martes, 12 de noviembre de 2024

MI HIMNO NACIONAL


El pasto es verde

los guayos del color de sus antojos

las piernas son cerebro fusil genio y consigna

el pecho ostenta el hierro seductor de un empresario
y en el uniforme escampan los caprichos nacionales


Pantalonetas medias y camisas 

proclaman las banderas las restituyen y estilizan 

los corazones se alinean al ritmo de las tensiones

mientras un barullo estrepitoso se fermenta en las tribunas


Pieles cortezas 

pieles negras pieles morenas lustrosas 

pieles rosas pieles pálidas pieles hiel pieles cerveza 

pieles tatuadas pieles impresas como relatos de amor

una carta de grises prodiga en emociones


Perfiles agudos perfiles chatos

narices rasgadas penínsulas caprichosas 

atisbos miradas inquietas ojeadas 

continentes a la deriva micro-mundos condensados 


Suena la orquesta siempre una trompeta

un bombo un grito de guerra una nostalgia

una marcha sin vergüenza un escampadero

para apátridas errantes o combatientes perpetuos


Las mandíbulas se abren o se cierran

sin tener que masticar tantos esfuerzos

acatan órdenes enviadas por el viento caprichoso

del sonsonete que brota desde el vientre de la infancia


Amasado entre los dientes y la lengua 

sus párrafos inundan las gargantas

celebran remotas gestas triunfadoras

amenaza con promesas de futuros venturosos


Se derrama desafinado entre los labios ruidosos

del coro de futbolistas de mi patria y de otras tantas

atonales arrítmicos cacofónicos

libres pensadores del ritmo y la armonía


interpretado con  la potencia de sus muslos

la voluntad del triunfo el temor de la derrota

y la rabia del rencor a su vecino

su chata melodía desconcierta a los coros celestiales


Desde el sofá miro en la tele el concierto de mi equipo 

si en las ventanas los materos tiemblan con su canto

espero que su juego derrote sin compasión a mi vecino

con el fútbol melodioso estimulado por mi himno nacional.


                                                Al coro de la Selección Colombia 

                                                Diego García Moreno- Bogotá, nov  2024

    

viernes, 8 de noviembre de 2024

EL PACIENTE DE LA 411

 Ayer visité al paciente de la 411. 

Ese apropiado título, paciente, se ilustró al ver sus brazos conectados a no sé cuántas mangueritas transparentes. Por gravedad, entre sus conductos descendían las gotas de suero que debían proveerle las calorías necesarias para compensar la ausencia de soberbios chicharrones y otras viandas vernáculas o exóticas de su concienzuda y saboreada dieta cotidiana, al adulto mayor que,  en pijama azul clara de algodón, reclinado en el catre multifuncional,  esperaba la orden de salida de la clínica Marly.


No me saludó con un hola escrito en el tablero blanco que reposaba sobre sus piernas ocultas bajo las cobijas de lana, como la primera vez que lo visité. La modulación explícita e inmediata de mi nombre en sus labios, y el gesto corto pero contundente de alegría en sus ojos al verme irrumpir en el cuarto me aconsejaron no preguntarle güebonadas. Nada de ¿Cómo estás? o vas ni cómo te sientes… ¡Qué bueno que hayas venido! escuché que me decía con su lenguaje mudo impreso en su sonrisa. Era evidente que ha enflaquecido. Sus pómulos están más marcados, su frente se ve más amplia, las cavidades donde reposan sus ojos, vivaces y activos, son más profundas; en los bordes de sus labios se había depositado una especie de línea de duda blanca, consecuencia de la sequía provocada por la falta de uso de la boca como puerta de acceso del alimento desde el día en que le hicieron la traqueostomía. Pero la actividad del aparato verbal se ha multiplicado con respecto a aquella primera vez. Se siente más brioso.  Con el apoyo de una mirada fija, obligante, me fue graneando monosílabos concretos que exigían una respuesta concreta. 


-¿Sally?

- Está abajo, en urgencias-, le respondí. Le harán una radiografía del pie tras una luxación que la trajo en silla de ruedas de USA. 


