viernes, 9 de marzo de 2018

SANTAS MARTAS


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En Medellín no existían las santas Martas. Todas las Martas tenían su historia sospechosa o, como decía mi abuelo José, su prontuario. Todas las casas de cita de Lovaina eran  propiedad de una Marta. En el barrio de tolerancia Marta Pintuco era la reina de las Martas, la doña, la gran señora, la gran puta. Y las otras, las Martas, meseras, enfermeras, empleadas del servicio, madres de familia, monjas, cajeras, secretarias de abogados, notarías o despachos parroquiales,  eran putas ya fuera porque sí, por herencia o simplemente por reputación. La cola de la cometa Marta arrastraba decenas de estrellitas que daban brillo y acción a la noche de aquel pueblito medieval que se travestiaba de día en moderna ciudadela  y atizaba los fuegos del infierno al caer el sol.
Mi madre tenía una prima que contradecía el destino de todas las Martas. Quizá por eso tuvo que irse a vivir a Bogotá.  Marta Arango no regentó burdel alguno en la capital, a duras penas administró un restaurante de almuerzo ejecutivo que solo abría al mediodía. Era una mujer alta, esbelta, bella, deseable pero  infinitamente sufrida. Todo su fino rostro estaba marcado por el signo de la tragedia cotidiana y bastaba mantener la mirada fija en sus ojos durante un par de segundos para presentir el tormento que acompañó su desvelo la noche anterior, y la anterior y todas las noches del lustro o la década precedente. Las Martas bogotanas se asociaban a un mar de lágrimas que no les aseguraba el título de santas, apenas, tal vez, de mártires. 
Amanecí en la hamaca pensando en las Martas marinas por simple asociación mental, sonora,  locativa. Estoy en Santa Marta después de varios días en el festival de cine de Cartagena donde también la palabra Marta caló en mis despropósitos y condimentó una buena dosis de recuerdos. Hace un par de décadas la ciudad amurallada representaba para mí una ciudad de Martas. El apartamento en Crespo de Bibiana, mi amiga pintora que amablemente me alojaba, era  el destino de las Martas en la tarde. Marta Yances, ángel y demonio tropical , llegaba casi a diario con un proyecto de película Caribe y, por supuesto,  con un varillo en la boca. Marta la pulga, escapándose de su destino de Marta medellinensis, coincidía a la hora del varillo y se asociaba a la nueva aventura de la Yances agregándole velas y redes a sus proyectos. Y nunca faltaba  Marta la pequeñita, no recuerdo su apellido, ¿Gómez? algo impreciso como su presencia; seguramente esta volaba con los mismos humos, pero sus aficiones plásticas no se inmiscuían con el mundo audiovisual de las otras Martas: Marta la pequeñita era escuetamente pintora. En esta semana no me topé en Cartagena con ninguna de las tres Martas en carne y hueso. Por carambola del destino, me alojé en la casa de Bibiana donde ahora vive su primo David Covo, mi colega de aventuras pedagógicas en el Caquetá.  En las noches, por el cuarto improvisado en el estudio de la pintora en exilio donde dormía, desfilaron los fantasmas de Marta Yances, muerta en mitad de la grabación de El Vampiro Vegetariano,  de Marta la Pulga quien ahora navega entre archivos de noticieros y retazos de telenovelas en una productora que es la Marta de las productoras comerciales.  Mientras Marta Yances producía películas en mis sueños, Marta la pulga proponía conservar lo producido, y Marta la pequeña, inhalaba el humo de un varillo mientras observaba por la ventana el edificio del Hotel Corales que apareció de la nada para tapar el mar que Bibiana pintó tantas veces.
Cada quien deambula entre el aroma y el significado de sus Martas. Mi abuelo con sus martonas de la noche paisa,  mi Cartagena con sus tres gracias ahumadas y la biblia ajena con su propia Marta, hacendosa y servicial.  Para el best-seller sagrado, Marta es simplemente la hermana de María Magdalena, la de Betania, y de Lázaro el resucitado; y como todo lo que ese libro cuenta ha sido objeto de representación mural o al óleo, los pintores la han puesto en escena con su manojo de  llaves, escoba en mano haciendo el oficio de la casa, o  sacudiendo el polvo o lavando trastos, haciéndole honor a su función de santísima anfitriona ya que hospedó a Jesús en dos o tres ocasiones. Con qué facilidad aquella Marta se ganó el título de santa y la treparon a los altares. Es extraño que yo nunca haya conocido a un o a una feligresa que tenga por patrona o deidad preferida a Santa Marta. ¿Será que aparte de trapear y tender la cama no logra realizar un milagrito?  
