillo de  fuego se confundieron con el ronroneo de los autobuses que vomitaban humo frente al mercado decembrino informal y para nada clandestino.


Bogotá, diciembre 10 de 2015

Diego García Moreno ©
He sido un cultivador de cartas... pero se extinguen los huertos, las postales, los destinos. Busco materos, balcones, ventanas, lienzos libres donde pueda sembrar mis dudas, mis palabras, las cascadas de imagen que a veces se me ocurren. Dale hombre, me han dicho algunas fieles amistades, invéntate un blog, escribe. Ya verás que es un buen andén para compartir tu risa, tu silencio, tus desdichas. Curioso, dócil, ingenuo, acepto jugar a lo impreciso.