En marzo de 2002, viviendo en Chicago, me enfrenté a la difícil tarea de ejercer mi derecho al voto en situación de extranjero. Aquí va la crónica que fue traducida por el catedrático, escritor y crítico literario John Barry (qepd) quien la incluyó en su libro Into The Wind´s Eye: Latino Fiction from the Heartland / En el ojo del viento: Ficción latina del Heartland, publicado en 2004. La versión española fue reproducida por la Revista NÚMERO.
MARZO 14
Por Diego
García Moreno
Gracias al
correo electrónico que me envió a primera hora mi amigo Alberto Quiroga, pude
informarme del resultado de las elecciones. Bienvenida la desgracia. El
hijueputa mail de El Tiempo decidió hoy que yo no estoy
autorizado para abrir esa página y no me había podido enterar del desarrollo de
los comicios. Acudí al moribundo El
Espectador, pero el pasquín virtual sólo abre con la fecha de ayer y no
aparecen noticias frescas. Sin embargo, el amable heraldo del barrio llegó sin
suscripción, por buena voluntad, preciso y con firma propia.
Yo nunca
había votado y voté. La experiencia fue un poco traumática, pues aparte de la
insoportable gripa que me acompañó durante todo el trayecto, sin contar la
semana que precedió a la gran fecha patriótica, por primera vez en la vida tuve
que hacer declaración pública de mis impedimentos físicos. Sí, señor
presidente, le dije al bogotano con cara de doctor honesto que presidía la mesa
de votación: «Declaro que soy un “elector impedido”».
Resulta que
cuando entre estornudos llegué al consulado de la república de Colombia, situado
en el 2004 del 500 de la avenida Michigan en Chicago, después de haber revisado
cuidadosamente los documentos necesarios para ejercer la democracia en un
solitario ritual en el ascensor, sentí que algo faltaba. Como es costumbre,
inocente del esfuerzo que hacían los motores y las poleas del Mitsubishi para
llevar verticalmente hasta el vigésimo piso su carga de 82 kilos de pretendida
democracia, estuve presionado por la rigurosa ausente voz de Sally que sonaba
por los parlantes de mis sesos entonando la obligada lista de chequeo.
—¡Que no vas
a dejar la cédula! ¡Acordate del pasaporte!
— ¡No me
jodás! En la billetera tengo el registro electoral, que es lo que cuenta... —le
respondí, agitando con desespero la única prueba contundente que podía argüir a
mi favor... como inventando defensas de marido desordenado.
Fue un
ascenso con gestos de simio incómodo, palmoteando la superficie exterior de
todos los bolsillos repletos con los kleenex que el invierno te obliga a
arrastrar. Los de la chaqueta, los del suéter, la camisa, el pantalón... para
cerciorarme de si en alguno de ellos se encontraba el bultico de cuero aquél,
el tamalito en que cargo por costumbre los citados documentos.
¿Será que de
un instante al otro podría desvanecerse tanta buena voluntad? Yo, que tanto me
preciaba de recordarle a mi esposa que dos semanas atrás había hecho el
esfuerzo de ir en medio del gélido ventarrón de febrero de la windy city
hasta esa oficina donde ejerce funciones un cónsul de fino linaje paisa, el
hijo de un exministro, exgobernador, excalcalde, exdirector y propietario del
periódico más provincial que ciudad con gran moral y desbordantes perversiones
y violencia hubiese inventado en el mundo para mantener su prestigio. Hablo de
Medellín, por supuesto.
Con mucha
amabilidad y tolerancia, había aprovechado la inscripción de mi cédula en la
lista electoral para ir a saludar a ese muchacho flaco de apariencia tímida que,
antes de haber sido premiado con el regalo del consulado por el apoyo que su
padre le había prestado en la campaña al actual presidente de la república, un
par de años atrás había sido el patrón de mi hermanita Vicky... la que ahora
trabaja en Venezuela. Ella había sido la arquitecta encargada de una empresa
inmobiliaria suya en uno de los tantos períodos de quiebra nacional, antes de
que tuviera que irse a buscar fortuna a Caracas con los supermercados Exito.
Mercancía barata por aquí, mercancía barata por allá.
