AZZZZUCAAARRRRR!
sábado, 29 de agosto de 2009
Pescadores de tragedias
Hace muchos años, por allá en los ochenta, se cansó del tropel de Medellín, de la montadera en bus, de las borracheras con los mismos amigos en el mismo barrio, en el mismo bar, de la atropelladora dosis de realidad envuelta en la tele, la radio y los periódicos; se mamó de dictar clases de literatura en la Universidad y de su dudosa soltería y del desayuno en familia y se fue a vivir en una playa en Capurganá para revitalizarse mirando el mar, comiendo del mar, buceando en el mar, leyendo acompañado por los susurros de mar. Como sabía que sufría de una adicción fatal a la información decidió hacer una cura metódica: no llevar una radio de pilas sino una casetera. Grabó las cien peores noticias del momento y las acomodó en una bolsita plástica sobre una repisita para que cuando lo agarrara la nostalgia pudiera escucharlas y revivir de un baldado toda la tragedia del mundo. Así el espanto le evitaría caer en la tentación de un prematuro regreso.
Anoche recordé a Nono y desempolvé los vagos rumores que algún día me llegaron. Contaban que un hermano suyo fue a visitarlo al mar un par de años después de su deserción ciudadana y que, fascinado ante la asombrosa adaptación del exprofesor universitario a su nueva vida, decidió acompañarlo en su exilio y volverse el ayudante de labores de quien ya era considerado uno de los mejores pescadores con arpón en el golfo de Urabá. Desafortunadamente el visitante murió ahogado en circunstancias que desconozco lo que precipitó el retorno de mi amigo a su repudiada ciudad.
En un acto de osadía lo llamé y le pregunté por la recopilación de noticias desastrosas y me dijo que desde la muerte de su hermano nunca había vuelto a prender su casetera, que había quemado la cinta y que llegando a Medellín había jurado no volver a encender jamás la tele ni la radio. Uno no debe ponerle carnadas a la tragedia, me dijo.
Desde que hago documentales guardo varios cartuchos de video con noticias y fotos de tragedias nacionales que trato de ubicar siempre en la edición de algún relato. Y en cada ocasión recuerdo la frase de Nono. Hace unos meses, cuando tuve en mis manos la caja con el archivo de noticias y fotografías que han inspirado los cuadros de Beatriz González sentí que navegábamos en la misma barca. La diferencia con Nono es que en vez de haber apagado la voz de las noticias, la maestra y yo hemos renovado la suscripción a El tiempo y a El Espectador y que a viva voz, ya sea a través de cuadros o intervenciones públicas, de películas o conversaciones, lanzamos nuestros anzuelos con apetitosas carnadas al fondo de una realidad agitada por remolinos trágicos.
He prevenido a familiares y amigos para que no se acerquen cuando preparo una película. Los alerto a gritos para que no se detengan a mirar este paisaje. A veces las siluetas al atardecer producen náuseas o deseos incontrolables de lanzarse al abismo.
Anoche recordé a Nono y desempolvé los vagos rumores que algún día me llegaron. Contaban que un hermano suyo fue a visitarlo al mar un par de años después de su deserción ciudadana y que, fascinado ante la asombrosa adaptación del exprofesor universitario a su nueva vida, decidió acompañarlo en su exilio y volverse el ayudante de labores de quien ya era considerado uno de los mejores pescadores con arpón en el golfo de Urabá. Desafortunadamente el visitante murió ahogado en circunstancias que desconozco lo que precipitó el retorno de mi amigo a su repudiada ciudad.
En un acto de osadía lo llamé y le pregunté por la recopilación de noticias desastrosas y me dijo que desde la muerte de su hermano nunca había vuelto a prender su casetera, que había quemado la cinta y que llegando a Medellín había jurado no volver a encender jamás la tele ni la radio. Uno no debe ponerle carnadas a la tragedia, me dijo.
Desde que hago documentales guardo varios cartuchos de video con noticias y fotos de tragedias nacionales que trato de ubicar siempre en la edición de algún relato. Y en cada ocasión recuerdo la frase de Nono. Hace unos meses, cuando tuve en mis manos la caja con el archivo de noticias y fotografías que han inspirado los cuadros de Beatriz González sentí que navegábamos en la misma barca. La diferencia con Nono es que en vez de haber apagado la voz de las noticias, la maestra y yo hemos renovado la suscripción a El tiempo y a El Espectador y que a viva voz, ya sea a través de cuadros o intervenciones públicas, de películas o conversaciones, lanzamos nuestros anzuelos con apetitosas carnadas al fondo de una realidad agitada por remolinos trágicos.
