ENTREGA DIECISÉIS
LOS ESTRUENDOS Y LA ESPERA
Bogotá, agosto 7
Sonó tan duro la explosión que salí al balcón para ver qué había ocurrido. Miré instintivamente hacia el antiguo edificio del DAS, pero la sede pesada y sin gracia del extinto Departamento Administrativo de Seguridad estaba allí, restaurado, sospechoso, no era el objetivo. Busqué en las nubes el reflejo del Palacio de Justicia y también permanecía en su sitio, reconstruido en el costado norte de la plaza de Bolívar, siempre temeroso en su amarillento envoltorio de piedra bogotana. Hice un barrido por el horizonte para ver si había alguna columna de humo sobre un centro comercial, estación de policía o club social de la ciudad, como cuando Pablo Escobar encargaba a sus matones colocar bombas para que el gobierno atendiera sus exigencias, o las Farc a sus dinamiteros porque la locura de la guerra justificaba cualquier acto de barbarie, o cuando una fuerza oscura emparentada con el estado cometía un acto de terrorismo que permitiría achacarle a la rebelión todos los desastres ocurridos ocultando así sus vergonzosas torpezas; pero no era eso, todo parecía en orden, la claridad de la luz alcanzada durante cinco meses de cuarentena me permitían hacer un inventario fidedigno del amplio territorio urbanizado y en apariencia pacificado que rodea mi apartamento. ¿Sería la explosión sincronizada de un centenar de exostos de buses de Transmilenio? ¿Un descomunal pedo urbano? A quema ropa lancé un chiste mediocre tratando de manchar con un parche de color el tablero atiborrado de oscuras memorias truculentas.
Poco me duró la mueca de espectador de programa humorístico de sábado en la noche. Como por arte de magia, mi rostro mutó al del niño que permanece boquiabierto al ver la aparición milagrosa en los materitos dispuestos en el borde de la ventana del balcón. Sobre el enjambre de tunas afiladas de un cactus enano mamillaria que nos dejó de herencia Ana María Ochoa surgía un rosario de impecables florecitas fucsias con un pistilo amarillo en su centro, como caprichos de papel recortados y pegados con pinzas por una mano diestra; a su lado, en otro materito, sobre un pelaje inexpugnable de tunas orientadas en distintas direcciones, como escapada de una fiesta de travestis, resplandecía una gran flor amarilla con pretenciosos aires de corona imperial. A un paso, sobre el piso, haciendo contrapeso tropical al espejismo del desierto, de la bromelia billbergia que le regaló Tomás a su mamá el día de las madres del año pasado, salía una despampanante flor en campanela, alargada, de grandes pétalos naranjas que colgaba fuera del matero terminando en un racimo de pepitas como frutitos verdes, azules y violetas. Me animé a hacer el inventario de las plantas que Sally ha sembrado y cuidado con esmero durante la cuarentena y me hice el propósito de regarlas en la noche. Las suculentas parecían ignorarme, no denotaban padecer hambre. El arbolito de romero, aunque algo enjuto, está dispuesto a regalarnos hojitas cuando las necesitemos. Los penachos de las piñas estaban firmes, no sé cómo aguantan el frío de las noches bogotanas. El cilantrillo resiste el sol del mediodía. Los brotes de las semillas de pimentón se ven saludables. Bravo querida, me encanta tu obstinación. Algún día comeremos pimentones del balcón. ¿Cuándo volveremos a ver las flores de cera de la enredadera? Ojalá no demoren mucho, espero que el colibrí de cola larga que adora su néctar vuelva a visitarnos.
Regresé al salón y me senté frente al piano. Quise practicar de nuevo Longina. Tengo dificultad para que mis dedos hagan con naturalidad el paso del La bemol mayor siete al Fa menor siete al do menor y al re menor siete con quinta disminuida. A ver, vamos despacio. Encendí en la tableta el metrónomo electrónico, lo coloqué en Andante, a 65 pulsos por minuto y comencé a cantar acompañándome con los acordes.