Un ¡No! salió de sus ojos. Como si la tronchada del pie de su amiga fuera más grave que su propia situación. Pero lo interrumpí porque tenía que saludar a Corina, la mamá de sus hijos. Sentada en la silla junto al muro de  la ventana con vista al norte inspeccionaba con sutil picardía la nueva estrategia de comunicación establecida entre dos viejos amigos, vecinos, compinches de amistades, arte, rumba y tantas otras prácticas mundanas que ofrece la carta del restaurante de la vida. 


-¡Tanto tiempo, querida! 


Me acerqué, le di un beso en la mejilla y encadenamos con una conversación a tres voces, relajada, paciente, informativa, sin censura a los oídos de una enfermerita que ocupaba la esquina del sofá donde yo me había sentado, justo enfrente del pie de cama, bajo la television dormida que seguramente en las noches les sirve de compañía al paciente y, por supuesto, a ella. La pequeña jovencita morena, vestida de blanco, tímida, con apenas dos días al servicio del paciente de la 411 siguió con atención el aporte de la visitante al prontuario de afecciones a la salud del grupo, su fractura de rótula y su penosa recuperación, pero también el reporte laboral de cada uno de los visitantes, los nuevos propósitos del ex-dueño de D-1, Tostao y Justo y Bueno en el mercado americano, los insertos obligados sobre la situación del señor Quiroga en la clínica, sus ansias de regresar a casa, las trabas burocráticas  que deben tenerse en cuenta para permitirle la salida y no desesperarse, las opiniones contundentes respecto a la incertidumbre planetaria tras la elección de un psicópata a la presidencia de Estados Unidos, los anhelos fervientes de que podamos ver juntos en el apartamento de Alberto los partidos de la selección Colombia en la fecha Fifa de noviembre, clasificatorios para la copa mundo, y un salpicón de temitas dispersos, amenos, intrascendentes, que modificaban el significado de la palabra paciente por un ejercicio de amistad que conduce a descomponer el término y proponerle al sentenciado y sobre todo a las amistades inquietas en el chat de whatsapp, que da cuenta diariamente del estado de su salud, a asumir una actitud serena e incorporar un gesto lúdico, a jugar con la  sonoridad y el sentido de la palabrita paciente:  a descomponerla  y recuperar la savia de sus raíces para poder decir paz, paz, paz.. siente. 


Salí en paz y sonriente de la habitación 411. En el ascensor pensé que me gustaría contarle a nuestras amistades cómo encontré a Alberto y  me pregunte ¿cómo le habrá ido a Sally con su radiografía? Definitivamente hay que estar en modo Paz-siente.


Diego Garcia Moreno

Bogotá, noviembre 8 de 2024 

sábado, 5 de octubre de 2024

CARTE BLANCHE - Un homenaje al fantástico cine de lo real

PALABRAS PARA EL HOMENAJE EN EL 23 FESTIVAL DE CINE FRANCES - 

CINEMATECA DE BOGOTÁ 03 10 2024

I. Acerca de NOSTALGIA DE LA LUZ


Qué difícil  responder a la pregunta que me hizo Arnaud, el agregado audiovisual de la Embajada de Francia, cuando generosamente  me invitó a participar en el festival de cine francés con una sesión “Carte Blanche”. 


¿Cuál película francesa presentarías?


El catálogo de producciones francesas clásicas que descubrí en la sala Action Ecoles donde trabajé como proyeccionista durante mis estudios de cine en la Escuela Louis Lumiére, entre 1978 y 1981, pedía a gritos que  hiciese una selección:

¿Les enfants de paradis?, ¿Le quais de brumes?, ¿L´Atalante?, ¿Les 400 coups?, ¿A bout de souffle?


Pero al tiempo, la reflexión decantada durante décadas de práctica del oficio en Colombia me aconsejaba que lo más sensato era, fiel a mi decisión de vida,  presentar una pieza de cine de lo real, un documental.  Ese otro cine que desconocía  antes de vivir durante más de una década en París.


