PALABRAS PARA EL HOMENAJE EN EL 23 FESTIVAL DE CINE FRANCES -
CINEMATECA DE BOGOTÁ 03 10 2024
I. Acerca de NOSTALGIA DE LA LUZ
Qué difícil responder a la pregunta que me hizo Arnaud, el agregado audiovisual de la Embajada de Francia, cuando generosamente me invitó a participar en el festival de cine francés con una sesión “Carte Blanche”.
¿Cuál película francesa presentarías?
El catálogo de producciones francesas clásicas que descubrí en la sala Action Ecoles donde trabajé como proyeccionista durante mis estudios de cine en la Escuela Louis Lumiére, entre 1978 y 1981, pedía a gritos que hiciese una selección:
¿Les enfants de paradis?, ¿Le quais de brumes?, ¿L´Atalante?, ¿Les 400 coups?, ¿A bout de souffle?
Pero al tiempo, la reflexión decantada durante décadas de práctica del oficio en Colombia me aconsejaba que lo más sensato era, fiel a mi decisión de vida, presentar una pieza de cine de lo real, un documental. Ese otro cine que desconocía antes de vivir durante más de una década en París.
Aparecieron los nombres de los maestros: Chris Marker, Jean Rouch, Chantal Ackerman y hasta José María Berzosa… exploré entre mis contemporáneos: Philibert, Costantini, Ritty Pan, incluso entre compinches como Catalina Villar. Pero entre toda esa constelación de autores y películas, brillaba con luz propia en el cosmos: Nostalgia de la luz. Su autor, Patricio Guzmán, de origen chileno, radicado hace décadas en Francia, silencioso, fiel a su gestual ceremoniosa, esperaba mi decisión.
Entonces decidí: Qué bueno hacerle un homenaje al cine de la Francia diversa y solidaria, la que acoge, que da asilo, que colabora en el oficio de crear. La Francia que impulsa a los realizadores huérfanos de país a que retornen a su lugar de origen, a sus obsesiones y problemáticas, y le cuenten al mundo su particularidad.
En Nostalgia de la Luz, la poética y la política se suman y confunden. La ciencia y el sentimiento dialogan. Los tiempos relativos cantan en dúo. En esta película se desnuda la metáfora. Al verla no pienso solo en Chile. Pienso en Colombia y pienso en el mundo entero, en la humanidad. Pienso en la tierra, el espacio donde creemos que todo ocurre.
Esta película nos recuerda lo esencial: Somos una partícula de polvo estelar. Y en esa partícula está su ADN, en su composición está el mismo calcio de nuestros huesos, en ella se asientan los secretos de los cataclismos del universo, la sabiduría cósmica que recibimos como herencia.
Y al tiempo, en medio de ese espacio de dramaturgia estelar, de memorias del pasado grabadas en la luz viajante durante millones de años, la extraña lógica del drama humano. La búsqueda en el desierto de la luz de nuestros seres queridos desaparecidos recientemente por las fuerzas del mal. La dictadura, la maquinaria al servicio de la ambición desaforada del poder y la violencia que ejercen algunos para mantener sus privilegios.
¿Cómo no pensar en las madres de mayo o en las madres de Soacha o en las madres de la Candelaria?
¿Como no pensar en la labor de la comisión de la verdad o de la JEP?
Qué bueno sería que los telescopios miraran debajo de la tierra y ayudaran a encontrar la luz de los cuerpos desaparecidos, dice una de las mujeres buscadoras en la película.
Hemos perdido la costumbre de mirar las estrellas y a veces parecemos ciegos confrontados a lo que ocurre ante nuestros ojos. Por fortuna existen oficios y ojos inquietos que utilizan cámaras, extensiones de los telescopios, para buscar señales de vida en la tierra. Cámaras que encuentran, cámaras que alertan, cámaras que denuncian, cámaras que se atreven a explorar los brillos y los cataclismos que acontecen en nuestro infinito microcosmos.
Celebremos juntos hoy el fantástico cine de lo real, un oficio que nos permite hacer visible lo no visto y da un continuo presente a la nostalgia de la luz.
II. De Balada entre MEDELLIN Y PARIS.
Pero antes de pasar a las películas, permítanme leerles un texto que he escrito estimulado por la ocasión:
Lo que creía borrado por el desuso o la fatiga natural de las células, reapareció con nuevos bríos al enterarme del reconocimiento que la Embajada de Francia en Colombia, por intermedio del festival de cine Francés, decidió otorgarme. Se alborotaron mis recuerdos. Imágenes del aquí y el allá, con la simpleza de un fondu enchainé, se disolvieron para componer trozos de un relato que, en vez de ilustrar el pasado, aclaran las pulsaciones del presente.
