CIEN PISCINAS
Setenta y cuatro.
Aspiro, doblo las piernas, me empujo con los pies en el muro y me
deslizo con sensación de pez
prehistórico. El agua son manchas azules y parches de sol bailando sobre cuadrículas de cerámica.
Fastidia el cloro, un poco los reflejos
de la luz, pero al aproximarme al muro opuesto, pronuncio mentalmente "setenta y
cinco," olvido las molestias y
calculo que volveré en otras veinte
brazadas al mismo límite azul y repetiré el ritual controlando la respiración sobre
la guía blanca incrustada en el fondo, vaya y venga, vaya y venga, hasta cumplir las cien piscinas. Cien tramos de doce metros sacando la cabeza
a un lado para tomar aire. Una brazada sí, otra no. Empujando el tiempo y el
líquido para atrás. Reconstruyendo el orden del cuerpo. Imaginando que los
músculos de los hombros se ensanchan, se
fortalecen, que la barriga disminuye.
No me han molestado los oídos. Luis Fernando
me trajo los tapones que le encargué. Con esos tornillos plásticos diseñados por
speedo para acomodarse en el pabellón de las orejas recupero el bienestar
acuático, esa dicha de antiguo batracio convertido en caminante tras millones
de años buscando el alimento. ¿Qué pasaría? ¿en qué mar estaría mi antepasado
que le faltó el sustento y se aventuró al pantano, a la sabana, al bosque? ¿O
sería un tsunami que lo sacó de un golpe y lo dejó lejos de la orilla
revolcándose en un charquito? Al llegar
a ochenta y tres siento un vacío. Uy, es cierto: nadar da hambre. Uno suda y
suda, pero no se da cuenta. El agua absorbe los líquidos que expele el cuerpo.
Brazos, piernas en continuo movimiento. Brazadas y patadas. Axilas
imperceptiblemente inquietas. Sudor sin olor. Sensación de habilidad y
limpieza. ¿Cuántas piscinas durará mi combustible? ¿Ciento cincuenta? No debo
exagerar. Pararé justo en las cien. Hace apenas tres días que comencé la
rutina. El veinticinco de diciembre fueron treinta, ayer sesenta y cinco y hoy
llegaré a cien. Es una meta simbólica. Hasta el treinta y uno mantendré esta cifra.
Que a los cincuenta y nueve años, después de un infarto pueda susurrarme que
hago cien piscinas sin ahogarme es un buen indicio de la salud. Debes hacer ejercicio y comer bien, me dice
la doctora Roa. Y no olvides los medicamentos. Odio las pepas, pero hasta ahora
me las tomo. El cuerpo me dirá cuando podré disminuir la dosis. Que debo
primero hacerme exámenes, me dijo Pacho cuando le comenté mi intención. Habría
que hacer una ecografía, tomar los niveles de colesterol, en fin. Esta mañana
desayuné huevos batidos. Hice una tortilla a la que le eché anillos de cebolla
frita con ají. Sin revolverla en el fuego la doblé. Era como una empanada,
deliciosa. La dispuse sobre la arepa y el queso campesino. No quise tomar
chocolate. Solamente cuando me prepara para hacer largas caminatas por las
colinas de Damasco, tomo la bebida de los dioses. Estaría echando pedos en el agua. El café es suficiente. Sin azúcar, por supuesto. No me importa que tenga cafeína. Un estimulante para tanto esfuerzo es buen compañero para el ritmo del corazón. Las pulsaciones de mi ritmo cardíaco y las revoluciones de los brazos me dan una sensación matemática que hace bloques geométricos con el número de piscinas. Esta sensación perdura hasta que vuelvo a tomar conciencia del cuerpo, cuando un pequeño eructo reemplaza la aspiración del aire. Llevo un buen rato nadando. Debo estar envuelto en sudor.
Imposible discernir el olor del huevo y la
cebolla en mi sudor. Deben disolverse en el cloro. Uy,
siquiera no bebemos el
agua de la piscina. Cómo será la
mezcolanza de sabores de sobrinos en primera y segunda generación con la de
todos estos tíos y tías estrenando tercera edad. Cada cual sudando y meando con
una mezcla química de caprichos alimenticios empacados en papel celofán con las
recetas tradicionales de la abuela. Hemos comido sancocho, fríjoles, asados, y
esta noche tendremos ceviche. De nuevo
tengo hambre. Tan pronto termine la rutina, iré a la cocina,
abriré la nevera, me serviré un vasado de jugo de mango, o de toronja. Siempre
hay jugos en la finca de mi hermano. Desde niño dije que a los cincuenta y
siete estudiaría medicina. No era mi profesión, pero como decía mi mamá
"sirve para todo y no sirve para nada", entonces por qué no dedicarle
unos cuantos años a cada profesión que se atraviese. A los cincuenta y siete me dio un infarto. El
cuerpo, entonces, se me volvió la mesa de disección donde aprendo anatomía. Las
pastillas que debo tomar para la presión, el colesterol, la paciencia, para
prevenir los posibles coágulos que obstaculicen la circulación de la sangre en
mis arterias. Me choco con un balón plástico azul. Un gran balón que Sally
trajo de regalo a la finca para que la gente hiciera gimnasia. Pilatos, o algo
así, le dicen. Nombre extraño para unos ejercicios de gimnasia. De la biblia a
la piscina. Me interrumpe el ritmo. La saco a un borde de la piscina, al parar
siento la respiración agitada, cuando vuelvo a mover los brazos y me pongo en
posición de flotación pareciera desaparecer el cansancio. Falta poco. Acelero, recuerdo
la voz de la hermana Inés Cecilia hablándonos en el salón del kínder: hay que
tener voluntad, hay que perseverar, noventa y ocho, aumento el ritmo, oigo la
voz de la doctora Roa, no puedes exagerar, no debes sobrepasarte en el
esfuerzo, oigo la voz de una especie de dios retador con tono de locutor de
radio que me dice, dale, dale, reventate, ya vas a llegar. Dale, dale, y llego.
Cien.
Encontré este escrito en la alacena del computador. Data de hace un año, pero podría ser de hoy. Estoy en la finca de mi hermano, en la misma piscina, y aunque no estén los sobrinos, escucho su algarabía.