miércoles, 22 de julio de 2020

DIARIO DE CUARENTENA - PANDEMIA TROPICAL 14

ENTREGA 14.

XLI
PASO DOBLE
Domingo 12, una y media de la tarde.
Bombo, saxofón y redoblante. Un pasodoble entra por la puerta del balcón. Un, dos, un, dos, un dos. No hay algarabía en la plaza de toros. Me asomo. No hay nadie. Graderías desoladas. La arena endurecida, húmeda, motes de hierba dispersos empiezan a crecer en el redondel.  Desde el piso 18, en una tarde gris, el monumento arquitectónico inútil, mi jardín japonés, pareciera insinuar una sonrisa nostálgica. Más allá del anillo exterior de palmas fénix y jazmines y urapanes sobrevivientes a sus propias pestes está el foco de la melodiosa infección sonora.  Los árboles no proyectan sombra.  Las líneas amarillas pintadas en el suelo para delimitar las zonas de parqueo parecen una tarjeta de computador vacía, puesta con el propósito de dar la apariencia de color. La minúscula figura de tres hombres parados frente a un edificio de ladrillo, el único residencial en la cuadra occidental de una plazoleta que con el tiempo se ha vuelto zona de estacionamiento pago, intentan darle emoción andaluza a la desolación.  
Los músicos le ponen entusiasmo a su interpretación esperando que se abra una ventana y un habitante generoso, o conmovido,  les lance un billete. De lejos apercibo que el gordo del bombo y el jovencito flaco del redoblante tienen tapabocas. A cualquier distancia es posible reconocer la máscara del carnaval pandémico. El saxofonista tiene una banda blanca sobre su nariz,  debe ser el tapabocas mal acomodado, asume el riesgo mientras sopla su instrumento. 
Tengo nostalgia de cercanía. Tengo necesidad de mi oficio. Quisiera salir a filmar, acercarme, aproximarme con mi cámara y enfocar en primer plano, de perfil, la vieja boquilla sostenida por unos labios que sirven de conducto al aire entre el pulmón y el instrumento de metal. Labios empaque que impiden que haya una fuga por la que el aire escape y vuelva al aire. Me gustaría cambiar de ángulo, ver de frente el tapabocas arrugado moverse lentamente entre los ojos y la boquilla cuando el músico inhala el aire para darle vida a su próxima frase musical. No te acerques mucho que puede caer un chorro de babas del saxo y salpicar tu zapato.  Me gustaría ver los ojos del flaco buscando de ventana en ventana la silueta que asegurará el almuerzo y panear bruscamente hacia el bombo para captar el golpe del mazo sobre el cuero. Quiero sentir el metrónomo estridente del bombo dirigiendo el ritmo de mis tomas. Quisiera ver la reacción del trío cuando a sus ojos vaya entrando la desesperanza. No conviertas el acelerado golpeteo de las baquetas en el redoble del temor del nuevo circo.
Supongo que ellos suponen que quienes habitamos en torno a la plaza de toros somos aficionados a la fiesta brava y que correrán con mejor suerte que los mariachis y los vallenatos que cargan sus instrumentos por toda  la ciudad lanzando sus canciones ante públicos imprecisos.  Estoy seguro que ellos no saben  que en este barrio somos más los aficionados a la fiesta contenta, a la fiesta simple, a la fiesta fiesta, que los fanáticos de las corridas. Basta con pasar a finales de enero para ver los balcones vacíos o escuchar los insultos de los jóvenes antitaurinos. Asesinos, asesinos. El instinto elemental de mercadeo los trajo a tocar frente a unos edificios que son residenciales en apariencia.  Cayeron en la trampa. Se engañaron, uno es un motel de citas clandestinas en desuso y en el otro  todos los apartamentos son oficinas desoladas.  Sedes de asociaciones que enviaron sus secretarias a continuar con el oficio por tele-trabajo. Serenata inútil de domingo. Termina el pasodoble. Nadie se asoma. Nadie se asomará. Cambio súbito de ritmo. Un porro.  Un porro trunco porque de repente se desinfla.
¡Vámonos! No hay caso, debe estar exigiendo el gordo del bombo. ¿Qué camino tomar? Es la misma pregunta que se hacen los mariachis de cementerio. Aumentan los muertos pero escasean los dolientes en las exequias. Ahora nadie contrata réquiem con tequila. Se limitan los cortejos fúnebres. Pero las leyes del mercado obligan a los músicos en la pandemia a intentar  diversificar sus públicos. Se acabaron los joropos y los raperos en el transmilenio. Rapear detrás de un tapabocas saca ampollas en el labio. Cuando más hay por contar, por preguntarse, cuando hay más tiempo para hacer canciones largas, cuestionamientos o lamentos interminables, menos espacios reales hay para exponerlos. Recoger la monedita virtual es fácil para músicos de clase media para arriba. Se necesita pay-pal, tarjeta de crédito, transferencia bancaria. El músico pobre usa la cachucha y el sombrero. Caminan sin decirme adiós. Los pasos de los músicos perdiéndose en la ciudad son regulares, lentos. El fantasma del pasodoble se recubre con un abrigo de Pasolento.  El ritmo de la cuarentena.
Domingo 12, a partir de la una y cuarenta y cinco de la tarde.
XLII