«Hay que
dialogar a pesar de las diferencias», me dije en un arrebato de militancia
matinal. El momento histórico lo exige, compañero… Hagamos signos de buena
voluntad, aunque sea en miniatura, para llegar a un entendimiento. Jalémosle a
las conversaciones de paz y al voto en el extranjero. Participemos en el gran
evento democrático de un país convulsionado y con sentencia de muerte sobre la
cabeza si sus ciudadanos no nos pronunciamos definitivamente contra el terror,
como he aprendido en mis recientes cursos de ciudadano por e-mail.
La puerta
del ascensor se abrió. Tenía en la boca una sonrisa nerviosa y un estornudo
contenido, en la mano la billeterita de cuero que compré meses atrás en el One dollar store de la avenida Milwaukee,
con pasaporte, cédula y registro. Observé a cuatro colombianos, dos parejas
para ser más precisos, cruzando la puerta del consulado. Cargaban una de esas
muecas de contenida felicidad que se instalan en los rostros de quienes salen
de la última consulta al dentista después de un largo tratamiento. «¿Será tan
grave?» —me pregunté. En el piso del pasillo había arrumes de volantes de
campaña, como insinuando «Señor, agáchese y entérese». La mayor parte era
propaganda, semejante a la que había visto en la mesa del portero en el hall
del edificio. Recordé que el gran negro de uniforme azul que prestaba guardia
esa mañana de domingo me había hecho firmar el cuaderno de registro y
solicitado, con tono nasal del Mississippi, que cogiera uno de esos papeles
verdes que habían puesto sobre su escritorio. «No blues, but greens... No,
thanks», le dije al ver la foto de una cara conocida allí impresa. Su buena
voluntad lo había hecho caer en la nuevecita y bien lubricada maquinaria del
candidato presidencial Uribe Vélez, que para mí representaba la razón más
contundente para haberme decidido a votar. Era urgente sumar votos para mermar
el peligroso avance en las encuestas preelectorales de un político profesional a
quien apoyaban abiertamente las grandes derechas y que era considerado
públicamente uno de los gestores intelectuales de los grupos paramilitares que
sembraban el terror en mi añorado paisito. Mancharía mi dedito, como decían
antes, votando por figuras políticas de aroma democrático.
Pensé
en mi amigo Daniel García-Peña, que había decidido inscribirse como candidato a
la Cámara de Representantes y en los dos últimos meses me había enviado
mensajes explicando el porqué había que votar, cuáles eran sus planes de
campaña, quiénes eran los hombres que le inspiraban
confianza. Él no
estaba de acuerdo con la guerra, ni con la ruptura de conversaciones con la
guerrilla de las Farc, decisión que el presidente Pastrana había decidido tomar
con el apoyo y la presión del gobierno estadounidense. Después del 11 de
septiembre el mundo había cambiado y el gobierno del presidente Bush estaba
dispuesto a atacar a todos aquellos que
no estuvieran de acuerdo con sus políticas. Luego de «acabar» con la rebeldía
afgana, habría que continuar con todos los terroristas del mundo, y en Colombia
había una buena dosis. Detrás de esa presión existía un interés fundamental:
petróleo barato, para que el gran motor de la limusina gringa circule con su
acelerador automático encendido por las grandes autopistas de este mundo. Los
grupos armados de izquierda ponían en peligro el abastecimiento en esa estación
alterna de gasolina tan florida que es Colombia. Necesitamos políticas y
políticos para construir la paz en un país donde las palabras narcotráfico y
corrupción han precipitado al abismo todas las esperanzas de un pueblo sufrido.
Necesitamos demócratas pacifistas y honestos para que dirijan nuestros
destinos. Hay que acabar con el dinero sucio. Vaya el manojo de buenas
intenciones… Y yo, por aquí, a distancia, tratando de no dejar señales de
ninguna raíz gringa, pues le jalaba con pura
convicción a mi profunda afección territorial... Mi
amigo me mantenía al tanto de quiénes abogaban por la legalización de las
drogas como eficaz medida para acabar con los medios de financiación de las
guerras, la sucia y la «limpia», que habían instalado campamento en el país de
mi propia madre. Entendí su mensaje y me dije «Pues si todo eso lo estoy
diciendo yo desde hace tiempos, compañero», ¡le-ga-li-za-ción!...