Aparecieron los nombres de los maestros: Chris Marker, Jean Rouch, Chantal Ackerman y hasta José María Berzosa…  exploré entre mis contemporáneos: Philibert, Costantini,  Ritty Pan, incluso entre compinches como Catalina Villar. Pero entre toda esa constelación de autores y películas, brillaba con luz propia en el cosmos: Nostalgia de la luz.  Su autor, Patricio Guzmán, de origen chileno, radicado hace décadas en Francia, silencioso, fiel a su gestual ceremoniosa, esperaba mi decisión.  


Entonces decidí: Qué bueno hacerle un homenaje al cine de la Francia diversa y solidaria, la que acoge, que da asilo, que colabora en el oficio de crear.  La Francia que impulsa a los realizadores huérfanos de país a que retornen a su lugar  de origen, a sus obsesiones y problemáticas, y le cuenten al mundo su particularidad.


En Nostalgia de la Luz, la poética y la política se suman y confunden. La ciencia y el sentimiento dialogan. Los tiempos relativos cantan en dúo. En esta película se desnuda la metáfora. Al verla no pienso solo en Chile. Pienso en Colombia y pienso en el mundo entero, en la humanidad. Pienso en la tierra, el espacio donde creemos que todo ocurre. 


Esta película nos recuerda lo esencial: Somos una partícula de polvo estelar. Y en esa  partícula está su ADN, en su composición está el mismo calcio de nuestros huesos, en ella se asientan los secretos de los cataclismos del universo, la sabiduría cósmica que recibimos como herencia. 




Y al tiempo, en medio de ese espacio de dramaturgia estelar, de memorias del pasado grabadas en la luz viajante durante millones de años, la extraña lógica del drama humano. La búsqueda en el desierto de la luz de nuestros seres queridos desaparecidos recientemente por las fuerzas del mal. La dictadura, la maquinaria al servicio de la ambición desaforada del poder y la violencia que ejercen algunos para mantener sus privilegios.

 

¿Cómo no pensar en las madres de mayo o en las madres de Soacha o en las madres de la Candelaria?


¿Como no pensar en la labor de la comisión de la verdad o de la JEP?


Qué bueno sería que los telescopios miraran debajo de la tierra y ayudaran a encontrar la luz de los cuerpos desaparecidos, dice una de las mujeres buscadoras en la película.


Hemos perdido la costumbre de mirar las estrellas y a veces parecemos ciegos confrontados a lo que ocurre ante nuestros ojos. Por fortuna existen oficios y ojos inquietos que utilizan cámaras, extensiones de los telescopios, para buscar señales de vida en la tierra. Cámaras que encuentran, cámaras que alertan, cámaras que denuncian, cámaras que se atreven a explorar los  brillos y los cataclismos que acontecen en nuestro infinito microcosmos. 


Celebremos juntos hoy el fantástico cine de lo real, un oficio que nos permite  hacer visible lo no visto y da un continuo presente a la nostalgia de la luz. 






II.  De Balada entre MEDELLIN Y PARIS.


Pero antes de pasar a las películas, permítanme leerles un texto que he escrito estimulado por la ocasión: 


Lo que creía borrado por el desuso o la fatiga natural de las células, reapareció con nuevos bríos al enterarme del reconocimiento que la Embajada de Francia en Colombia, por intermedio del festival de cine Francés, decidió otorgarme. Se alborotaron mis recuerdos. Imágenes del aquí y el allá, con la simpleza de un fondu enchainé, se disolvieron para componer trozos de un relato que, en vez de ilustrar el pasado, aclaran las pulsaciones del presente. 


Me vi en la cabina de un viejo avión C-45, manos en la cabrilla, ojos saltando entre los instrumentos, navegando entre nubes agitadas que descargaban diluvios y relámpagos sobre la muralla andina que separa el Choco del resto del universo. Sin preámbulos, el recinto se transformó en la cabina de proyección de una pequeña sala de cine parisina de arte y ensayo en la Rue des Écoles donde mis manos ensartaban en el proyector la película en 35 mm  que mostraba un avión, también c-45, en la noche del  aeropuerto de Casablanca de Michel Curtís, o mantenía vivos los  truenos de la estampida de los caballos que tiraban el coche mortuorio de La Máscara del demonio de Mario Bava, o convertía en tensión la pesada niebla en el Quai des brumes de Marcel Carné. 