En el lenguaje misterioso de tus ojos
Sentado en la banqueta de mi piano, frente al metrónomo que seguía impasible con su lento tic-tac, evidencié que mientras mi cámara Sony permanecía guardada en un armario desde el inicio de la cuarentena, en todo el mundo, a todo momento, hay miles de cámaras de bolsillo encendidas que involuntariamente pueden verse involucradas en el registro del impacto de un acontecimiento inesperado. Incontables cámaras de teléfonos celulares que al sumar sus inocentes imágenes pueden estar tejiendo desde los puntos de vista más insólitos el manto de una realidad desconcertante. Células vivas de una construcción azarosa que ningún director de cine hubiese podido imaginar. El estruendo del bombazo de Beirut duró apenas un instante, pero su impacto quedó resonando indefinidamente en los habitantes que lo vivieron o de quienes lo vimos y veremos una y otra vez reconstruido en la pantalla.
El tic-tac del metrónomo volvió a salir de la humareda, terco, impasible, como una conciencia demoledora del factor tiempo. A pesar de no estar marcando ninguna fecha, de no estar asociado a ningún horario, sin recurrir a ninguna palabra hacía que la atmósfera de la sala contrastara con el descontrolado ritmo del mundo. Su lento tic-tac le marcaba un compás a mi corazón en su intento de desbocarse con semejante estímulo. Durante la cuarentena mis tensiones han buscado refugio en acordes sobre el teclado del piano. Durante el confinamiento mis imágenes se han vuelto construcciones verbales, palabras de un blog a la deriva cuya brújula es el azar, textos propiciados por estímulos inesperados que entran orondos por el balcón o se derraman, como vómitos noticiosos, por la radio o la televisión. Yo trato de trapear el piso, de desinfectar el vértigo que muchos de ellos producen, convirtiéndolos en relatos que calman mis ansias de filmar y contar, que apaciguan esa extraña voz que durante años fue moldeándome en el oficio de relator. Esa práctica cotidiana calma mi ansiedad y me genera placer, a tal punto que a veces me inquieta saber si cuando termine el encierro tendré intacto el deseo de encender mi pesada cámara.
De repente un instrumento de la orquesta abandonó el escenario. La carga de la batería de la tablet se agotó y el péndulo invertido del metrónomo se detuvo. La tele continuó imperturbable con el informe. La explosión de 2750 toneladas de nitrato de amonio, que habían sido confiscadas en 2014 a un barco ruso que las llevaba para Mozambique y que permanecían, vaya a saberse por qué, almacenadas en el corazón de una ciudad, dejaba más de 200 muertos y 3 mil heridos. ¿Apenas? Increíble. Cada trauma tiene su método de generar el espanto. En las torres gemelas de Nueva York el impacto de los aviones mató más de cuatro mil personas. La diferencia con las dantescas imágenes que profetizaban el desmoronamiento del imperio americano es que aquellas tuvieron un preámbulo de suspenso y no llegaron acompañadas de una banda sonora tan contundente como las de Beirut. Recuerdo que cuando el terror golpeó las Torres gemelas el sobresalto estuvo precedido por un gesto de espanto que te obligaba a decir ¡NO! al ver que el avión volaba directo hacia los míticos edificios, un ¡NO! que se repetía cuando el avión chocaba contra la humanidad de la torre, el ¡NO! que exclamamos al ver el fuego y las torres fracturándose y los destrozos cayendo al piso. El seis de agosto, cuando Bogotá conmemoraba 482 años de fundada, se cumplieron también los 75 años de la explosión de la bomba atómica que los americanos lanzaron sobre Nagasaki. En mi pantalla coreana volví a ver las imágenes del hongo atómico sobre la ciudad japonesa al final de la segunda guerra mundial. En Nagasaki no habían teléfonos celulares encendidos en el momento de la explosión, si hubiesen existido seguramente se habrían derretido con la onda infernal de calor radioactivo que consumió la ciudad masacrando a más de doscientas mil personas. El desconcertante espectáculo atmosférico fue filmado de lejos por la cámara instalada en el avión que la descargó. El piloto no escuchó el ruido de la explosión, la onda invisible apenas hizo temblar la estructura de la nave que huía del epicentro del terror, pero su estruendo resonará por siempre en la memoria de una humanidad culpable. Ver nuevamente aquella explosión me provocó una vergüenza indescifrable, el efecto de la radiación tocó las fibras más profundas. Las lágrimas se fundieron con el espanto, re-inyectaron en mis venas un infinito desprecio por la guerra y una desconfianza incurable en la especie y su sofisticada capacidad de exterminio.