Pero en
los arrumes en el piso ni pegado en las paredes no había un solo papel que
promocionara con grandes letras los
nombres de esos políticos que considerábamos honestos. No se veía por allí un letrero que dijera Petro, Navarro,
Gaviria, Cuartas. Y, por desgracia, mi pésima memoria estaba en escena y no
recordaba el número de su papeleta en medio del inmenso listado electoral.
—Señor, ¿va
a votar?
En el hall
del consulado estaban sentados dos señores. Frente a ellos, la urna y a su lado
una caja llena de las famosas papeletas.
—Sí, cómo
no.
Simulando
pericia, les extendí el pasaporte donde se encontraban la cédula y el registro.
—El
pasaporte no es necesario, señor.
Me lo
devolvió y lo guardé en no recuerdo cuál de todos los bolsillos.
—Señor,
usted debe llenar dos planillas. Una por la Cámara de Representantes y otra por
el Senado. Escoja una de las listas que están en este sobre. Tenga, señor, y
marque una equis sobre la que elija.
Ya iban
cuatro veces que me llamaba señor y las canas estaban volviéndose evidentes.
Sentí a mi espalda nuevas voces con acentos diversos en español colombiano y al
girar la cabeza calculé unas diez personas esperando turno. Tan pronto me
entregaron las listas, tuve el reflejo de empezar a palmotear de nuevo mis
bolsillos. Los mismos de la chaqueta de cuero de aviador, el suéter gris
calientito que me regaló el cuñado, la camisa, el pantalón. Pero no palpaba la
estructura que buscaba. Esta vez agregué una revisión en torno al pabellón de los
oídos y nada. «Mierda, no las traje», me dije.
—Hombre, qué
pena —le lancé con tono humilde al primer jurado de votación que presintió mis
dudas—. ¿No tienen estas listas en letras más grandes? Es que al parecer olvidé
las gafas en casa y no logro leer esas liniecitas…
Comencé a
alejar de los ojos los papeles llenitos de líneas borrosas, pero se acabó la
extensión del brazo y no logré descifrar un solo número, una letra, un
apellido, ni a reconocer una cara entre esas especies de bombillos grisosos impresos
en el papel.
—No, señor.
Esa es toda la información de que disponemos.
—Entonces
perdóneme, vuelvo en hora y media, mientras voy a casa y recupero mis gafas.
¿Me guarda mis papeletas?
—Señor, lo
sentimos mucho, pero como ya están abiertas, el procedimiento exige que sean
depositadas en la misma sesión, o desafortunadamente anuladas.
Lo dijo
durísimo, como si tuviera la intención de anunciar a todos los de la fila que
la ley colombiana estaba presente y activa. Mientras hablaba, yo seguía tratando
de descifrar las letricas. Recordé a Susanita, mi gran amiga diseñadora,
siempre orgullosa de utilizar minúsculas escrituras en sus maravillosos
diseños. Mierda, todos estos estetas piensan sólo en las vistas luminosas de
los menores de cuarenta años. Claro que en este caso se trataba de economía
política y no de arte, entonces la excusé. Un reflejo se desprendió de un vidrio,
tropezó con mi cabeza y las canas empezaron a brillar. Los murmullos de la
amorfa cola que esperaba turno para votar se intensificaron.
—Hermano,
eso sí me parece la cagada —le dije cual presidente de la mesa—. ¿Cómo así que
por razones de envejecimiento normal o presbicia no voy a poder consagrar mi
inalienable derecho al voto?
Escuché un
resoplar femenino en los sesos. Sally, perdóname. García Peña, perdoname. Álvaro
Uribe V. se reía sin abrir la boca, montado en uno de esos magníficos caballos
de paso sobre los que se pavoneaba de niño en la Feria Exposición Agropecuaria
de Medellín. Recuerdo perfectamente a ese engreído muchachito con pulcritud y
cara de primera comunión agarrando con destreza las riendas del corcel que le
había ensillado su papá. ¡Y pensar que ahora se postula para presidente de la
república! Dios santo, si ese muchachito blanco, paisa, pichón de rico de mi
generación, abiertamente partidario de armar a la población civil para
enfrentar a la guerrilla sube al poder, tendré que vivir arrastrando la
vergüenza que me propició el desorden cotidiano.
Los dos
hombres decidieron hablar en voz baja entre ellos. Yo aproveché para poner las
hojas sobre la mesita y apostarle de nuevo a la visibilidad a distancia.