He prevenido a familiares y amigos para que no se acerquen cuando preparo una película. Los alerto a gritos para que no se detengan a mirar este paisaje. A veces las siluetas al atardecer producen náuseas o deseos incontrolables de lanzarse al abismo.
miércoles, 19 de agosto de 2009
En agosto en Bogotá
En agosto en Bogotá
celebré mi aniversario de vida en agosto en Bogotá mientras
los aniversarios de muerte celebraban su agosto en Bogotá
Garzón, Galán...García...
Gagaga...
Galas y galas y galas.
Garrote vil, gambetas traidoras, garras que desgarran,
gafas ciegas, gatos negros saltando frente al sol de los ganados.
Gateando se avanza en el tiempo.
Ganan dinero los diarios recordando las desgracias
en agosto en Bogotá.
Hace mucho en Medellín cuando el calendario garantizaba
que en agosto se gastaba el sudor corriendo
con zapatos de gamusa entre el ganado que pastaba
en los potreros de un gamonal sombrío
la garantía de vida era mirar al cielo para ver cómo las vírgenes
ganaban un pedestal entre las nubes
y muchos ángeles con plumas de gala
esperaban que el tiempo se gastara
y que un gallo anunciara
que la hora de la gaga y el gargajo y la galleta y el garfio y la garbimba y el gamín y las gangas gastaban con ganas su garrotera.
En agosto en Bogotá celebré mi aniversario de vida
en agosto en Bogotá mientras los aniversarios de muerte
celebraban su agosto en Bogotá.
que la hora de la gaga y el gargajo y la galleta y el garfio y la garbimba y el gamín y las gangas gastaban con ganas su garrotera.
En agosto en Bogotá celebré mi aniversario de vida
en agosto en Bogotá mientras los aniversarios de muerte
celebraban su agosto en Bogotá.
martes, 4 de agosto de 2009
Ídolos & dolos... la procesión va por dentro
La siguiente crónica hace parte de una serie de escritos que me ayudaron a soportar el exilio en Chicago a principios del milenio. Data de junio de 2003 y fue publicada por La Hoja de Medellín con el título “La procesión va por dentro”.
Ídolos... y dolos.
(Aficiones... aflicciones.)
1.
¿Qué vas a hacer cuando estés grande, mijito? Vaya tamaño problema con el que tenemos que lidiar desde el principio. Detesto esa pregunta y trato de no formulársela a Tomás, mi hijo de ocho años, pero él insiste en responderla como si ya hiciera parte del programa genético que traen al mundo los niños de hoy en día... quizás los de siempre.
-Papi, quiero ser beisbolista.
- Bueno, haz lo que quieras, que el destino y los humanos que encuentres en el camino te lo permitan
Recuerdo que uno de mis primeros sueños era llegar a ser un gran tamborero en ese Medellín con aroma pastoril de principios de los sesenta, donde el "hit parade" del espectáculo afichaba la disputa por el primer lugar entre la procesión del Sagrado Corazón y la Feria Exposición Agropecuaria. Aunque me fascinaban los caballos, las mulas, y por supuesto las vacas, me parecía, y el tiempo se ha encargado de confirmarme la creencia, que los exhibidores de las pomposas bestias eran en exceso petulantes y excluyentes. Sí, yo era un fiel admirador de ese infinito desfile multicolor que amalgamaba colegios acompasados a ritmo de batuta, tambor, platillos y corneta (y hasta marimba metálica en privilegiadas ocasiones); santos de yeso rosaditos y desplazamientos temblorosos, abrigados con terciopelo y cuanta flor pelechaba entre Santa elena y Santa Fé de Antioquia; medievalescas tropas de cofradías religiosas, viejas rezanderas y ricos señores encapuchados que podrían esconder entre ellos al Enmascarado de Plata o al mismísimo Fantasma; la pasarela de bomberos y uniformados que suponía recién llegados de combatir incendios y enemigos en los montes del río Cauca o en las guerras de un tal Napoleón, o de librar batallas en las gestas de independencia del gran Simón Bolívar o de pelear con los malos que colgaron a Jesús en El Calvario, por allá, más lejos que las lomas de Manrique.
Trepado en la ventana de la casa de una tía generosamente gorda y solterona de la calle Bolivia me embelezaba mirando ese río humano de paisas narizones y bigotudos, de señoritas blanquitas de porcelana o morenitas de ensueño, teatralizados todos y limpiecitos, que desembocaban al parque de Bolívar después de haberse exhibido ceremoniosamente por El Palo y la Calle Bolivia; y me juraba que algún día recorrería esos mismas calles marcando con decisión el ta-ta-tá, tare que te tare, que te tá...! aprendido de memoria a punta de repetirlo con cada banda de guerra que encabezaba cada color, colegio, barrio... Pero nunca desfilé.