Sonó el teléfono. Era Tomás que llamaba desde Italia. El whatsApp exterminó definitivamente las distancias.
-Hola Tomi..
-Pá, ¿viste lo que ocurrió en Beirut?
-Sí, hijo, ¡qué desastre!
-Estamos muy tristes, me dijo. Yo toqué en una fiesta a media cuadra del sitio de la explosión.
El oficio de DJ ha llevado a Tomás varias veces al Líbano. Allá ha construido buenas amistades. Me contó que algunos conocidos suyos están en el hospital debido el impacto de las esquirlas, por fortuna ninguno está herido de gravedad. Que la gente está indignada y furiosa. Aparte del impacto de la pandemia, del descontento con la clase corrupta que gobierna al país, ahora llega esta desgracia. La población se ha volcado a las calles a protestar exigiendo el derrocamiento del gobierno.
-Y tú ¿cómo estás hijo? Por aquí llegan noticias de los nuevos brotes de Covid 19 en Europa. ¿La gente usa tapabocas? ¿Cómo va la soltería?
-Estoy bien, pá. Te estoy llamando desde el teléfono de un amigo, el mío dejó de funcionar cuando Bruna regresó a Sao Paulo. Sólo quedó la manzanita en la pantalla. Fue una buena coincidencia, así he podido estar solo y tranquilo, la próxima semana compraré uno nuevo, estoy volviendo a encontrarme.- respondió. Para Tomás ha terminado el último capítulo de su telenovela cósmica. Lo que empezó como un encuentro fascinante bajo el signo de una estrella fugaz en una playa de Bahía, terminó en una playa al sur de Italia con el paso de un cometa. Cuando la vista baja del firmamento estrellado y se encuentra con los espejos colgados en los muros del encierro, es improbable que los espíritus resistan el impacto de su real condición. Sentí de nuevo calma en la voz de mi hijo. Tras varios meses enclaustrados en Lisboa donde los agarró el confinamiento, y otros tantos en Puglia sin perspectivas de regularizar su residencia, Bruna, su ex-novia, regresó al Brasil. El amor de pandemia llegó a su fin. Tuvo que ser muy fuerte la ruptura de la relación y la sensación de desamparo que tuvo que optar por regresar a un país que en este momento se presenta como la referencia más fracasada en el tratamiento de la infección global. En fin, allá está su familia. Seguramente consideró que es mejor la seguridad riesgosa de su mundo maternal que el obligado prolongamiento de un amor fisurado. A respirar, de nuevo. Ahora, querido, abre tu mente a nuevas experiencias, a construir sobre las cicatrices y enseñanzas que siempre deja una aventura amorosa y ¡a cuidarte, pelao!, pilas con esas fiestas sin tapabocas en la playa. Tranquilo pá, yo me cuido. Chao hijo, disfruta de tu juventud.
