martes, 1 de agosto de 2017

EL SMOKING DE MI PADRE

No he conocido en mi vida alguien más alérgico a las fiestas que mi padre.  Al verlo vestido de gala me pregunto ¿para cuál celebración iría que aceptó alquilarse semejante atuendo? Y al ver esas palmeritas detrás de su elegancia me pregunto ¿no será que al escondido ya vació en la matera la copa de vino que le dio un mesero al entrar?




Mi padre era músico -acordeonista, pianista, marimbero, saxofonista y cantante-, y le encantaba estar en la tarima dando interminables conciertos con su grupo musical. A pesar de haber sido atacado por el polio en su infancia, se decía que, a pesar de su cojera, en su juventud llegó a ser el mejor bailarín de Medellín. Ya mayor, con una familia numerosa, puso su granito de arena para que sus hijos bailaran:  muchas tardes de día de fiesta las pasó en el patio de la casa enseñándole a las niñas, mis hermanas, a bailar cumbia, pasodoble y chachachá, y, por supuesto, los muchachos estábamos  ahí, pegaditos del ritmo con el un, dos trés, cuá...  Aun no logro entender por qué, con todos estos antecedentes,  detestaba el tropel de gente fumando, bebiendo, haciendo bulla, contando chistes, hablando bobadas o vanagloriándose de sus hazañas, reunida para cualquier celebración.  Al final de sus días no soportaba un ágape, grado, matrimonio o cumpleaños; se acostaba temprano los treinta y uno de diciembre y se escabullía hasta en los días de la madre. Algo pasó. Sospecho que no soportó más la gente de su clase social: un mundillo paisa de clase media alta obsesionado con el triunfo en los negocios y practicante de arraigados comportamientos racistas que el viejo no podía asimilar. Poco a poco fue rompiendo relaciones con todos los que pudieron haber sido sus pares de juventud y optó por ir construyendo unos curiosos rituales de  desprendimiento y generosidad desesperada.

Cuando nos pasamos a vivir en el edificio Eiffel, en el centro de Medellín, en el que estaba París Moda, el almacén de su papá, donde él tenía que trabajar para completar el pago de los colegios de sus hijos -que no alcanzaba ni con los esfuerzos culinarios y de modistería de mi madre-, a pesar de la pésima relación que tenía con su padre, instaló en el cuarto de la terraza su estudio musical. Diariamente recibía un grupo de muchachos y muchachas de barrios populares, en su mayoría muy desafinados, quienes, en su obsesión por ser cantantes, acudían a las clases gratuitas que el maestro García ofrecía después de cuadrar caja, bajar las cortinas de hierro y poner los candados del almacén. Mi papá los acompañaba en el piano y les hacía repetir cincuenta veces la misma canción "hasta que sonara". Eso sí, ellos aprendían el oficio pero cantando sus canciones ¡sólo sus composiciones! Cuando alguien, en general mi mamá, le preguntaba que por qué alcahueteaba a tal o cual de sus alumnos ¡tan desentonado! él respondía "Yo le quiero dar a la gente lo que a mí nunca me dieron". Por supuesto, se refería a su patrón, su padre, quién nunca pudo aceptar un hijo artista en una familia donde había el cura -esencial en familia paisa-, el médico, el químico, el administrador de empresas y unas muchachas bien casadas con señores que nada tienen que ver con esas ocupaciones tan miserables. Pero como este desadaptado había procreado ocho hijos con Beatriz, esa muchacha tan linda, de buena familia y tan querida, su maldad o avaricia no llegaba a tal punto como para dejarlo abandonado con lo poco que producían las clases de acordeón.



-Venga hombre y se me ocupa de la caja: así, entre familia, no me roban... Y ahí hay un apartamento libre en el cuarto piso donde puede acomodarse, apretadita, toda la familia... ah,  y, en la terraza  hay un cuarto libre donde le cabe todo ese mundo de instrumentos.

Vaya, vaya, qué generosidad aparente; en realidad el día a día proveía el espacio para los pequeños chantajes de su papá, la práctica de un desprecio oculto que tenía como velo la religiosidad de una mujer beata, mi abuela,  que le había exigido a su marido mayor consideración con su propio hijo.

Los domingos eran para don Gustavo García un día de total dedicación al prójimo. En la mañana se iba al Barrio la Toma, el más pobre y peligroso en cercanías al centro de la ciudad,  donde tenía un grupo de familias a las que les llevaba mercado -gran parte sacado al escondido de la despensa de mi casa-, rezaba con ellas una oración o les hablaba de la misericordia y el perdón, les cantaba acompañándose con su acordeón,  y luego les repartía dosis de maíz, arroz,  papas, y las verduras que hubiera conseguido. En la tarde seguía su peregrinaje rumbo al Buen Pastor, la cárcel de mujeres, siempre  cargando su acordeón. Allí pasaba las horas viendo desfilar  sobre la tarima del patio-salón una a una las prisioneras que durante la semana habían practicado la canción que les había dejado de tarea. Con ellas, cosa curiosa, había permiso de cantar la canción que quisieran. Nosotros, que habíamos pasado la tarde en la finquita de mi abuelo materno, íbamos a recogerlo antes de las seis en el carro de la tía Fidelia, cuando el cielo se llenaba de arreboles y los demonios de la tristeza volvían a cerrarle a  las muchachas las ventanas de la prisión.

El 30 de julio mi padre cumpliría 94 años; murió en su cama hace ya siete. Falleció en casa, en pijama, nada de corbatín blanco ni solapa de satín. Estaba preparado para una fiesta que, según él, lo esperaba en el otro mundo. Una fiesta en la que no le exigirían estar disfrazado, donde, con toda seguridad, podría bailar sin preocuparse por su cojera y en donde le tenían un acordeón reservado para que cantara sus canciones cuantas veces quisiera sin ser interrumpido por el humo ni el bullicio de una sociedad acunada entre la pacatería, la ambición y el arribismo.


Diego García Moreno
Bogotá, 31 de julio de 2017.
He sido un cultivador de cartas... pero se extinguen los huertos, las postales, los destinos. Busco materos, balcones, ventanas, lienzos libres donde pueda sembrar mis dudas, mis palabras, las cascadas de imagen que a veces se me ocurren. Dale hombre, me han dicho algunas fieles amistades, invéntate un blog, escribe. Ya verás que es un buen andén para compartir tu risa, tu silencio, tus desdichas. Curioso, dócil, ingenuo, acepto jugar a lo impreciso.