PANORÁMICA A PASO LENTO

Deseo regresar a mi balcón piloteando un dron. Asciendo en vertical hasta una altura de quinientos pies sobre el centro de la plaza de toros, y en vez de girar en torno a las graderías, sin esperar un batir de pañuelos blancos  solicitando una oreja y el grito de torero, torero,  me urge echar un vistazo más allá del desolado Hotel Tequendama y el Centro internacional,  de estos pequeños rascacielos  levantados en medio siglo sobre los terrenos del antiguo manicomio y que son los responsables de que se le otorgara el título de metrópolis al viejo y mojigato caserío colonial. Quiero mirar el amplio territorio de nuestra cuarentena al ritmo del paso lento de mi vuelo espía; el mapa que desvela  a la alcaldesa, el que aloja los millones de posibles portadores de un virus que nos cambió el guión de la normalidad sin previo aviso;  el hábitat de una población que hoy ya ocupa el noventa por ciento de las unidades de cuidados intensivo de los hospitales.
De espalda a los cerros, en su piedemonte, inicio un giro de trescientos sesenta grados sobre un punto fijo en el sentido contrario a las manecillas del reloj. Enfocando el occidente, manteniendo la altura y a velocidad constante, lanzo una panorámica de derecha a izquierda.  Acaricio el arrume de urbanizaciones esparcidas como un reguero de cubitos de cemento, vidrio y adobes sobre lo que fue sabana fértil,  humedales que durante millones de años acogieron la escala obligada de las bandadas de aves que sobrevolaban el continente cumpliendo el ritual que los ciclos del clima y las fuerzas magnéticas tatuaron en su genes; meandros de un río frío y cristalino de apariencia silenciosa que preparaba su caída estrepitosa al trópico caliente donde lo esperaba el gran río madre para llevarlo hasta el  mar que todo purificaba.  Imágenes perdidas, añoranzas del pasado. Intento descubrir en el infinito el perfil de los volcanes de la cordillera central, pero sería un espejismo,  hoy no se verán. El horizonte se disuelve en un brillo de plomo. Tengo la sensación de que un acordeón vallenato, una raspa y un tambor lanzan un lamento desde las profundidades de Fontibón.
Empujado por un avión solitario que se entromete en mi camino, voy dejando atrás el río cloaca.  ¿Será un vuelo humanitario en el que regresan a sus lejanos países los últimos turistas  que quedaron atrapados en locombia al declararse la cuarentena? ¿ Es tal vez  un avión cargado con las  pipetas de oxígeno, los ventiladores y las cajas de cartón llenas de guantes y batas quirúrgicas que esperan en los hospitales de Puerto Asís, Mitú, Ipiales o Buenaventura?  ¿O se trata ,quizás,  de un cargamento de flores para adornar las tumbas de los cementerios de norte América?  No lo sé.  En todo caso, no creo que sea un avión de la policía cargado de funcionarios del gobierno que viajan  en misión oficial  a poner orden a la desbordada corrupción  en  San Andrés y Providencia. Todavía se escuchan las protestas contra el fiscal y el contralor quienes,  para no sentirse muy solos en su tarea, sacaron del tedioso confinamiento a sus esposas, e hijos  con algún amiguito,  y los llevaron en la nave oficial a  a pasar un puente sin tapabocas en el mar.  Sea lo que sea, la nave es un adorno fugaz en mi trayectoria, una gota de aceite que engrasa la continuidad del movimiento.