Disimuladamente me fui alejando, tanto que logré que la nubosidad se
convirtiera en ausencia, en nada. «Hijueputa», murmuré entre dientes.
—Definitivamente
no veo un coño sin gafas, señores.
—Señor, hay
una concesión prevista por la ley para estas ocasiones. Si el elector está
impedido para ejercer su derecho al voto por limitación física, lo puede ayudar
otro elector que libremente acepte prestarle el servicio requerido. Por
ejemplo, en su caso, si alguno de ustedes —aumentó el volumen de su discurso y
dirigió su mirada a todos los presentes, que ya eran unos quince— está
dispuesto a ayudar al señor leyéndole los nombres, los partidos que representan
y el número correspondiente del tarjetón, pues puede hacerlo.
Me pareció
que ninguno de los presentes era mayor de 37. Cualquiera podría hacerme el
favorcito.
—¿El señor
se declara impedido físicamente?
—Sí, señor
presidente. No veo ni un carajo sin gafas, me declaro impedido...
Una joven
mujer de unos treinta años, con aspecto de estudiante capitalina de posgrado,
miró a su esposo, de 35, con cara de estudiante capitalino de posgrado,
fruncieron la boca y asintieron con los ojos. Ella dio un paso adelante y sin
decirme nada, dócilmente cogió la lista. Nos dirigimos al rincón que nos
asignaron los jurados en lo que normalmente es la salita de espera del
consulado. Comenzó de inmediato a leerme con un volumen un tanto más alto del
que se utilizaría en un confesionario. Me sentí incómodo, pues toda la fila
podría enterarse de mi candidato, pero no fui capaz de hacerle ningún reproche. Cubrí el ángulo de espionaje con mi
espalda, me agaché lentamente y aproximé el oído a su boca para que entendiera
que no era necesario divulgar mi decisión.
«Cámara de Representantes.
Lista de candidatos en el exterior...». Y empezó a desfilar un sartal de nombres desconocidos. Jamás los había
escuchado y ahora no lograría recordarlos. Tal vez estaban en orden alfabético
y podrían haber sido algo así como Absalón Abad Abadía, Bernardo Barrera
Barreneche, Carlos Camargo Castaño... Para ahorrar tiempo, quise preguntarle si
no veía por ahí el nombre de mi amigo Daniel, pero me atacó una repentina
timidez y tampoco me atreví. Ella, paciente, secundada por la mirada de su
esposo, quien ya había hecho su votación y la esperaba reclinado en el marco de
la puerta, terminó la primera tanda y pasó a la siguiente lista.
Lista de las
negritudes. Ahí me sentí más a gusto. Recordé al portero del edificio y sonreí.
Huy, hermano, me habría pasado de una estas listas y no las de ese candidato
blanco y pendenciero. ¿Se da cuenta del papelón que nos habríamos ahorrado?
Un oleaje de
calor atacó la escena. No
sé si fue un resto de fiebre que subió a la cabeza y me hizo confundir la
incomodidad de la gripa con un simulado ataque de delirio palúdico, o tal vez
que la lluvia que golpeaba las ventanas del consulado y la palidez del día se
sumaron al giro en la piel de los candidatos y me sentí transportado a las
profundidades del trópico. Escuché el eco de una voz anciana entonando una
súplica.
—El día en que
yo me muera, ¿quién me irá a enterrar?
El eco se
volvió imagen y su súplica, un rosario acelerado.
—Dios te
salve, María, llena eres de gracia… —detuvo el rezo, frunció el ceño y gritó—: Hay
papeleta falsa. ¡Hay papeleta falsa!
Era una
diminuta mujer negra, ebria, de unos setenta años de edad y piel brillante, que
botella de ron en mano alertaba a gritos al corrillo alborotado que se
apretujaba y vociferaba en el patio de la escuela, tratando de ganar su puesto
para votar.
Estaba en
Tanguí, en el Atrato Medio. En pleno Chocó. A escasos ciento sesenta kilómetros
de la frontera entre Colombia y Panamá. En ese paraíso natural, cargado de
agua, selva y mosquitos portadores del paludismo, donde había realizado uno de
mis últimos documentales antes de que hubiésemos decidido venir a vivir a Chicago
por razones que no son del caso mencionar.