En Francia descubrí muy pronto que el cine podía convivir en el día a día, que las películas no estaban condenadas a hibernar, o morir, en armarios; que viven al ser proyectadas para todas las generaciones, sin escatimar en su fecha de creación y, lo más importante, que es posible vivir en y del cine. Estudiarlo, pensarlo, trabajarlo, fabricarlo, y compartirlo. 


A París llegué desde un Medellín donde no habían escuelas de cine y los cineastas se contaban en los dedos de una mano. En esa ciudad blanca y conservadora que ostentaba el título de ciudad industrial de Colombia, en los años 70 solo contábamos con una pequeña sala de tipo cinemateca,  el Subterráneo de Pacholo, un cineclub y un un cura, L. A Alvarez,  que publicaba críticas en el único periódico existente, en su esfuerzo por seducir mentes juveniles para su profundo disfrute y, por qué no, para que osaran atreverse a concebirlo. Cuando llegué a Francia no sabía que estudiaría cine, pero las inquietudes sembradas en esos espacios invitaban a buscar posibilidades. Viajé siguiendo a mi novia, que obtuvo una beca para estudiar matemática. Sin embargo, en el fondo sabía que al saltar el charco huía de un status que me alejaba del artista oculto que esperaba la oportunidad para demostrar su existencia. 


Bastó con aterrizar  para reconocer que mi ingreso al oficio de aviador fue un accidente. Que mis tendencias hacia la la literatura y el dibujo, la poesía y el teatro, la música y hasta la ornitología, por las que mi madre decía,“Sirves para todo y no sirves para nada”, podrían encontrar un buen corral donde se convertirían en piezas para un mismo propósito. Y vaya sorpresa: En Francia habían muchas escuelas de cine. Ah, y también se acabó el noviazgo. 


Me presenté a l´École Louis Lumiére y fui aceptado. Fuimos, porque en ese proceso me acompañó Sergio mi hermano,  compinche de toda la vida. Y ahí nació el apodo con tendencia de péndulo que nos identificó entre amigos a fines de los 70 y mediados de los ochenta: Los hermanos Taviani, o los Lumiére, con tono de compinchería y una pizca de burla.  Con razón decía Godard que el cine siempre se hace entre dos.


Como siguiendo un misterioso designio pasé de las aulas y  hangares de la Escuela los Halcones de Medellín a los estudios de de la lumiere en la Rue Rollin. Allí empecé a volar con la magia del cine. Descubrí, al igual que el barrendero del estudio en Moi je balais, mi primer intento narrativo con el celuloide, el poder transformador de las luces cuando repentinamente lo iluminaban. Hice también allí mi primera confesión existencial.  No quiero morir en París. A través de una pareja argentina de titiriteros que hacía representaciones en el metro, asumí la angustia del exilio, que en la época creía ajena del ADN de Colombia.  En su teatrino improvisado con una sábana ponían en escena el trágico destino de un camaleón traído del África en un bolsillo de una turista. Tras ser depositado en una jaula de vidrio cerca al calentador central, al llegar el invierno moría de tristeza. 


Llegué a Francia una década después de mayo del 68. En las universidades aun se respiraba el olor a campo sembrado con semillas de rebeldía. La educación gratuita nos permitía complementar los cursos de la Lumiére con cursos teóricos en Vincennes y la Sorbonne Nouvelle y,  con la cooperación internacional, asistir a talleres en la Sociedad Francesa de Produccion y en el Museo del Hombre. Hasta cola hicimos para entrar a los seminarios de Foucault en el College de France. 


Las sesiones de presentación de mis compañeros de clase semejaban un curso de escultura para darle forma al planeta. En mi léxico aparecieron palabras que nunca pronuncié en Medellín: Afganistán, Nueva Caledonia, Zimbabue, Djibouti… Y ahí empezó esa necesidad de balance, reconstrucción y valoración de mis raíces. Para hacer parte del paisaje universal necesitaba exhibir el color particular de mis vivencias, la textura inconfundible de mi historia, detallar el perfil del territorio donde fui concebido, las convulsiones y las dichas de eso que llamamos “mi mundo”.


