El lunar rosado.
Un manto de nubes blancas oculta la tierra. El avión las
atraviesa y busca el azul. Miro a través de la ventana buscándola. Era un ángel
raro capaz de convertirse en figura fugaz, serena, juguetona entre esta
acumulación de repollas blancas. Me acuerdo del lunar de su brazo. Era rosado
pero tenía forma de nube. Era el sello de su oficio. Ángel. Nunca pensé cuando
ella estaba viva que era un ángel raro. Un ángel con un lunar rosado en su
brazo en forma de nube. Rosado es más tierno. Podría ser hasta ridículo. Pero
no en un brazo. Ahora que se fue, su condición se devela. Qué horrible para esa
señora, me dijo refiriéndose a la protagonista de mi última película: todo el
tiempo piensa en la muerte. Ella tenía previsto no pensar en la muerte. Ayer
hablé con ella. Estaba feliz. El fin de semana pasado había visto el Cerrotusa
y el Cerrobravo desde la finca de Adriana Castro. me habló ayer de la Sinifaná.
Me preguntó que cuándo iría a Medellín. Yo le respondí que no sabía. Todavía me
quedan muchos eventos en los cementerios. Estamos ayudando a vivir el duelo del
país. La semana pasada visitamos tres cementerios diferentes. Recuerdo que
después de cada presentación de la película de Beatriz González , le dije a
Danielita Castro: quiero irme a Medellín, mi madre se irá pronto y quiero estar
cerca. Como era su costumbre, se adelantó. Ella preveía todo. Seguramente
entendió que no era el momento de detener la vida de los hijos para que
estuvieran a su lado. Ella nos acompaña. Sergio está en Méjico, andando con
Mavila, en su ley. Yo voy errando por los espacios funerarios pensando en el
luto del país. Ayudando a sanar heridas con Proyectando Memoria.
Vuelvo en avión a Medellín a enterrar a mi madre. Me fuí de
Medellín en el 77, hace 35 años en un avión. Recuerdo ese viaje en una aero-comander
con el capi Escobar. Las nubes y el brillo del cielo eran los mismos. En ese
momento presentí que dejaba la tierra y a mi madre. Ahora vuelvo y sé que dejé
a mi madre desde ese momento. Volví a visitarla muchas veces. Fuimos innumerables
veces juntos a la finca. Y ella siempre con esa cara sana, como eterna,
tranquila. Lo único que fue perdiendo fue el oído. Tenía pensamientos propios,
no necesitaba escuchar tanto. Se fue quedando sorda. Guardaba otros sonidos que
escuchó de nosotros mientras éramos niños, jóvenes, hombrecitos y mujeres en su
ruta. Ahora no es necesario escuchar tanto desastre, tanta miseria, tanta
guerra, tanta violencia. Mi madre se fue y Luis Fernando me cuenta que le vio
la cara apacible, contenta. Quiero
verla para guardar esa última imagen. Su nariz grande, su piel lozana. Su
mirada tímida y sin la más mínima gota de agresividad. Qué bueno haber tenido
una madre ecuánime y generosa.
Ojalá que este enorme duelo sirva también para calmar de
alguna manera el vacío que deja la ausencia de mi madre. Adiós, querida
Beatriz, cuánto te queremos. Septiembre 18-3012