Recuerdo que
luego de grabar los planos obligados de la señora, corrimos al patio. Había dos
filas. Más bien, una fila de mujeres y un hormiguero de hombres. El inspector
del pueblo discutía a los gritos con un votante recién llegado de Quibdó en
lancha. Era evidente que la población estaba dividida: los que vivían en el
caserío estaban por un compadre de su asociación campesina y muchos de los que
tenían su negocio en la capital apoyaban a un candidato de una lista liberal
tradicional. Todos los nacidos en el pueblo habían registrado su voto en Tanguí
pues iban a elegir por primera vez un alcalde para el Atrato Medio. La
algarabía se convertía en risas con cualquier afirmación de alguno de ellos y
pronto comprendimos que la disputa no iría más allá de las palabras. Bulla, la
bulla natural de los humanos del trópico, haciéndole coro al estruendo de las
chicharras.
Entramos a
la sala de votación. El presidente de la mesa número uno era Saturnino, el
personaje del documental. El día anterior se había enterado de su privilegio y
allí estaba con su camisa más limpia, ejercitando el alto honor que le
correspondía. Tan pronto instalamos el trípode, se escuchó al unísono un coro
de varones.
—Dejen pasar
a Emiro, dejen pasar a Emiro.
Era un
viejito medio ciego e inválido, al que dos musculosos jóvenes cargaban en andas
sobre un taburete. Lo cargaron hasta la mesa. El hombre traía la papeleta en su
temblorosa mano y con la ayuda de uno de ellos trató de introducirla en la caja. La morena
voluminosa de fino rostro que acompañaba a Saturnino como jurado, al ver que la
cámara filmaba la escena, dijo con mucha convicción al ayudante:
—Lo siento
mucho, pero la papeleta sólo la puede introducir el votante.
Saturnino
guardó silencio. Los muchachos le hicieron un gesto de excusa al viejo y
quedaron atentos a volver a levantarlo. Todos los negros del patio callaron y
alternaron la mirada entre mi hermano camarógrafo y el primerísimo plano de la
mano flaca y temblorosa del viejo, que golpeaba todos los bordes de la ranura
pero no lograba introducir la papeleta.
El
presidente de la mesa nos lanzó una ojeada. Parecía apenado por la situación. Sin
respetar el protocolo, le dije a Saturnino.
—Dejen que
alguien le ayude. Todos somos testigos de que no le van a cambiar su voto.
Nadie opuso
resistencia. La chica le dijo algo en voz baja a Saturnino y el viejo líder
asintió sabiamente. Entonces le hizo un guiño a uno de los negros, quien no
vaciló en tomar la muñeca del anciano para que pudiera encestar su papeleta en
la urna y nosotros desprendernos del magnetismo de su parkinson. El viejo
sonrió. El público aplaudió. No se dijo más y nos fuimos.
Al caer la
tarde, el pueblo se enfrascó en una soberbia borrachera. Celebraban el triunfo
parcial del candidato de la asociación de campesinos que los representaba y
sólo faltaba que se hiciera el conteo final de los votos de los corregimientos
en Beté, la cabecera municipal, para confirmar su alegría.
Al día
siguiente, navegábamos tensos en una lenta canoa por un afluente de Atrato,
atisbados desde las colinas por vigías guerrilleros o paramilitares camuflados
en cambuches de barequeros, cuando fuimos abordados por una lancha voladora.
Dos hombres agitadísimos nos solicitaban que fuéramos inmediatamente con
nuestros casetes a Quibdó para demostrar que Roque, su candidato, había ganado
en la votación de Tanguí. Ocurrió que esa mañana, mientras los designados por
la Registraduría se preparaban para la suma de los votos, una gente le había prendido
fuego a la casa donde se encontraba la urna número uno y no había ninguna
constancia de que Roque, su candidato, hubiera triunfado en Tanguí. Incluso se
ponía en duda la existencia de la mesa de votación número uno.
Mierda, les
habían robado las elecciones en vivo y en directo. De nada sirvieron nuestras
declaraciones. Copiamos el material grabado y lo enviamos como prueba procesal
a la Registraduría, donde dormiría para siempre en un archivo o desaparecería vilmente
en cualquier trasteo. Luego nos enteramos de que actos semejantes habían
ocurrido en el Baudó y en no recuerdo cuál otro municipio. La vieja historia se
repetía. Las elecciones en Colombia tenían una larga historia de robos, compras
de votos, desaparición de urnas. Con razón los muros de las ciudades siempre se
llenaban de letreros que decían descaradamente ¡Abajo la farsa electoral!