Me alejé del piano, apagué el televisor y fui a la cocina a calentarme una arepa. Sonó el teléfono, Alberto Quiroga me preguntaba si estaba mirando la tele. No. Pues enciéndela. Dale, y colgó. Que la corte suprema de justicia acaba de expedir una orden de detención contra el senador y expresidentes Alvaro Uribe. ¡NO! Esa sí que es una bomba. ¿Que aquí no pasa nada? Recordé que en mi insomnio matinal del 3 de agosto había escrito:
“¿Y ahora sobre qué, coño, voy a escribir? Estoy mamado de las noticias. La actualidad política es detestable. Que Uribe por aquí y por allá. Que los unos violan por aquí y por allá. Que otros matan líderes por allá y por acá. Que roban celulares y bicicletas por aquí y por allá. Que si salgo a la calle me contagian. Que si me contagian, como soy viejo y con antecedentes cardiópatas me muero. Que si me muero no encontraré horno crematorio y tendrán que inhumarme, es decir me meterán en una tumba en un muro, o en una fosa bajo tierra para que me coman los gusanos, que es distinto a cremarme, o sea meterme fuego hasta que quede en cenizas que puedan ser dispuestas en una cajita para que las esparzan por ahí, donde yo decida antes de morirme, pero tengo que contarle a alguien para que tengan idea de adónde, eso era lo que yo quería hasta hace un rato, pero ya nadie puede ir “por ahí, e incluso, me da pereza morirme…”
Re-embobine y recomencemos. Esto se puso interesante. Ya no es Uribe por aquí y por allá. Ahora estará en su casa quietico, detenido. Bueno, en casa es mucho decir, estará en su Ubérrimo, su exuberante hacienda cordobesa. ¿Quietico? Esa no la creo, sus deditos tramadores no soportarán las ganas de azuzar el fuego político con ponzoñosos mensajes de odio y rencor por Twitter. ¿Qué hacer? ¿Reflexionar? ¿Gritar de la dicha? Volver a mi balcón florecido con una cacerola y unirme al concierto de celebración que están programando en las redes sociales para el atardecer? Siento alivio y miedo. Por fin, a uno que viola la ley, perdón, eso no se puede decir porque todavía no está juzgado, a alguien que tiene como doscientas acusaciones en su contra y treinta procesos en la corte, le acaban de poner un tate quieto. Calma. Supongo que tenemos quince días para ver la evolución de la noticia. Veremos qué va a pasar. Lo importante es que apareció un giro en la historia. Nos pusieron tema. Pero la palabra miedo permanece ahí, en frente, congelada. Esperemos que este suceso no se convierta en una excusa para ponerle acelerador a la matazón y se multipliquen los asesinatos contra los líderes sociales. Cállate. Sí, es mejor, qué pereza hablar de ese señor. En algún momento de mi vida prometí no volver a mencionarlo.
Bastó la referencia a mi autocensura para que un comercial de jabones aromatizara el salón, luego uno de desodorantes, dos de champús y un curso de lavado de manos para protegernos del covid 19. Joder, ¡que sucios somos! Cuánta mugre cargamos y qué capacidad tenemos para atraer infecciones. Remató el segmento publicitario una alabanza a la buena gestión del gobierno durante la pandemia. Mentirosos.
Una ráfaga de viento empujo la puerta de vidrio entreabierta del balcón y la hizo golpear contra el muro. Corrí a asegurarla. No faltaría sino que se quebrara y tuviera que ponerme en el rollo de encontrar a un vidriero para reemplazarla. Tendría que abrirle la puerta de madera del apartamento a un posible portador del pánico. No. Qué fragilidad. A falta de cometas en agosto, pensé, cualquier puerta puede calmar la sed de los alisios vagando por la ciudad. La palabra cometa me llenó de añoranzas. Miré el cielo cargado de nubes veloces, y desprovisto por primera vez del ensueño de los caprichos voladores en la temporada de los vientos. Recordé las palabras de un maestro chino “la cometa es la sonrisa del Cielo y una forma de cabalgar sobre el viento para seguir el grano del Universo…” Estaba a punto de ensillar mi caballo volador cuando de pronto PUM. De la terrible pantalla salió un nuevo estruendo:
José de los Santos Sauna, la autoridad del pueblo kogui, falleció a causa de la covid-19. En días pasados, él había sido trasladado en un helicóptero de la Armada hasta Santa Marta, tras presentar dificultades para respirar. Tenía 44 años… mierda, la pandemia se lleva la sabiduría…
No había tenido tiempo de digerir la triste noticia cuando PUM, otro estruendo: Ángela Salazar liderza de las comunidades afro y Comisionada de la Verdad murió en la ciudad de Apartadó la mañana de este 7 de Agosto después de padecer varios días de Coronavirus. Era la encargada de recoger la verdad de las diversas problemáticas en la región de Antioquia y Chocó…
Se desató una tormenta de noticias estruendosas. ¿Cómo protegerse? ¿Para dónde agarrar? ¿Apago ese aparato o qué? Quiero citar de urgencia a un consejo de seguridad a mis familiares y amigos. Convocarlos a una gran reunión en zoom para que analicemos la situación y tomemos determinaciones… Ay, hombre, qué iluso eres. Tomar determinaciones… a lo sumo compartirás las lágrimas y la putería. Cómo se te ocurre pensar que podrás encontrar alivio en los cuadritos estrechos del mosaico del computador frente a este alud de titulares tan conmovedores, tan tristes, perturbadores… si no fuera por la detención del innombrable pensaríamos que es el fin del mundo.