En ese entonces la palabra Latinoamérica se asociaba con dictaduras. No era simplemente la suma de países productores de café, banano, cobre o carne de exportación. Colombia y Venezuela eran islas en medio de las convulsiones políticas de la región. Los latinos eran nuestros compañeros naturales de vida. Aparte de compartir estudios, vino, rumba y ganas de vivir, durante nuestros encuentros traían a cuento los relatos del desastre que los obligó a migrar.  A manera de  trueque, nosotros les enseñábamos a bailar salsa y a a soñar con las delicias del  trópico. Juntos, creamos la asociación Arca para difundir expresiones de  la cultura Latina. Organizábamos eventos, filmábamos documentales relacionadas con la diáspora, hacíamos programas de radio, organizábamos fiestas que llenaron carpas de circo y hasta el club Bataclán. Tratamos de llevar el ritmo, la dicha de vivir a un París que ya no era propiamente la fiesta de Hemingway, pero hacíamos todo lo posible para darle un nuevo brillo. Desafortunadamente, la visión paradisíaca de Colombia duró muy poco. 


Al terminar la escuela el mundo audiovisual entraba en una nueva etapa. Lo digital se abría paso. Los bancos de información buscaban ser descifrados. El Instituto Nacional Audiovisual INA, y el Centro Nacional de Estudios en Telecomunicaciones y Telemática CNETT, lanzaron el primer concurso para programas interactivos de ficción. El mundo estrenaba un juguete nuevo y yo decidí apropiármelo. Propuse comenzar con lo más simple y fui seleccionado. Se va el caimán. La melodía más sencilla pero sabrosa de mi acervo cultural tenía la clave: Viajar. pero ¿En qué? ¿cómo? ¿Hacia dónde? ¿Qué ocurre en el camino? Y así empezó  la relativización de las historias y la metodología para integrar mi mundo al relato planetario. El cine, en apariencia ajeno a esa tecnología, de posibilidades minimalistas en aquel entonces, era la columna vertebral del proyecto. Chaplin vino en mi ayuda. Se prestó como guía de un juego creativo para niños que exploraban la aventura y, con variaciones de imágenes y sonidos, que se almacenaban en forma de película de acuerdo a sus deseos. Con la experiencia adquirida vino otro Concurso y otro relato.  Más complejo, más dramático, insertado en la exploración del territorio parisino: Les treize voces du sous- sol. Las trece Vias (voces) del Subsuelo. Las trece líneas del metro con sus estaciones e intersecciones, la fantasmagoría subterránea. Las referencias al infra mundo en La divina comedia de Dante Alighieri, a la relatividad de Alicia en el país de las maravillas de Lewis Carroll y en Rayuela de Cortázar me dieron las pistas para moldear un nuevo subsuelo cotidiano en los recodos del metro, un espacio natural interactivo por excelencia. 


Sin embargo estaba pendiente el cine. Con el dinero del último premio compré unas latas de 16 mm y decidí retornar a dialogar con los paisajes y los dramas originarios. En Medellín todo había cambiado. Palabras nuevas como cartel, mafia y narcotráfico inundaban sus calles y la desesperanza se reflejaba en su río y en la montaña de basura nacida en el centro del Valle de aburra. Y fue así como  nació Balada del mar no visto. Al filmarla entendí que mi espacio de trabajo estaba en la calles, que el laboratorio era la sociedad de la que hacía parte, que el territorio era la esencia de lo que quería contar, explorar, que debía lanzarme a la caza de imágenes de un país desconocido apoyado por las herramientas  y enseñanzas que había almacenado en esa primera estancia de casi ocho años en Francia.    


Aprovechemos esta oportunidad para ver de nuevo  Balada del mar no visto, la primera película que filmé en Colombia,  en Medellín, mi ciudad natal,  en 1984, montada en las salas de edición del INA y postproducida con el apoyo del Ministerio de Relaciones Exteriores de Francia. Hoy veremos la versión digitalizada y restaurada en 2020 gracias a una beca del Ministerio de Cultura. En un principio creí que era una ficción, pasado el tiempo comprendí que era un documental, hoy pienso que es simplemente un cine donde desaparecen los límites para darle una lectura fantástica a la realidad. A la manera del sobreprecio, como le decíamos a los cortometrajes que antecedían la película en aquel entonces, Balada va como primera parte del programa de la “carte blanche”. Démosle vida en esta pantalla blanca.