—Señor, ¿le
interesa alguno de ellos? La amable muchacha bogotana me traía de nuevo a la
fría realidad del estado de Illinois. Me sentí deprimido. ¿Volverá Chicago a
incendiarse? ¿Será que mi voto se perderá en un accidente de avión entre Miami
y Cartagena? ¿Caerán las papeletas sobre Cuba o se las comerán los tiburones?
¿Será que voto o mando todo este ritual para la mierda?
En dos
oportunidades quise hacerlo, pero a mis candidatos los asesinaron antes de la
fecha de elecciones. La primera fue por Jaime Pardo Leal, un señor con pinta
bonachona que representaba a la Unión Patriótica , un grupo político de izquierda
que aceptó entrar en la política abierta pensando que podría hacer cambios en
el país desde las venerables salas del Congreso y los cargos públicos, pero se
lo bajaron a mansalva un domingo cuando regresaba de su casita de campo
acompañado por su señora. Luego quise hacerlo por Bernardo Jaramillo Ossa, un
inteligente y activo muchacho de Manizales que asumió la jefatura de ese
movimiento luego del asesinato del primero. A éste lo mató un muchachito de
Medellín, contratado, no se sabe si fue por los militares o por los mafiosos de
la época que luego se unieron a los militares y se volvieron aguerridos paramilitares y ahora amenazan ganar las
elecciones… Dicen las cifras que del grupo de mis candidatos asesinaron a cinco
mil militantes…
—Oye, que
esto de votar en Colombia es difícil… y peligroso.
Entendí que
no podría votar por mi amigo Daniel García-Peña. No porque lo pusiera en
peligro, él ya se puso, sino porque no está inscrito en Illinois, por supuesto.
Y vaya a saberse cómo se llama el partido que por aquí lo representa. Entonces
fijé los ojos en los de la muchacha y le dije con toda sinceridad.
—Oiga, mi
amor.¿Sabe a qué horas terminamos si usted con su paciencia y queridura me lee
toda esa lista? Vea, hagamos una cosa: ¿uno puede votar por los indios desde
por aquí?
Mi lazarilla
asintió dócilmente:
—Eso le iba
a decir. Aquí están las listas indígenas.
Cómo hemos
progresado. Empezó a leerme nombres cuyas raíces no eran vascas ni valencianas,
y sus credenciales representaban a alguno de los maltratados resguardos
nacionales. Se me encendió la solidaridad ancestral y me dije que daría el voto
por cualquiera de esas comunidades, aunque no conociera los pormenores de sus
propuestas. Las imagino. Respeto sus tradiciones, sus territorios, su
neutralidad en la guerra… No había chibchas, pero sí paeces y huitotos, ingas y
creo que wayúus, y había otros… ¡Son tantas comunidades pero tan
diezmadas! Ella pronunció la curiosa
palabra Cristianía! Se nos
facilitaron las cosas.
—Ah, esos
los conozco. Es el resguardo entre Andes y Jardín —dije orgulloso.
Jamás imaginé
encontrar esta palabra en un alto edificio a escasos metros de los rascacielos
barrocos de Metrópolis. Y estoy seguro de que los de la cola no tenían ni idea
de qué estabámos hablando. Eso sonaba como a grupo protestante, a una de esas
sectas cristianas modernas que han puesto a cantar salmos a medio país. Pero
no. Eran indígenas puritos de un resguardo en el suroeste antioqueño llamado Cristianía,
herencia de la Conquista. Como soy yo, como eres tú, como somos nosotros y
vosotros y no sé si ellos lo reconocen. De seguro ese nombre debe estar en
letritas invisibles en los mapas viales de la Esso , pero nadie lo visita. Para qué.
—Niña,
¿usted sabe dónde queda Cristianía?
—Jum…ni idea
—confesó.
—A éstos les
han dado durísimo —le dije. ¿Serán qué…? ¿Unos 150 kilómetros desde Medellín
hasta allá…? Me acordé de que los paisas habían masacrado desde tiempo atrás a
estos descendientes de los cunas tratando de sacarlos de esas ricas lomas
cafeteras de la cordillera Occidental, en los límites de Antioquia y el Chocó.