Quisiera ser parte de un grupo de lloronas en un velorio o de una comparsa alucinada celebrando en carnaval, llorar a moco tendido o reírme a carcajadas. Aquella tarde a las seis, Sally yo bajamos con cacerola, clave y tapabocas a hacer sonar nuestras celebraciones y protestas.
XLV
LA ESPERA
Bogotá, agosto 13
Mañana cumpliré sesenta y siete años, la misma edad que siempre tuvo mi abuelo José Moreno. Cumpliré su edad en pleno pico de la pandemia bogotana. Afirman que cuando nací el viejo tenía cincuenta y dos y que él murió a los setenta y siete, o sea que tuve la suerte de disfrutarlo durante un cuarto de siglo. Tal vez sea cierto, no discuto con los matemáticos de mi familia, pero, para mí, él siempre tuvo sesenta y siete años y no creo necesario darle vueltas al asunto.
Cuando mi madre murió, me correspondió como herencia una foto que le tomé al abuelo un par de años antes de morir. Impresa en blanco y negro, en un formato de 30x40 cms., está enmarcada con un marco de madera pintado en vinilo negro y protegida por un vidrio reflectivo que se fracturó en una esquina durante un trasteo. Muestra a Lilito, como le decíamos sus nietos, sentado a la mesa, en camisa de pijama de un gris más oscuro que el de su piel, con la vista absorta en algo impreciso a la altura del horizonte en el lado derecho del fuera de cuadro, mientras su mano, a la altura de su pecho, se aproxima a tomar un copita de licor dispuesta sobre la mesa cuya superficie refleja, perfectamente invertida, la figura visible del abuelo. En el ocasional espejo, patas arriba, se repiten su rostro y su pecho cubierto por la camisa desabotonada en el cuello, su mano y la copita de cristal. La doble copita es a la vez el centro de la foto y de la doble figura de mi abuelo. La definición del reflejo permitiría que la fotografía, a la manera de una carta de naipes, pudiera colgarse al derecho o al revés, dada la simetría y casi similar definición que tienen los dos rostros y el aire que hay desde su calva hasta el marco. El reflejo de la luz sobre el cristal de las gafas no permite ver en detalle sus ojos, pero la posición de su cabeza y su cuerpo parecieran haber encontrado la comodidad imperturbable que genera el sentirse poseído por una larga espera. El volumen estático del personaje, con dos centros de atención indescifrables, hace que esa fotografía de bajo contraste, en apariencia banal, provoque una lectura inquietante, una tensión que está determinada por un tiempo impreciso que podría traducirse como espera.
