miércoles, 26 de junio de 2013

BOCANADAS de HUMO



No era posible amar, conspirar, vigilar, reposar tras el combate, esperar o simplemente delirar sin el humo del cigarrillo. Le dio salud, atmósfera y drama al cine de los años 50s. A mi abuela le cultivó un mechón amarillento en el cabello justo sobre su frente y un  edema pulmonar del que nunca se arrepintió.

El primer cigarrillo que me fumé fue un "Cruz" sin filtro, una extinta marca de envoltorio burdo, puro tabaco negro  ultra-nicotinizado,  que le robamos a Isabel la mayordoma de la finquita de mi abuelo. Tendríamos once años cuando entramos con Juangui y Carlos Santiago a su cuarto y nos encaletamos un pucho para cada cual. Como el paquete tenía 144 unidades y ella se había fumado un par de docenas,  nunca notaría el asalto.

Nos encaramamos en un  guayabo en medio de un bosque de cítricos protegido por un guadual y comenzamos a chupar humo y a toser hasta que el mareo me hizo  perder el equilibrio y caí al suelo desde tres metros de altura asegurando una luxación de muñeca, un regaño con jalón de oreja  y una culpa brutal para el resto de las vacaciones.

Pero era tan bonito el gesto de los grandes al fumar. Tan prodigioso verlos sacando anillos de humo por la boca, soplándole neblina  a la cara de la novia. Que es para pedirle un beso, me dijo en secreto un amigo de mi hermano Luis Fernando. Fumando espero al hombre que yo quiero, exhalaba Sarita Montiel y las nubes se agitaban tras los cristales de alegres ventanales.

Mi padre odiaba el cigarrillo y mi mamá lo ignoraba. Fumé en mi adolescencia y en mi juventud, como hasta los treinta. Fue compañero de borracheras, de ocios y de amores hasta que un día comenzó a provocarme dolores de cabeza y sensación de podredumbre en las encías. Y ahí paré. Hoy en día lo detesto. Apesta su olor en la ropa. Rechazo los labios de aquellas que lo aspiran. Me ahogo con solo sentirlo invadiendo el poco oxígeno que en la ciudad ha quedado e invito a mis amigos fumadores a calmar sus necesidades en el balcón o al lado de una ventana abierta.

Escucho lo que digo y me espanto.  Me produce tanto terror reconocerme confesando la fobia que hoy me atormenta  como viendo las encías podridas que la ley obliga a estampar en las cajetillas para espantar a los consumidores. Y escucho las quejas de algunos allegados empedernidos que me preguntan  que qué protejo, que qué defiendo,  si la santidad y la pureza, la sanidad y el juicio son virtudes esculpidas en la  represión y la hipocresía,   que por qué juzgar el dulce vicio de inhalar los humos propagados por  las hojas de una planta  que hemos domesticado y multiplicado para satisfacer los rituales que, con desdén o fe,  día a día practicamos.

Me marea la moral y caigo de la rama. He perdido la capacidad de calcular la distancia al piso, pero aseguro una luxación de cadera, una sordera larga... pero lo de la culpa si es distinto, porque  con seguridad en un par de minutos, bajo el efecto aletargador de un alzheimer que se gesta, estaré preguntando ¿y qué fue lo que pasó? ¿por qué tanta humareda en el horizonte?

Diego García Moreno @
-Junio 26 de 2013

viernes, 21 de junio de 2013

EL MONO, EL OSO Y AMPARITO.


Cuando era copiloto debía mantener bien lustrados mis zapatos.  No importaba que tuviera que salir de la cabina a verificar en la plataforma empantanada del aeropuerto de Bahía Solano si las cajas de pescado que llevábamos para Medellín estaban bien atadas con cabuya o si la señora de Puerto Berrío, a quien le había encargado la carne, me la había empacado con doble bolsa plástica para que no chorreara sangre en la bodega del avión. "El Mono" sabía que la presentación de la tripulación debía ser impecable sin importar el destino de los vuelos ni el número de caballos de fuerza de los motores de  la nave: por eso recorría todos los rincones de la terminal de Medellín buscando señores vestidos de negro y galones dorados en las mangas del saco para ofrecerles sus servicios. Habíamos hecho un pacto por mensualidades y me esperaba  puntualmente  para embolármelos en el descanso que nos daban entre el vuelo a Otú y el de Urabá. Les sacaba el barro y el polvo que traían las lluvias y las sequías a esas pistas medio salvajes en los territorios del más allá.  