La Marta pintada me hace pensar en el arte contemporáneo colombiano que afincó sus críticas en la voz de otra Marta: la temida y respetada Marta Traba. Marta de las Martas de la Argentina errante,  y Traba de traba, de enredos o viaje alucinado; estrambótica mezcla de palabras  que pareciera simplificar la retahila de párrafos retorcidos que últimamente acompaña por obligación la creación plástica y que ella dejó ordenadita para que se la fueran colocando a cada artista de mediados del siglo veinte en adelante, uno por uno, a medida que en cualquier exposición cuelguen sus cuadros o amontonen sus esculturas.  Marta la que juzgaba, la que dictaminaba si la razón de ser estética de una obra reunía las condiciones necesarias para ser valorada como tal, a diferencia de las Martas que exploraban las posibilidades expresivas de sus cuerpos y lo ejercitaban y lo exponían  hasta borrar gestualmente las referencias literarias. Las Martas del escenario del siglo precedente.  Las Martas del cuerpo del siglo veinte, el que me tocó vivir y que aun, casi a diario patalea o hace mímica en el presente, se retuerce y contorsiona finamente en las tarimas de madera de las grandes capitales con las propuestas de la pittsbourg-neoyorkina Marta Graham, y en mis recuerdos parisinos sus imágenes de tensión sublime buscan reposo en Marta Moore quien se me aparece como un ángel que expande con calma las propuestas de su icónica compatriota. 
De Medellín vuelven  a mi hamaca los ecos y las Martas domesticadas en Marticas. Los diminutivos le imponen un halo  de ternura a  sus caras formidables  y me relajan. Martica Hincapié, buena amiga, ex-abogada pero siempre litigante, documentalista y bailarina, inteligente, picara y risueña en casi todos mis recuerdos;  Martica Ramírez,  dibujante y criticona, peluda, contundente, cantaletosa y genial en casi todos mis recuerdos… en casi todos.
Mi hamaca en Santa Marta quisiera continuar meciéndose con la materia dispersa de aquel nombre y  extraerle un sentido más eólico a sus sílabas. Encontrarle un gentilicio o tallarle un epitafio.  Aquí nacieron las Martas o aquí yacen todas ellas. Martas Santas, putas Martas, Martas las hacendosas,  las artistas, las inútiles, las bondadosas, las pirañas. El vaivén del viento zarandea mi columpio y en el vaivén de los días sobrevuelo el Mar de Marta, los mares de Santas Martas, la Marta del marsupial, de la martucha y la martilla, del martirio y las martejas. Mares de mareadas, de Martas, marimondas y santorales, de Martas y martejas y martillos.
Hoy es martes. Ha caído la tarde y en el firmamento oscuro refulge un planeta: marte.  La vocal A comienza a entregar su dominio territorial. La E invade sin sobreexponer su integridad, de manera sencilla lanza frases, juguetitos, triquiñuelas.
Vuela, vuela con Marta a marte todos los martes.


“Marta es también el nombre de un bello animal de la familia de los mustélidos que vive en los árboles. Es carnívoro, de cabeza pequeña, cuerpo delgado, cola larga y pelaje suave y espeso, es feroz y salvaje. Se alimenta de pájaros, huevos y ardillas. Su piel es sumamente apreciada por su suavidad. En esta mascota tienen las que lucen el nombre de Marta, la cara opuesta de la humilde y servicial Santa Marta, que bueno es disponer de ambos modelos.


Diego García Moreno-
Santa Marta, Colombia, marzo de 2018.




He sido un cultivador de cartas... pero se extinguen los huertos, las postales, los destinos. Busco materos, balcones, ventanas, lienzos libres donde pueda sembrar mis dudas, mis palabras, las cascadas de imagen que a veces se me ocurren. Dale hombre, me han dicho algunas fieles amistades, invéntate un blog, escribe. Ya verás que es un buen andén para compartir tu risa, tu silencio, tus desdichas. Curioso, dócil, ingenuo, acepto jugar a lo impreciso.