domingo, 23 de junio de 2024

MI FUERZA AÉREA

Mientras algunos seducen con el poder de sus gestos y la precisión de sus palabras, otros tartamudean y sus manos sudan frío. El contraste entre quienes despliegan sus dotes histriónicas dejando embelesado al jurado y quienes en quince minutos sienten que su esfuerzo de meses -o hasta años- de trabajo se va al traste, que su propuesta de película  cae al profundo abismo de la frustración, ha sido la constante desde que Yves Jeanneau -QEPD- en el año 2000 propuso en su conferencia sobre producción de documentales durante la MIDBO realizar por primera vez en Colombia "un pitch" de proyectos cinematográficos.  

Ese día nadie imaginó lo que en los 25 años siguientes esa palabra significaría para los realizadores de películas en Colombia. Según contó el productor francés fundador del Sunny Side -uno de los mercados de documentales más importantes del mundo-, la palabra había sido acuñada en el festival de Amsterdam IDFA y se estaba convirtiendo en el mecanismo más generalizado y eficaz a nivel internacional para vender proyectos cinematográficos. Creo que la versión más acertada sobre su origen es la que expone el distribuidor español Paco Rodríguez, director de Media Training & Consulting en un artículo publicado en 2012 en Latam cinema.com: "...tiene su origen en la meca del cine de Hollywood. Los ejecutivos de los grandes estudios disponían cada vez de menos tiempo y querían que los guionistas fuesen muy breves en el momento de presentar sus ideas, guiones o historias. De ahí se tomo el simil con el deporte del baseball, muy extendido en EE.UU. Un jugador (pitcher) lanza una pelota (proyecto) que debe ser atraprada al vuelo por otro jugador (cliente) con un guante (Interés, curiosidad, aceptación)".

Recuerdo que dos días después de lanzada la iniciativa por Jeanneau, subí al escenario del auditorio del Museo Nacional dispuesto a conectar de hit y convencer al jurado, encabezado por él, de que Las castañuelas de Notre Dame era una película necesaria. Fue suficiente contar la historia Jairo Tobón, un muchacho bailarín nacido en Andes Antioquia que había llegado a ser el asistente de las ceremonias de la reputada catedral, proyectar su foto de joven galán cuando actuó en "El hijo de la choza" de don Enoc Roldán, y un plano en video de él bailando flamenco a los 65 años, de corbata, uniforme gris de trabajo y las limitaciones del peso, en la sacristía del sublime templo parisino,  para obtener el sí a una coproducción internacional que marcaría para siempre el destino de mi carrera. Tal vez fue porque aquel pitch no tenía previsto ningún compromiso que el tono de mi presentación fue sereno y pude transmitir al tiempo la picardía natural del proyecto y su profundidad humana. "Con esta película no vamos a volvernos ricos, pero sí hay que hacerla" me dijo Yves a la salida del recinto. Un par de meses después firmábamos con Pathé doc el contrato de co-producción. 

Pero ese jolgorio no ha sido la constante en mis intervenciones desde entonces. A pesar de no existir estadísticas al respecto, creo que tengo el cuestionable récord del documentalista que más pitchs ha presentado ante el FDC, pero no propiamente de quien más veces ha logrado su home-run.  En mis intervenciones he desplegado todo el abanico posible de interpretaciones. Soy un actor con altibajos. Me atacan desde el temblor generalizado hasta la amnesia repentina; desde la  lucidez académica, la iluminación divina, la elocuencia del caudillo y la inspiración poética, hasta la miseria conceptual, el gagueo de la inseguridad congénita y los nubarrones de la amnesia repentina. En el mejor de los casos sentí que el jurado estaba compuesto por estructurados colegas, atentos y respetuosos, que facilitaban el flujo del lenguaje. Sin embargo, en otras oportunidades, sentí tener enfrente jueces ortodoxos carentes de imaginación que inspeccionaban mis gestos y palabras como sádicos espías o togados de la inquisición que alteraban mi temperamento telúrico, entorpeciendo mis raciocinios y su exposición. 

