viernes, 18 de julio de 2014

LOS BRILLOS Y EL MARTILLO

Pequeña crónica de una larga jaqueca.

1.Los brillos.

-Ay, mamá… Me estoy quedando ciego.
-¿Qué le pasa, mijito?-
La vi venir… o mejor dicho: vi parches de su cuerpo acercándose para consolarme mientras mi hermanita intentaba explicarle el por qué de mi llanto.
- Estábamos jugando lotería cuando de pronto se fue volviendo como bobo y empezó a decir que unas luces se le habían metido en los ojos y que no veía las fichas. ¿Vio? Eso le pasa por mirar el bombillo.-
-Yo no he mirado el bombillo-  y me puse a llorar.
Mi madre, paciente por naturaleza, asumió el control. Me dio una aspirina para adultos,  buscó el mentholatum que curaba todos los males según el abuelo y me frotó las sienes.
-Ven, vamos a comer que ya se te pasará.-

Sentado a la mesa, sollozando, no distinguía en mi plato las papas ni el arroz, el cuadro del Sagrado Corazón en la pared era unos retazos de color ensangrentados, mis hermanos una presencia descompuesta. Sin ningún deseo de comer, me recliné en ella con los ojos cerrados hasta que fueron desapareciendo los brillos, pero ahí comenzó el dolor de cabeza.

-Me duele mucho de este lado-, le dije.
-Ven a acostarte, ya se te pasará.

Tenía siete años cuando me atacaron por primera vez los brillos. Son los mismos cristales fosforescentes que hace un rato bailaban en primer plano. Los conozco bien. Se han vuelto compañeros  tormentosos de toda la vida. Aparecen inesperadamente. Son similares, en un principio, a los que quedaban entre mis párpados luego de mirar el sol o de haber pasado jugando con las nubes brillantes. Pero estos no nacen de un punto luminoso, simplemente aparecen,  se desplazan, se modifican, se acrecientan, inventan mosaicos de colores y me impiden ver, me prometen el dolor y una inevitable depresión. Ah, los malditos brillos. Mi madre ya había oído hablar de ellos: a mi tía Amparo, su hermana, la habían atacado desde muy joven  y mi hermano Luis Fernando los padecía esporádicamente.

-La jaqueca es un mal de familia y este pobre lo heredó-, escuché que le contaba por teléfono a su amiga Solita, quien también conocía sus efectos: su esposo, el doctor Vélez, ese día, como tantos otros, no había ido a recetar a su consultorio y permanecía postrado en cama  quejándose, vomitando y clamando para que nadie se le acercara ni se le ocurriera dejar entrar un rayo de luz a su cuarto. Por fortuna nunca he tenido vómitos ni náuseas, pero sé de tantos otros que los padecen cuando los visita la migraña.

2. El lado opaco de la migraña.

Cuando aterrizaron los astronautas en la luna, apenas pude ver los brincos de Neil Armstrong sobre el suelo selenita. Coincidió con un ataque de jaqueca.  Mientras mis hermanos y amigos observaban boquiabiertos la transmisión en televisión, yo me confinaba en las tinieblas del cuarto. Parecía que sobre un lado de mi cráneo un angelito barroco, semidesnudo, marcaba con un martillo el compás del bombeo del corazón. Como la primera vez, y en tantas otras recaídas que comenzaron a repetirse, ya fuera jugando fútbol, preparando un examen del colegio, a punto de romper relaciones con la novia,  más o menos media hora después, terminada la etapa del aura,  habían desaparecido los brillos o escotomas, pero el dolor de cabeza era insoportable y sentía que a mi alrededor se había conformado una especie de aura de desprecio entremezclada con gotas de lástima.

-No, no lo invitemos a jugar, a lo mejor le da el dolor de cabeza y nos daña el partido.- Y con solo presentir el comentario, como el doctor Vélez y  todos los que sufren del mal, tenía que ir a enclaustrarme en el cuarto, cerrar las ventanas, rogar que nadie encendiera la luz porque al abrir los ojos se acrecentaría el dolor y cualquier ruido se convertiría en un estruendo, la algarabía de un juego de niños se volvería herida, punzón. Me encerraba en una profunda soledad repleta de malas sospechas pues la insensibilidad en el brazo me hacía suponer un desenlace peor.