Hace un par de años, en El zócalo de Méjico me encontré "El Oso",  una especie de torre de control con aspecto de trono en la que se lustran los zapatos los señores que van al trabajo y los turistas curiosos. A diferencia de "El Mono" que se sentaba en un pequeño banquito y acurrucado pasaba el cepillo o el trapo untado de betún negro y luego le sacaba lustre con un pañito o un fieltro, "El Oso", opto por llamar así al lustrabotas mejicano, hacía su trabajo de pie  pues el zapato del cliente descansaba a la altura de su pecho y cuando estaba vacía esa especie de torre de control en la que se encaramaba el cliente, se sentaba a esperar en una cómoda silla de oficina. 

No ascendí a ese mirador privilegiado. Desde que opté por calzar siempre unos comodísimos zapatos de gamusa y piso sintético no requiero de sus servicios. Pero sí me vinieron recuerdos de Amparito, una lustrabotas poeta que filmé mientras recorría las oficinas ministeriales del Barrio La Candelaria, sacándole brillo a los botines de los funcionarios bogotanos mientras les recitaba el último poema que le había compuesto a su descompuesta ciudad. 

Sí, no volví a volar ni a lustrarme los zapatos. Pero, como cardiópata profesional que me he vuelto, me llama la atención la relación existente entre el corazón y los lustrabotas: El Mono ejercía el oficio de corazón; El oso colocaba su objeto de trabajo frente a su corazón, y Amparito le sacaba brillo a los zapatos siguiendo la pulsación de las palabras que le dictaba su corazón.

Diego García Moreno @
Bogotá, junio 21 de 2013

sábado, 15 de junio de 2013

DE VAINILLA Y PISTACHO


Llamada telefónica No.1

Chupáte un cono, quitáte esa rabia, tené. Le dio 5 mil pesos y siguió en la moto. Nano vaciló pero al final compró un cono de dos bolas, pistacho y vainilla. Caminó por la séptima y, cuando sintió que el azúcar le subía el optimismo, se preguntó si lo mejor era llamar a la mamá o quedarse mirando gente y vitrinas. Miró vitrinas durante media hora y luego llamó a la mamá y le dijo: mamá, perdonáme. La mamá le perdonó, como siempre, y le rogó que no fuera a perder el tiempo chupando cono ni viendo pendejadas en las vitrinas.

Llamada telefónica No.2

Ayer peleó con la novia y hoy no quiere levantarse. Consideró cortarse las venas pero sabe que se desmaya con solo ver una gota de sangre. En vez de perder el apetito, cuando se deprime come desaforadamente. Antes de acostarse devoró tres hamburguesas y dos vasos de leche. Suena el teléfono. No va a contestarle a nadie. Vuelve y suena el teléfono. En la pantallita digital se inscribe el nombre de ella. Matilde. No va a contestarle a nadie... mucho menos a ella. Coloca el celular en modo vibrador y lo tapa con la almohada. Siente el ronroneo debajo de su oreja. Una, dos, tres veces. Mierda, dice, y contesta. Un aló perezoso, con tono moribundo. Señor, ¿usted conoce a Matilde Urrutia? Es que la ha atropelló una moto y en su teléfono está su número telefónico, es el último que marcó antes del accidente. ¿Y qué le pasó? Está inconsciente, se golpeó el cráneo. Las visitas a la sala de cuidados intensivos son restringidas. Dice que es el novio. Espere, hay dos personas arriba. Cuando la madre sale, le entrega el ficho y lo mira a los ojos. No le dice nada y se va. El hermano tiene ganas de escupirle la cara  pero se limita a murmurarle "pobre güebón". Frente al cuerpo en estado vegetal se le escapan dos lágrimas. Caminando por la séptima, decide comprar un helado. No es capaz de decidir el sabor que quiere. A su lado un muchacho compra un cono de dos bolas, vainilla y pistacho. Déme uno igual. Cuando siente que el azúcar le devuelve el optimismo, considera que no hay que cortarse las venas. El doctor le dijo que es probable que ella despierte y entonces la llamará a pedirle perdón.