Pero no siendo esta la oportunidad ni el espacio para sumergirme en una disertación extensa sobre la pertinencia de esa práctica, quiero compartir con quienes generosamente leen este blog un poema que escribí horas antes de presentarme al pitch del FDC 2023 para producción de largometrajes documentales. El texto refleja la tensión y la desprotección  profunda a la que puede llevar esta cuestionada pero universalmente generalizada prueba. Sale de la oscuridad del armario virtual justo cuando regreso del "scouting" por los territorios donde realizo, por fin, mi película MEMORIAS DE UN COPILOTO. Entre 2012 y 2023 presenté en 5 oportunidades el proyecto a la convocatoria y en 4 de ellas llegué a estar frente al jurado. Por fin el año pasado, gracias quizás  a mi terquedad -o persistencia, dirán los más amables-, quizás a la maduración del  proyecto tras cada derrota, quizás a la composición del jurado, quizás a la evolución de la concepción de los documentales que aceptan formatos más híbridos y personales, quizás al  perfeccionamiento técnico de los drones que abaratan los costos de los proyectos relacionados con aviación, o quizás a la suma de todos esos componentes, mas la milagrosa intervención de todos los ángeles guardianes y personajes invocados en la plegaria, logré por fin una buena bolsa que me ha permitido lanzarme a su producción.  Dice así: 


MI FUERZA AÉREA -  
Plegaria por un pitch

Quien tenga alas que venga en mi ayuda.

Invoco a mis ángeles de la guarda, 

a mi madre ausente, 

a mi madrina muerta. 

A mis pilotos fallecidos en el trajín de sus ambiciones y torpezas.

A mis amigos de adolescencia que partieron temprano 

llevando en sus ojos sorprendidos el brillo de un fracaso prematuro 

y el asombro de ver sobre mis hombros las insignias 

del servicio a insólitas empresas.


A mis compinches cineastas 

que supieron de mis andanzas por ríos y  selvas, 

y entre aromas de ron, perico y marihuana quisieron conocer el relato 

de la turbulencia que adorna el pasadizo estrecho 

por donde se deslizan los vivos en su ruta hacia la muerte.


A mis yos dispersos en las aerovías de la vida, 

a esos retazos inconclusos que, sin proponérselo, 

por el simple designio del destino, 

dieron paso al frente 

y hoy deambulan entre nubes y silencios.


Hoy os pido ayuda, 

necesito la fuerza para lanzar a volar el poco de vida que me resta.

Necesito amasar la melodía de un presente y un pasado 

que aprendices de dioses juguetones lanzaron volar como burbujas.


¡Madre! Permíteme escuchar el viento que empujas al responder mi llamado.

Si en aquel entonces intercediste para que me hiciera piloto, 

dame ahora el aliento para relatar la historia.

¡Amparo! Madrina de toda la vida, inspírame palabras justas, seductoras

ante el jurado que hoy, de nuevo, decide mi destino.


Amistades de los cielos de ultratumba, 

colegas del más allá tan cercano, 

¡mi fuerza aérea escondida! 

salid del cúmulo-nimbus de la ausencia. 


¡Debiliten las reticencias del jurado! 

¡infúndanle riesgo e ironía!

para  que con su decisión sea posible  

la realización de Memorias de un copiloto,

y pueda yo así terminar mi vida 

vistiendo atuendos de aire, 

rodando entre los mantos de estratos bajos 

visitando sin temor los truenos 

y acariciando huracanes,  


Dadme el arranque, 

el empuje, 

la potencia para realizar la película 

que desde hace una década relampaguea en mis sueños,

engraso en mis insomnios

amaso y descompongo en las vigilias.


Diego García Moreno- septiembre 21 de 2023.

He sido un cultivador de cartas... pero se extinguen los huertos, las postales, los destinos. Busco materos, balcones, ventanas, lienzos libres donde pueda sembrar mis dudas, mis palabras, las cascadas de imagen que a veces se me ocurren. Dale hombre, me han dicho algunas fieles amistades, invéntate un blog, escribe. Ya verás que es un buen andén para compartir tu risa, tu silencio, tus desdichas. Curioso, dócil, ingenuo, acepto jugar a lo impreciso.