¿Hasta cuando duraría el tormento? ¿Un par de días, una semana? Quién sabe.
Podrían ser hasta quince días, como aquella vez en la que, tras una serie de ataques espaciados por uno o dos días, llegué al súmmum del dolor al punto que  los tonopanes que tomaba no surtían efecto,  entonces recurrí desesperado a mi hermano Luis Fernando  que estudiaba medicina para que me socorriera, pero al tratar de explicarle los síntomas me di cuenta  de que solo  emitía mugidos, que las frases que intentaba se convertían en monosílabos incomprensibles.

-¡Vámonos ya para la clínica!-

En urgencias me hicieron vomitar y me pusieron una inyección de un anti-inflamatorio y un somnífero que me mantuvo casi dos días en estado vegetativo. Recobrada la aparente normalidad, mi hermano me dio el dictamen: la migraña no tiene cura, nadie sabe exactamente de dónde proviene, se sabe que tiene un componente genético, alimenticio,  que está relacionado con el estrés, con el cansancio, algunos dicen que es un problema hepático, otros que es un problema de transmisión de electricidad en el cerebro, que es una enfermedad emparentada con la meningitis… que la mayoría de drogas que se recetan tratan de controlar la presión, pues el proceso comienza con la contracción de los vasos sanguíneos en el cerebro que viene  acompañado de escotomas o brillos, pero que luego se produce una dilatación de los mismos que convive con el dolor de cabeza en un hemisferio del cerebro, que por eso se llama hemicránea,  que la palabra migraña es el resultado lingüístico de la evolución del término hemicránea…  Mucha información, pero nadie tiene el remedio, ni da la última palabra.

 -Te va a tocar convivir con ella. Lo importante es tratar de mantenerse calmado, tener una buena alimentación, no desesperarse.

3. Sacándole brillo a la jaqueca.

Durante la década de los treinta  a los cuarenta años el mal pareció curarse. Lo veía manifestarse en otros y sentía una enorme compasión por ellos.  Al verlos sufrir me provocaba revivir el plan que habíamos ideado con Cosio, un matemático profesor de la Universidad Nacional de Medellín: el club de los jaquecudos.  Se trataba de un espacio amplio en penumbras,  al que se accede por un túnel donde progresivamente se desliga uno del mundo exterior, de su luminosidad y su bullicio. Donde personajes  muy suaves, vestidos en tonos oscuros  te reciben con ternura y te preguntan en cual cama, hamaca o silla reclinable quieres acomodarte para atenderte sin afanes ni presiones.  Te traen bebidas aromáticas tibias, te hacen inhalaciones de romero,  masajes en los puntos neurálgicos de las palmas de la mano,  en la sien, en las fosas de los ojos, o en la espalda y si quieres, te leen poemas o te susurran dulces melodías.

Pero cumplidos los cuarenta regresaron las migrañas y aprovisioné  de nuevo mi botiquín con cafergot, ergovan, advil, ponstam y acetaminofén, una farmacopea que tras un infarto cardíaco en proximidad a los sesenta se redujo por recomendación del cardiólogo a simple acetaminofén.  El cuadro anímico asociado al mal durante estos veinte años  ha sido el estrés y ciertos alimentos.  Se ha vuelto normal que cuando más tensionado estoy por un encargo laboral la afección reaparezca. He tomado conciencia de ello y como sé que no voy a morirme y que se disipará en horas,  tan pronto siento los síntomas ingiero un par de medicamentos para prevenir los dolores de cabeza, hago ejercicios de relajación con la respiración, masajes en mi sien y en las cavidades craneanas de mis ojos siguiendo el  consejo que me dio una acupuncturista tras una sesión de agujas chinas en mi cráneo, y trato de no concentrar la atención en la enfermedad. Me esfuerzo en  banalizar sus efectos, en burlarme de ella  -la migraña- recordando irónicamente lo que he aprendido en la literatura sobre el tema: es una enfermedad de la corte, de los genios y de las señoras histéricas, y me pregunto a cuál de estos grupos pertenezco.  Pero no siempre esta actitud jocosa prospera y, como Adrian Leverkühn el personaje de la novela el Doctor Faustus de Thomas Mann,  me separo del mundo para ir a un viaje interior. ¿Por qué entre ocho hermanos he sido yo el seleccionado por la genética para cargar con este lastre? ¿Será esta relación continua con la enfermedad un estimulante para la sensibilidad artística o su freno natural? ¿ Se trata simplemente de una esquirla desprendida de un castigo mayor, de tantos lanzados por los dioses a una humanidad débil y pretenciosa, que simplemente tiene como propósito recordarle su inherente fragilidad?