Pero ellos habían logrado resistir por convencimiento y terquedad y allí
estaban, pobres, olvidados, pero vivos y con la ilusión de levantar una
representación en el corazón de la política patria. En vano traté de tararear
sus melodías abstractas, pero sí percibí el colorido estridente de sus atuendos
para las fiestas. Sonidos dodecafónicos, como decía Jorge López , y pinta de
Mongolia en fotografía de la revista China Reconstruye ,
según Mayolo. Y esos ojos de los niños con todos los lamentos del mundo,
mirando este desorden que les correspondió compartir con nosotros.
En alguna
oportunidad los grabé rebotando, girando, danzando bajo la luna de Palmira en
un encuentro de cultura del occidente del país. Envueltos en las mismas telas
que vestían a sus madres pequeñitas. Hijos de caribes, de catíos, de cunas, de
emberas. Hace quinientos años se la pasaban remando en las playas del Caribe.
Luego canaliaron por el Atrato para esconderse del azote enemigo entre la selva. Pero hasta allá
llegaron los espantos y la pólvora, por lo que tuvieron que subir los afluentes
hasta la loma más oscura.y agarrarse de los árboles. Como ahora… Y cruzaron los
Farallones del Citará pensando que en estos desfiladeros nadie los encontraría.
Pero allá los encontraron inevitablemente los que avanzaban desde el
Cauca. Si ellos me regalaron sus
imágenes para Colombia con-sentido,
cómo no voy a pagarles aunque sea con mi primer voto?
—Lo siento
mucho, muchachos. No creo que por aquí la votación por ustedes sea muy
numerosa, pero quiero que sepan que aunque no seamos tantos, algunos en este
mundo los tenemos presentes. Lo dije pensando en mi hermano Luis Fernando, el
inmunólogo, que había pasado un buen tiempo trabajando con ellos en sus
estudios sobre tuberculosis y me había hablado siempre con respeto de esa
comunidad.
—Voto por
ese señor —dije de repente.
La muchacha
sonrió extrañada. Puse la equis sobre la cuadrícula.
—¿Y cuál por
Senado?
La lista era
más grande, el tarjetón era enorme. Pero tenía fotitos.
Y yo no
podía darme el lujo de divagar más. De repente, mis ojos alcanzaron a
vislumbrar entre los borrones. ¿Sería un milagro? Algún chamán de Cristianía
había escuchado mi recuento y me mandaba la gotita de luz suficiente para
reconocer a un tipo muy feo, flaco, cumbambón y muy torcido.
—¿Ese no es
Navarro?
Ella se
inclinó y leyó.
—Sí, es
Navarro.
—Présteme y
verá que a ese le ponemos otra equis. Y listo.
No les puse
una cruz a mis candidatos, sino una equis. Me prohíbo pensar en los
significados.
—Niña,
muchas gracias. Señor presidente de la mesa, aprecio su gesto.
Levanté la
mano para saludar al cónsul, que pasaba por la vitrina que separaba el hall de
las oficinas, y salí corriendo, pues todas las gripas del mundo que habían
aceptado una tregua electoral me amenazaron con descargar su húmeda ira.
El ascensor
estaba cerrado. Los de la cola no me miraron.
—Diego,
Diego —me llamaba una voz.
—Ah, qué
hubo —saludé al cónsul, que me alcanzó.
—Le escribí
a Vicky para contarle de nuestro encuentro.
—Ah, ¿y qué
dijo?
—No ha
contestado.
—Quién sabe qué
le pasó…
El cónsul no
me decía nada. Simplemente me miraba. Para cortar el silencio, le dije:
—Y qué, ¿ha
venido mucha gente a votar?
—Pues… ahí.
—¿Cuántos se
inscribieron?
—Como
seiscientos.
—¿Cuántos
colombianos hay residiendo en Chicago?
—Calculamos
unos 35 mil.
Un estornudo
violento mantuvo a distancia al cónsul y atrajo la mirada de la cola silenciosa
de votantes en el extranjero.
—Qué pena,
hombre, estoy resfriadísimo; después hablamos.
Al ingresar
al ascensor, sonreí. Agradecí a todos los virus de la gripa por el favor que
venían de hacerme. Debo confesar que me habría gustado preguntarle al cónsul
por quién había votado, pero al fin y al cabo es un derecho libre que sólo se puede
ejercer en secreto.