Llamada telefónica No.3

Ahora te llamo, estoy trabajando. En realidad, tenía ganas de orinar y tenía que hacerlo ya. Se lavó las manos al salir del baño y le dio gracias a la compañera que la había relevado por dos minutos. Pensó en él y sonrió. Es muy necio. Siempre que la llama le dice que la quiere besar desde la boca hasta la cuca. Ella se sonroja y le pide que no sea tan así. Pero le gusta y sabe que cuando lo encuentre irán a la cama y la besará desde la boca hasta la cuca. La compañera no sabe de qué hablan, ni le importa. Lo único que quiere es que se acabe el día rápido y salir corriendo hacia la guardería de bienestar familiar a recoger su hijita de casi dos años. Entra un muchacho con el cutis cubierto de acné. Saca un billete de cinco mil y pide un cono de dos bolas, vainilla y pistacho. Justo cuando lo está sirviendo entra otro señor, regordete y con cara de atormentado. Inspecciona la oferta multicolor de helados y no parece capaz de decidir. Mira al muchacho que recibe un cono de vainilla y pistacho y le pide a la empleada que le de uno igual. Qué raro. Nunca había vendido dos conos de vainilla y pistacho seguidos. Suena el teléfono. Es él. Le pregunta qué sabor tiene para ofrecerle. Ella sonríe y se sonroja. La compañera piensa que  para el segundo cumpleaños de su hija estaría bien darle un ponqué con un helado. El de vainilla le gusta... ¿y el de pistacho le gustará?  La vendedora que habla por el teléfono le dice a su interlocutar, perdoname mi amor, tengo que atender a los clientes.

Diego García Moreno @
Bogotá, junio 15 de 2013

jueves, 6 de junio de 2013

CONFESIONES DE UN EMBALSAMADOR DE COLIBRÍES.


1. El tataranieto víctima.

¿Quién ha subido al santuario de Monserrate de rodillas para pedir perdón por haber matado a un colibrí?

De niño, yo maté muchos. Con rifles de copa y mucho cuidado. Les apuntaba al centro del pecho, que no vaya el proyectil a pegarle en el cuello o en los hombros porque se vuelven un desastre en el momento de embalsamarlos. Yo los mataba en nombre de la ciencia.  En el 3C, el Club Científico Colombiano, éramos hijos del naturalismo francés del siglo XIX y salíamos de excursión cada quince días a diversas zonas geográficas con el fin de reunir especies animales, vegetales y minerales para llevar a las colecciones del Museo de historia natural del colegio.

Desde hace un par de años, un colibrí  visita mi balcón. Creía que era por buena educación... Después comprendí que es un tataranieto de un colibrí que asesiné en La Estrella, Antioquia. En vez de buscar el néctar de la flor de cera que sembré en un matero, me observa con una calma despampanante. Aprovecha que estoy desarmado, me apunta con el pico y me  exige disculpas, reparación.  Sin modular cantos ni palabras me aconseja que repita el peregrinaje.

Afortunadamente las rodilleras que han diseñado para los jugadores de jockey  amortiguan el dolor y evitan que las raspaduras de la  piel se conviertan en llagas.


@Diego García Moreno
Bogotá, junio 6-2013

domingo, 2 de junio de 2013

UN METEORITO DE DOMINGO



Si en el silencio de la tarde de un domingo un enorme meteorito nos cayera
En ninguna estrella se lamentaría nuestra ausencia
Tal vez un ángel ebrio levantaría su copa
Brindaría por el enorme vacío abierto en su calendario
Y un dios torpe tendría que ponerse a fabricar otro juguete
menos ponzoñoso que ese raro engendro sepultado en el olvido

Diego García Moreno
Bogotá, junio 2 de 2012

sábado, 1 de junio de 2013

TINTE AZULOSO

Mi mamá y yo.



Mi mamá decidió que mis canas estaban muy amarillas. Entonces me tiñó con un tinte azuloso que ella utilizaba. Y como estábamos de prisa para ir a la premiére de mi película "Beatriz González ¿por qué llora si ya reí?" le tocó secarme el pelo. Al salir de la película me dijo: Está muy buena tu película, esa artista es impresionante, pero qué pereza vivir como esa señora todo el tiempo pensando en la muerte. Después mi mamá se murió, a mí me dio un infarto pero no me morí. Al año siguiente me la pasé de cementerio en cementerio mostrando la película.
He sido un cultivador de cartas... pero se extinguen los huertos, las postales, los destinos. Busco materos, balcones, ventanas, lienzos libres donde pueda sembrar mis dudas, mis palabras, las cascadas de imagen que a veces se me ocurren. Dale hombre, me han dicho algunas fieles amistades, invéntate un blog, escribe. Ya verás que es un buen andén para compartir tu risa, tu silencio, tus desdichas. Curioso, dócil, ingenuo, acepto jugar a lo impreciso.