Antes de desaparecer en ese cielo sin gracia del domingo, me acompaña en el sobrevuelo de las extensas localidades del sur. Ciudad Kennedy,  la ciudad obrera, superpoblada, el inmenso ramillete de barrios planos y sin arborización que heredamos de la Alianza para el progreso, el aliciente que nos dio el coloso del norte para alinearnos de su lado durante la guerra fría.   Antiguamente se llamaba Techo y allí quedaba el aeropuerto.  Cuando en el 63 asesinaron al coqueto presidente americano, quien un par de años antes había puesto la primera piedra, sus habitantes decidieron cambiarle el nombre y honrar su memoria. Quedaron para siempre asociados a la Casa Blanca. Esperemos que no haya sido esa su maldición. Que no haya sido por culpa de Trump -quien minimiza este brote de gripa llamado covid 19- que en sus interminables manzanas de color tierra cocida se haya asentado desde un principio el contagio y se hayan vuelto la pesadilla de la secretaría de salud, el foco de la infección.  Aquella primera piedra, que en realidad fue un ladrillo, se multiplicó a la velocidad de un virus. Era una piedra contagiosa que, al parecer, no le gustaba el verde pues a los pocos años había tapizado cualquier plantación o potrero que hubiera a la redonda y se volvió El Tintal, Timiza, Abastos, Castilla, Calandaima, gran Britalia,  Patio Bonito, Las Margaritas, Bavaria… se esparció a la redonda, en línea recta, dando brincos hacia el oeste, el sur, el occidente, el norte, comiendo terrenos como una invasión de langostas locas, de esas que ahora disfrutan del calentamiento global en África o el sur del continente, hasta llegar a la cifra descomunal de  1922 barrios disimulados en 20 localidades, cubriendo cualquier vestigio de lo que un día fuera el gran territorio de los chibchas.  Pero la visión de mi lente no es capaz de abarcar tanto. El fuera de cuadro, cómo dicen los cineastas, está implicito en ese rectángulo que vemos.   
En su giro panorámico del occidente hacia el sur,  a paso lento  avisto a lo lejos los asentamientos populares agarrados a las colinas peladas de Cazucá, ciudad Bolívar y Usme, acrobáticas autoconstrucciones con cimientos de hambre y  muros de ladrillo que arañan los mantos de estratos que cobijan el páramo del  Sumapaz.   Desplazados de todas las regiones,  edades y colores, expertos en lidiar con el hambre y los recuerdos de la violencia, tratan de convencer al dueño de la tienda para que les fíe un cigarrillo o un pocillo de aceite,  y esperan, algunos,  que no sea inútil la espera de la ayuda gubernamental que pagará la libra de lentejas, la cajita de atún, la bolsa de espaguetis  y el arroz para poder prolongar su condición de sobrevivientes.
Dicen que ahí termina Bogotá, pero no es cierto. Sigue llegando gente. Nuevas invasiones a las tierras de más allá se han registrado durante la cuarentena. En estos días leía:
 “La Secretaría de Ambiente señaló en las últimas horas que, debido a la tala y quema de árboles en el polígono la Esmeralda, en el parque ecológico de montaña Entrenubes, se han visto afectadas cerca de 18 hectáreas del patrimonio ambiental de los bogotanos, es decir, una extensión semejante a 25 veces el estadio El Campín de Bogotá. Este martes, se conoció que cerca de 80 personas, que el pasado domingo habían intentado ocupar predios de esta zona de la localidad de Usme, quemaron y talaron árboles con el objetivo de preparar el terreno para edificar viviendas de manera ilegal…”  
A distancia, tengo la sensación de que cada centímetro de barrio construido en el  inmenso sur que inspecciona mi cámara hubiera sido parido con el mismo método. Podría suspender el ritmo del paneo  y quedarme allí maldiciendo a  los “tierreros” que han organizado las invasiones: los traficantes de tierra que prometen entregarle papeles a todas esas familias desvalidas que intentan levantar un cambuche en un terreno ajeno o de nadie; a esas bandas que utilizan métodos de chantaje para que a perpetuidad continúen pagándoles servicios y vacunas, primero por el pedazo de tierra, luego por el derecho a permanecer en el nuevo barrio, pero es inútil. Mi única posibilidad es dejar constancia de mi indignación ante esos urbanizadores piratas de quienes se asegura hacen parte de mafias o de grupos armados que intentan afianzar sus territorios para sus fines electorales y políticos.  El control del territorio.  Guerrillas, paramilitares y las maquinarias políticas de siempre manipulan la miseria humana  a su antojo. Pero es inútil,  no puedo detenerme.