En aquel entonces el abuelo esperaba que el tiempo pasara. Recuerdo haberlo retratado a eso de las cuatro y cuarto de la tarde, cuando su jornada, en apariencia, había terminado. Temprano en la mañana él había tomado un bus, como en todos los últimos días de su vida, hacia un pueblo de Antioquia sin importar la orientación en la rosa de los vientos. Viajaba dos o tres horas, llegaba a la terminal, caminaba hasta el parque, se sentaba a la mesa de un bar o un café preferiblemente dispuesta sobre la acera, pedía un ron y un vaso con agua como pasante, permanecía un rato observando la acción callejera, bebía intempestivamente con gesto de desprecio el trago de ron y pasaba el impacto amargo con un sorbo de agua que luego escupía al piso. Quince minutos después hacía el recorrido inverso y regresaba a casa a almorzar. Olga, la señora que trabajaba como cocinera en casa, sin necesidad de solicitárselo, le servía el almuerzo, coincidiera o no con el de la familia. El abuelo hacía una corta siesta y a eso de las cuatro se ponía de nuevo la pijama, sacaba la copita del mueble del comedor, servía un ron, se sentaba a mirar, con la misma expresión que en la foto, hasta que repentinamente lo bebía de un sorbo, hacía un ruido de rechazo y placidez que confirmaba el sabor amargo del alcohol y permanecía sentado hasta a eso de las cinco de la tarde cuando decía hasta mañana; se encerraba en su cuarto y se acostaba con el radio de pilas encendido a escuchar, o a que le hiciera compañía, Radio Reloj. Una canción, la hora y una noticia, una canción, la hora y otra noticia. Cuando abandoné la aviación y me fui a vivir a París le regalé a mamá la foto y ella la tuvo colgada en la pared de su cuarto hasta el día de su muerte.
Ahora la foto está en el cuarto de Tomás, mi hijo ausente. Todos los días a las tres o cuatro de la mañana me traslado allí para despistar el insomnio escribiendo o leyendo. Usualmente, antes de iniciar mi labor, me recuesto en la cama y veo al abuelo mirando al infinito impreciso. A veces me pregunto ¿qué estará mirando? Esta mañana, al amanecer, me encontré repitiendo su gesto. Mirando algo que puede no ser nada y me dije “don José está esperando”. El abuelo en aquella época no demostraba ningún propósito. Esa mirada es la misma que he visto en ancianos en la costa que miran en dirección del mar, pero que en realidad no lo están viendo. Es la mirada de la espera que he visto en diversos ancianatos de pueblos en la cordillera y en los ojos de algunos mendigos en las calles; ojos que no están observando las montañas ni el discurrir de los transeúntes. La espera colectiva propiciada por la prolongación de la pandemia debe haberme puesto a mirar lo impreciso. Esta sensación de no saber para dónde va “esto”, de entrar en conflicto con frases acuñadas para la ocasión como “hay que reinventarse”, “tenemos que mantener viva la esperanza de que esto terminará pronto”, oraciones que empiezo a sentir fatigadas podrían ser las que me han llevado a ratos a hacerle dúo a su espera. ¿O será un gesto que aparece porque voy a cumplir sesenta y siete años, la edad que siempre tuvo mi abuelo? Esa cifra, se me antoja, fue el momento en el que el reloj se detuvo para él y entonces sintió que la muerte llegaría en cualquier momento y que era inútil empeñarse en cultivar esperanzas.
¿Qué horas son? Ey, despierta. Tú no eres el abuelo. Recuerda que Liuba Hleap te llamó para contarte que se había ganado una beca para restaurar La Balada del mar no visto. El medioetraje que filmaste en Medellín por allá en el año 84. Una voz me habla desde el interior. Al parecer me he desdoblado. Por fin nos ganamos una convocatoria. ¿Lo ves? No es el momento de bajar la guardia. Hay que celebrar que la actitud de agricultor y tahúr que asumiste desde el comienzo del encierro, coincidió con una buena conjunción de los astros y empieza a dar sus frutos. Como un jugador de tenis, en medio del partido me doy ánimos y consejos. Los jurados han valorado un esfuerzo de los inicios de mi carrera cinematográfica y un arrebato creativo de juventud se vuelve patrimonio. A los sesenta y siete años dedicaré mi tiempo a revisar fotograma tras fotograma un ciclo de mi historia. Eso de restaurar obras de juventud tiene aroma de cirugía plástica ¿no? O a lo mejor se trata de un signo, como diría Tomás, de volver a cargar la canoa al hombro y salir a preguntar en medio de una ciudad entre montañas, sin horizonte, ¿Por dónde se va al mar?
XLVI
Bogotá, agosto 17.
La fiesta de cumpleaños estuvo buenísima. En un mosaico zoombi-zantino Logramos bailar, cada cual en su cuadrito, durante varias horas.
Continuará...