Me vi en la cabina de un viejo avión C-45, manos en la cabrilla, ojos saltando entre los instrumentos, navegando entre nubes agitadas que descargaban diluvios y relámpagos sobre la muralla andina que separa el Choco del resto del universo. Sin preámbulos, el recinto se transformó en la cabina de proyección de una pequeña sala de cine parisina de arte y ensayo en la Rue des Écoles donde mis manos ensartaban en el proyector la película en 35 mm que mostraba un avión, también c-45, en la noche del aeropuerto de Casablanca de Michel Curtís, o mantenía vivos los truenos de la estampida de los caballos que tiraban el coche mortuorio de La Máscara del demonio de Mario Bava, o convertía en tensión la pesada niebla en el Quai des brumes de Marcel Carné.
En Francia descubrí muy pronto que el cine podía convivir en el día a día, que las películas no estaban condenadas a hibernar, o morir, en armarios; que viven al ser proyectadas para todas las generaciones, sin escatimar en su fecha de creación y, lo más importante, que es posible vivir en y del cine. Estudiarlo, pensarlo, trabajarlo, fabricarlo, y compartirlo.
A París llegué desde un Medellín donde no habían escuelas de cine y los cineastas se contaban en los dedos de una mano. En esa ciudad blanca y conservadora que ostentaba el título de ciudad industrial de Colombia, en los años 70 solo contábamos con una pequeña sala de tipo cinemateca, el Subterráneo de Pacholo, un cineclub y un un cura, L. A Alvarez, que publicaba críticas en el único periódico existente, en su esfuerzo por seducir mentes juveniles para su profundo disfrute y, por qué no, para que osaran atreverse a concebirlo. Cuando llegué a Francia no sabía que estudiaría cine, pero las inquietudes sembradas en esos espacios invitaban a buscar posibilidades. Viajé siguiendo a mi novia, que obtuvo una beca para estudiar matemática. Sin embargo, en el fondo sabía que al saltar el charco huía de un status que me alejaba del artista oculto que esperaba la oportunidad para demostrar su existencia.
Bastó con aterrizar para reconocer que mi ingreso al oficio de aviador fue un accidente. Que mis tendencias hacia la la literatura y el dibujo, la poesía y el teatro, la música y hasta la ornitología, por las que mi madre decía,“Sirves para todo y no sirves para nada”, podrían encontrar un buen corral donde se convertirían en piezas para un mismo propósito. Y vaya sorpresa: En Francia habían muchas escuelas de cine. Ah, y también se acabó el noviazgo.
Me presenté a l´École Louis Lumiére y fui aceptado. Fuimos, porque en ese proceso me acompañó Sergio mi hermano, compinche de toda la vida. Y ahí nació el apodo con tendencia de péndulo que nos identificó entre amigos a fines de los 70 y mediados de los ochenta: Los hermanos Taviani, o los Lumiére, con tono de compinchería y una pizca de burla. Con razón decía Godard que el cine siempre se hace entre dos.
Como siguiendo un misterioso designio pasé de las aulas y hangares de la Escuela los Halcones de Medellín a los estudios de de la lumiere en la Rue Rollin. Allí empecé a volar con la magia del cine. Descubrí, al igual que el barrendero del estudio en Moi je balais, mi primer intento narrativo con el celuloide, el poder transformador de las luces cuando repentinamente lo iluminaban. Hice también allí mi primera confesión existencial. No quiero morir en París. A través de una pareja argentina de titiriteros que hacía representaciones en el metro, asumí la angustia del exilio, que en la época creía ajena del ADN de Colombia. En su teatrino improvisado con una sábana ponían en escena el trágico destino de un camaleón traído del África en un bolsillo de una turista. Tras ser depositado en una jaula de vidrio cerca al calentador central, al llegar el invierno moría de tristeza.
Llegué a Francia una década después de mayo del 68. En las universidades aun se respiraba el olor a campo sembrado con semillas de rebeldía. La educación gratuita nos permitía complementar los cursos de la Lumiére con cursos teóricos en Vincennes y la Sorbonne Nouvelle y, con la cooperación internacional, asistir a talleres en la Sociedad Francesa de Produccion y en el Museo del Hombre. Hasta cola hicimos para entrar a los seminarios de Foucault en el College de France.
Las sesiones de presentación de mis compañeros de clase semejaban un curso de escultura para darle forma al planeta. En mi léxico aparecieron palabras que nunca pronuncié en Medellín: Afganistán, Nueva Caledonia, Zimbabue, Djibouti… Y ahí empezó esa necesidad de balance, reconstrucción y valoración de mis raíces. Para hacer parte del paisaje universal necesitaba exhibir el color particular de mis vivencias, la textura inconfundible de mi historia, detallar el perfil del territorio donde fui concebido, las convulsiones y las dichas de eso que llamamos “mi mundo”.