Mi cámara espía, dispuesta sobre el dron imaginario,  sigue girando hacia el oriente, hacia el caprichoso San Cristóbal con su desorden de barrios húmedos y también pobres, camuflados entre colinas que se tropiezan con la muralla verde de los cerros,  la afortunada muralla de oxígeno que pareciera recordarnos dónde estamos y de dónde venimos a los habitantes de este monstruo urbano improvisado en un hermoso altiplano de los Andes. Recorriendo sus cimas verdes de pinos, acacias y eucaliptos llego hasta la enorme estatua blanca de la Virgen de Guadalupe que entre imponente y medio zombie abre los brazos, estira o apunta sus dedos tenebrosos y largos, sin que uno logre descifrar qué están diciendo.  Podría ser “vengan a mi regazo mis queridos pecadores”; o quizás están descargando amenazas o rayos de desprecio hacia la plaza de Bolívar y a todos los edificios alrededor,  al corazón de un país desde donde se cocina la ilusión de la democracia. Esa imagen vigía, celadora silenciosa y estática,  ha visto los amaneceres vacíos, congelados de la Candelaria  y todas las revueltas y tropeles que acostumbran darle vida al inestable centro de la ciudad. Vio como fue presa de las llamas a mitad del viejo siglo, fue testigo de gente llegando furiosa o llorando acompañando desfiles mortuorios de caudillos o simples compatriotas anónimos;  la vio eufórica, casi esquizofrénica saludando festivales de teatro, desfiles de verano o  marchas del primero de mayo,  vio peloteras, escaramuzas, conciertos   y hasta disparatados cañonazos .
Y me deslizo  palmo a palmo sobre el fantasma de la cuerda floja que un día caminó un acróbata extranjero entre Guadalupe y Monserrate. Sobre el cañón por el que entra el oxígeno a los pulmones gascarbonizados de la ciudad. Pasamos por el símbolo de la fé, su mejor mirador, el termómetro de la vitalidad de los cerros. No se ven peregrinos arrodillados ni atletas matinales subiendo a su cima. Está vacío, el funicular detenido, el teleférico apagado. Un cristo negro en vacaciones recarga su energía milagrosa para después de la pandemia.
Estoy mirando a mis espaldas. Imaginando lo que hay detrás de mi edificio.  La Macarena  repleta de restaurantes vacíos y  la añoranza de un mundo global que ya casi nadie añora. Que unos callos madrileños, o un bifé argentino, un italiano en su salsa, algún ceviche peruano o un tailandés muy picante, un pub irlandés con enormes orinales o un salón de yoga enflaquecido. El barrio parece moribundo y no pareciera resucitar con el olor a especies que el viento trae de  La Perseverancia. Artistas y operarios permanecen escondidos, mantienen la esperanza, como todos, que todo esta incertidumbre termine.
Siento fatiga, ¿será que sigo volando rumbo al norte? Hacia allá están Chapinero y Rosales y Usaquén y Suba. No creo que alcance la batería. No es el día para atisbar al Chicó ni a  Engativá ni el Siete de Agosto. Esos barrios irán en silencio. Me quedo mudo para ver si escucho los cantos  dispersos de vallenatos y carrangas, de joropos y gaiteros, de mariachis y hasta por qué no, de un violín apasionado, que busca entre los barrios pudientes que los balcones se abran, que aparezcan en las ventanas algunas miradas sonrientes y una mano generosa que regale una propina.
Me detengo. No hay dron, no hay cámara, el pasodoble se ha ido. La puerta de mi balcón está abierta. El barrio estará cerrado por orden de la alcaldesa durante catorce días. Catorce días más no son nada. Ya llevamos ciento veinte. Tendremos el tiempo suficiente para seguir haciendo malabarismos con las cifras.  Tengo una nueva: cada tapabocas tiene una vida útil de máximo ocho horas y tarda cerca de 450 años en descomponerse.