Hace dos días vinieron los brillos y se fueron, el dolor de cabeza estuvo leve y ya desapareció. Ahora, mi esposa prepara el desayuno. La veo colocando sobre la mesa un plato con fresas y sirve el café.

-¿Quieres, mi amor?- Dudo. Aspiro el aroma y me pongo en guardia.
-No, querida, gracias. Me da miedo.-  Últimamente cuando tomo café,  dos o tres horas después tengo jaqueca. Y también aflora cuando como fresas…

La jaqueca no cesa de colocarme límites inesperados, insólitos, pero a pesar de sus brillos tormentosos, no ha logrado que cese el disfrute que traen consigo los días resplandecientes,  la luz capaz de darle vida y forma a los paisajes y los objetos. Sé que ronda por ahí, y que volverá a brindarme sus dolores, pero, mientras tanto, aprovecharé para disfrutar en su ausencia de todos los resplandores y los sonidos, de los juegos compartidos que le dan a la vida un aura de buena energía y aparente normalidad.

Diego García Moreno ©
Junio 2 de 2014





sábado, 12 de julio de 2014

EL BILLARISTA DE ESPALDAS. (Tercera entrega de Crónicas de un crónico mundialista)

Palidecen. Se llevan las manos a la cara. Tratan de tapar el pánico. Abren las órbitas de los ojos, no parpadean. Algunos rechiflan. Otros se rascan el cabello. Algunas lágrimas ruedan. Muchos suspiros son contenidos. Algunos levantan los brazos, miran al cielo y sus súplicas se entremezclan con  un murmullo de oraciones. Otros, envueltos en sus banderas , o exhibiéndolas al aire esperan que una cámara los seleccione entre las miles de banderas y pancartas que adornan el estadio. Hasta el momento, aunque cada cual gesticula mordiéndose los labios, agarrando el muslo o la pierna del vecino, nadie hace un gesto sospechoso.

Estoy sentado frente a la tribuna amarilla. Camisetas, pelucas, caras maquilladas. Podría pensarse que es una mancha amarilla, pero no, son muchas personas ataviadas de amarillo. Fanáticos viejos, jóvenes, hombres, mujeres; niños  y niñas repitiendo los gestos de las pasiones de sus padres. Yo los observo a cada uno. Sigo sus movimientos, detecto sus intenciones. Estoy atento a que nadie intente hacer una imprudencia. Que ningún hincha lance una botella, un objeto contundente que pueda hacerle daño a alguien. Que nadie utilice algún arma con la que haya logrado burlar las inspecciones de los celadores del estadio. Que nadie ose saltar a la cancha.

Ya se ha terminado el tiempo de prolongación con un empate y han pasado a la serie de penas máximas. Los penaltis. Se han cobrado cuatro por equipo y todos han sido gol. Ocho atronadoras griterías, ocho inmarcesibles silencios. Los amarillos alternan sus gritos y su silencio con el de los  rojos. Están empatados. Queda una oportunidad para cada uno. El portero de los amarillos debe estar dirigiéndose al arco. Los de rojo van a cobrar.  Los jugadores de ambos  equipos permanecen arrodillados con sus brazos entrecruzados sobre sus hombros. Sus miradas levantadas hacia el cielo,  o con actitud de recogimiento, los ojos cerrados, suplicándole a las fuerzas de energía que arden  en el centro de la tierra. Esperan el milagro, la colaboración de los santos o de los mismos dioses. Ellos creen que estas instancias son supervisadas por los propios seres superiores. A mí, sinceramente, me importa un carajo quien gane. Pero ay, donde algún espectador intente acabar con el orden de este ritual.

