Mi mamá tenía que entregar el vestido de novia a las cuatro
de la tarde y le faltaba pegarle unos adornos. Llegamos a El Ley a las ocho en
punto. Fuimos los primeros en entrar a ese norme almacén donde había de todo.
Me estorbaba el broche metálico que ajustaba el monedero y la punta inferior
del lápiz labial. La cartera era incómoda pero me sentía mejor encaletado en
su interior que repartiendo saludos al lado de mi madre. No seás tan
maleducado, saludá a misia Maruja. Como no me permitía meterme debajo de su
falda para evitar la mirada de esa bruja, me había escondido dentro de su
cartera. Así no tendría que soportar ningún pellizco. El dolor cuando agarraba
un trozo de piel de mi brazo entre sus
dedos gordo e índice y apretaba y giraba hasta que yo emitía un gran berrido.
Maleducado. Me gustaba esa oscuridad. Desde allí no tenía que saludar a nadie. Dentro de la
cartera, a pesar de los chuzones o algunos golpes que recibía cuando ella tropezaba en el bus con pasajeros afanados o
muy gordos, todo era más tranquilo. Me gustaba escuchar el runrún del motor haciendo
cambios, o el quejido del freno de aire cuando tenía que detenerse. Imaginaba
el recorrido del viaje, la duración de cada cuadra, disfrutaba el roce contra
el cuero pelado cuando por el efecto de las curvas me comprimía en el interior de
esa nave cavernosa. El problema fue que al salir del almacén un muchacho le arrebató
la cartera a mi mamá y salió corriendo. Escuché sus gritos pidiendo auxilio y
sentí que cabalgaba en un caballo desbocado. De repente pasé a estar en un
avión dando vórtices en el firmamento y caí estrepitosamente al asfalto. Un
hombre le puso zancadilla al ladrón y la cartera voló siete, diez metros, hasta
precipitarse en picada contra el piso. El broche metálico se abrió y cuanto
chéchere había en su interior se regó por el cemento. A la mugre callejera
fueron a parar el colorete, la cajita metálica de la polvera, la camándula, la
billetera, el lápiz labial, la libretica de teléfonos, el esfero que guardaba
celosamente desde su primera comunión, la muestra del ribete que tenía que
comprar y yo , por supuesto. Una muchacha vestida de enfermera ayudó a
recogerlo todo. Todo, menos a mí que miraba desconcertado desde la base fría de
un hidrante. Empacó todo con cuidado en
la cartera mientras el héroe salvador entregaba el ladrón a un policía que
casualmente pasaba por el lugar, no sin antes propinarle una patada. El policía
le hizo eco dándole una paliza con su bolillo. ¡Qué se hizo ese muchacho, por
Dios! suspiró mi mamá. Aquí estoy, bajo tu falda. Sin saber cómo, me deslicé hasta ella en
medio del corrillo. Tenga señora, ahí está todo, que si está bien señora, ¿No
le hicieron daño? No, gracias, tan queridos. Ni un rasguño. Levanté la mirada y le dije: Aquí estoy mamá.
Córrale mijo, vamos a coger un bus que hay que entregar este vestido antes de
las cuatro de la tarde.
Diego García Moreno - copyright.
Natagaima, octubre 20 de 2015