Cuando creía que la escritura de un diario era una acción automática, me encontré con una enorme dificultad para armar frases: hasta mi cuarto llegó la falta de inspiración. No sé si es por culpa de la fatiga acumulada durante el encerramiento,  o porque al sentir que lo que me acontece cotidianamente  va perdiendo importancia, que mi cotidianidad se vuelve insulsa, me siento tentado a buscar temas importantes que justifiquen la existencia del diario. Siento que con el paso del tiempo se va creando una dependencia del lector, que aparece el temor de decepcionar a quienes uno suponen se han vuelto seguidores de las entregas. ¿Cómo saberlo?  En todo caso,  escribir la panorámica que acabas de leer me tomó casi algo más de una semana. Entre el 12 y el 20 de julio. 
….tal vez continuará…

3 comentarios:

  1. Siento circunferencias, cuadrados, rombos, trapecios, esquizoides, paralelepípedos, paranoidéos, manicoidáles y unos pulmones sin covid soplando "boquillas" panorámicas, Abrazo.

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  2. HolaDiego. Gracias por el link y la info. El Blog me parece una estupenda idea para expulsar entuertos y demonios que nos deja no sólo la pandemia sino la sociedad, desgarrada, corrompida, atortolada y descontrolada. Así vamos todos al son que nos tocan.. y bailamos o bailamos.. por ahora no queda otra alternativa. Por eso, escaparse un rato así sea con el Dron de la imaginación (sabe que me recordó a Carl Sagan y su nave interplanetaria) es una buena tarea. Yo creo que hay tema para rato, lo que pasa es que el escenario es diferente del que estamos acostumbrados con el de la producción cinematográfica, pero al fin y al cabo la historia debe continuar. Agradezco su esfuerzo por aportar a contrarrestar esta pandemia y el encierro obligatorio con colorido callejero -y hasta propio u mucho ensueño. Reciba un saludo afectuoso desde la tierrita con olor a guayaba. Y un abrazo a Sally y su familia. Ricardo
    Pd. Ya me afilié al listado de seguidores!!! :) 

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He sido un cultivador de cartas... pero se extinguen los huertos, las postales, los destinos. Busco materos, balcones, ventanas, lienzos libres donde pueda sembrar mis dudas, mis palabras, las cascadas de imagen que a veces se me ocurren. Dale hombre, me han dicho algunas fieles amistades, invéntate un blog, escribe. Ya verás que es un buen andén para compartir tu risa, tu silencio, tus desdichas. Curioso, dócil, ingenuo, acepto jugar a lo impreciso.