Me han dado una silla. Eso es nuevo. Antes debía estar de pie durante todo el partido mirando a la franja de espectadores que me asignaron en la tribuna. Había aprendido a repartir el peso entre mis dos extremidades pero aún así era fatigante. Ahora me acomodo, a veces me encalambro un poco, trato de hacer unos estiramientos de pierna esforzándome en que no se note mucho. De todas formas ¿quién me mira? Solo aquellos que traman algo, los que se saben culpables pues tienen una mala intención. Yo he aprendido a reconocerlos a través de los años. Son ya catorce años vigilando eventos considerados de riesgo. Lo hago desde que me licenciaron de mi agencia de vigilancia a la que entré después de haber prestado el servicio militar. Fui atropellado por una moto que intenté detener tras un asalto a un cajero electrónico. Fractura de fémur, dislocación de rodilla, doble fractura de peroné. Y esa infección que me atacó en el hospital. Tuvieron que colocarme unos clavos que supuestamente ayudarían a mantener rígidos los huesos mientras soldaban. Se infectaron y de milagro no me amputaron la pierna derecha. Si, soy cojo. Pero soy fuerte. A lo mejor mis compañeros, al lado corren más rápido. Pero siempre he tenido que intervenir para ayudarles a contener al fanático, al loco, al esnobista que se lanza y corre hacia el centro de la cancha.

Está prohibido mirar hacia la cancha. A mí no me importa. El fútbol no me gusta. No tiene la elegancia del billar.  La cancha y la mesa se parecen. Son verdes. Pero el billar  es mágico, profundo. No está acompañado de tanta gritería, no cae en la histeria. El billar es arte y sabiduría. Geometría viva. No es este derroche de patadas que hace llorar y suspirar al público, o lleva hordas a quebrar cuanto encuentran a la salida del partido cuando pierden.  Cuando juego billar no hay espectadores que incomoden. Tal vez un desocupado que mira desde el banco de madera mientras se toma una cerveza. El espectador es el rival. Turno para mí, turno para ti. Cada cual tiene el tiempo para mostrar su maestría en el oficio. No es esta pelea de perros y gatos por una pelota.

El desprecio por el fútbol se me ha intensificado desde que estoy cojo. Al principio sentí un poco de envidia por esos músculos poderosos de sus piernas. Pero después de verlos salir en camilla tantas veces, quejándose del patadón que les habían dado, o de esa fractura inevitable tras el enredo de piernas, de esa luxación o desgarradura de tobillo al caer, he perdido la admiración, la misericordia por ellos. Son frágiles y bestiales.  Me da en el fondo algo de risa. Ellos la buscan. No es mi caso. Van labrando su camino a la renguera. Todos arrastrarán su vejez  cojeando como yo y en las noches sentirán chuzones en los huesos, gritarán del dolor por causa del punzón acomodado en  cada articulación. Sentirán en los sueños el ruido seco de la fractura de sus huesos, o serán los verdugos pisoteando al enemigo. No pasará en vano tanto atropello contra sus extremidades.

El silencio es corto, saludable. Van a cobrar, quedan varios segundos. Los rojos tampoco chiflan. Ni cantan esa pesada estrofa con la que entierran para siempre a  los amarillos. Quieren enviarlos a los infiernos. Saben que ese quinto hombre no puede fallar. Y los amarillos, fijos sus ojos en su arquero, lo llenan de escapularios, de manos como un pulpo, le envían alas, redes invisibles, tanques lanza-misiles  para que detengan el cañonazo desprendido del empeine del último de los rojos.  Que lo tape, que lo tape. No lo vas a fallar, mételo, mételo, responden los otros. Yo cuido. Me importa un carajo el color de la dicha.  Espero que todo termine para irme despacio, rengueando,  silbando hacia el billar.


Diego García Moreno @ julio 11 de 2014,Bogotá.
He sido un cultivador de cartas... pero se extinguen los huertos, las postales, los destinos. Busco materos, balcones, ventanas, lienzos libres donde pueda sembrar mis dudas, mis palabras, las cascadas de imagen que a veces se me ocurren. Dale hombre, me han dicho algunas fieles amistades, invéntate un blog, escribe. Ya verás que es un buen andén para compartir tu risa, tu silencio, tus desdichas. Curioso, dócil, ingenuo, acepto jugar a lo impreciso.