En ese entonces la palabra Latinoamérica se asociaba con dictaduras. No era simplemente la suma de países productores de café, banano, cobre o carne de exportación. Colombia y Venezuela eran islas en medio de las convulsiones políticas de la región. Los latinos eran nuestros compañeros naturales de vida. Aparte de compartir estudios, vino, rumba y ganas de vivir, durante nuestros encuentros traían a cuento los relatos del desastre que los obligó a migrar. A manera de trueque, nosotros les enseñábamos a bailar salsa y a a soñar con las delicias del trópico. Juntos, creamos la asociación Arca para difundir expresiones de la cultura Latina. Organizábamos eventos, filmábamos documentales relacionadas con la diáspora, hacíamos programas de radio, organizábamos fiestas que llenaron carpas de circo y hasta el club Bataclán. Tratamos de llevar el ritmo, la dicha de vivir a un París que ya no era propiamente la fiesta de Hemingway, pero hacíamos todo lo posible para darle un nuevo brillo. Desafortunadamente, la visión paradisíaca de Colombia duró muy poco.
Al terminar la escuela el mundo audiovisual entraba en una nueva etapa. Lo digital se abría paso. Los bancos de información buscaban ser descifrados. El Instituto Nacional Audiovisual INA, y el Centro Nacional de Estudios en Telecomunicaciones y Telemática CNETT, lanzaron el primer concurso para programas interactivos de ficción. El mundo estrenaba un juguete nuevo y yo decidí apropiármelo. Propuse comenzar con lo más simple y fui seleccionado. Se va el caimán. La melodía más sencilla pero sabrosa de mi acervo cultural tenía la clave: Viajar. pero ¿En qué? ¿cómo? ¿Hacia dónde? ¿Qué ocurre en el camino? Y así empezó la relativización de las historias y la metodología para integrar mi mundo al relato planetario. El cine, en apariencia ajeno a esa tecnología, de posibilidades minimalistas en aquel entonces, era la columna vertebral del proyecto. Chaplin vino en mi ayuda. Se prestó como guía de un juego creativo para niños que exploraban la aventura y, con variaciones de imágenes y sonidos, que se almacenaban en forma de película de acuerdo a sus deseos. Con la experiencia adquirida vino otro Concurso y otro relato. Más complejo, más dramático, insertado en la exploración del territorio parisino: Les treize voces du sous- sol. Las trece Vias (voces) del Subsuelo. Las trece líneas del metro con sus estaciones e intersecciones, la fantasmagoría subterránea. Las referencias al infra mundo en La divina comedia de Dante Alighieri, a la relatividad de Alicia en el país de las maravillas de Lewis Carroll y en Rayuela de Cortázar me dieron las pistas para moldear un nuevo subsuelo cotidiano en los recodos del metro, un espacio natural interactivo por excelencia.
Sin embargo estaba pendiente el cine. Con el dinero del último premio compré unas latas de 16 mm y decidí retornar a dialogar con los paisajes y los dramas originarios. En Medellín todo había cambiado. Palabras nuevas como cartel, mafia y narcotráfico inundaban sus calles y la desesperanza se reflejaba en su río y en la montaña de basura nacida en el centro del Valle de aburra. Y fue así como nació Balada del mar no visto. Al filmarla entendí que mi espacio de trabajo estaba en la calles, que el laboratorio era la sociedad de la que hacía parte, que el territorio era la esencia de lo que quería contar, explorar, que debía lanzarme a la caza de imágenes de un país desconocido apoyado por las herramientas y enseñanzas que había almacenado en esa primera estancia de casi ocho años en Francia.
Aprovechemos esta oportunidad para ver de nuevo Balada del mar no visto, la primera película que filmé en Colombia, en Medellín, mi ciudad natal, en 1984, montada en las salas de edición del INA y postproducida con el apoyo del Ministerio de Relaciones Exteriores de Francia. Hoy veremos la versión digitalizada y restaurada en 2020 gracias a una beca del Ministerio de Cultura. En un principio creí que era una ficción, pasado el tiempo comprendí que era un documental, hoy pienso que es simplemente un cine donde desaparecen los límites para darle una lectura fantástica a la realidad. A la manera del sobreprecio, como le decíamos a los cortometrajes que antecedían la película en aquel entonces, Balada va como primera parte del programa de la “carte blanche”. Démosle vida en esta pantalla blanca.