2.
¡Ay, don Lázaro! Nunca podrá usted desde su tumba sanar el daño que me hizo al pasarme el gancho equivocado para sostener mi tambor. Entre su ofusque permanente, que marquen el ritmo así, que le arreglen la melena dorada al kepis, que abotonen bien las charreteras, que se encaramen más el pantalón y ajusten bien la correa pues el paño del hilván se les va a estropear con el asfalto, que si tomaron chocolate, recuerden que la procesión es como de tres kilómetros en subida y el que no haya comido nada se desmaya, envió al infierno mis esperanzas. .
- Don Lázaro, este gancho está muy grande. De mis labios salía un chorrito de voz infantil, una súplica tambaleante que se perdía entre el tumulto de muchachitos disfrazados de soldaditos de plomo soplándole aire caliente a las cornetas, o repitiendo en el redoblante, bien pasito, los acentos de los compases de la retreta que el viejo nos metía en la memoria musical a punta de gritos y empujones de la pierna izquierda; se deshacía entre el aire que levantaban las cinco monjas de la caridad estrenando vestido de nueva ola con permiso del Concilio Vaticano, o la cantaleta agitada del director de la banda que aparte de refunfuñón y acelerado era sordo.
-Ay que belleza, vinieron los niños del colegio de la Presentación. Pero pobrecito ese gordito, ¡mirá cómo le tocó arrastrar el instrumento!.
La Procesión de la Virgen del Carmen, entre el parque de Bolívar y la Iglesia de Manrique, una prueba obligatoria previa a la gran "parade" del Sagrado Corazón, fue inyectada en la memoria con aroma de viacrucis y en las esperanzas como un caldo maluco sazonado a punta de fuego eterno. Caminé solo, como una colita floja de cometa, tras el escuadrón de los tambores que usualmente conformaban líneas de tres niños porque ese día no vinieron ni Mejía ni Pineda y me tocó mostrarle a todo ese mundo de curiosos apiñados en las aceras de la calle Ecuador los rodillazos que le inflingía a cada pasito al redoblante del tambor que pendía mal colgado de mi cinto; los azotes que los bordes de metal, de ese estorbo sonoro en que quedó convertido mi adorable instrumento, le propinaban a mis espinillas y hasta a mis huevitos por causa de un gancho largo que no quizo cambiarme don Lázaro.¿Para qué, carajo, me metí en una banda de guerra? El sueño infantil de llegar a desfilar un día en la procesión del Sagrado Corazón se deshizo ese día. La imagen venerada de los grandes del colegio de San José o de la Bolivariana interpretando la melodía del Puente sobre el río Kwai, mientras mi mamá y mis tías, mi papá y todos los habitantes del universo Medellín aplaudían frenéticamente al paso de la banda, se convirtió en una pesadilla ante cada carcajada de los mirones que en vez de rogarle sus favores a su Virgen Carmelita se ensañaban espiando el dolor de un desafortunado muchachito..
3.
El último sábado de mi reciente y pasajera vida norteamericana, tuve un "flash-back" del incidente. Era el inicio de la temporada en las ligas de béisbol infantil en Chicago. Mi hijo Tomás, un apasionado seguidor de ese deporte tan gringo, tan japonés y tan caribeño, se levantó tempranísimo. Con el mejor ánimo se puso el uniforme nuevo, el de los Rockets, que pagó vendiendo dulces a cuanto amigo visitaba la casa; o sin permiso en el colegio a todos sus compañeritos, entre los inocentes gorditos bien adictos a los coloridos empaques de las insípidas comidas rápidas, o a los flaquitos restantes que logran mantener viva su información genética gracias al sudor de tanto juego, o al rigor en el consumo de las viandas orgánicas, como mandan las nuevas normas de la alimentacíon contemporánea y post-yupi. Mi "Tomy" era uno entre los miles de niños de todos los colores y razas que comparten la esperanza de llegar a las grandes ligas. Blanquitos queriendo emular las hazañas de los legendarios Di Maggio y Baby Ruth, o a sus héroes más recientes como Marc McGuire y Derek Jeter; negritos orgullosos imitando los gestos de su Hank Aron, el bateador inalcanzable, o su nueva estrella del jonronéo Barry Bonds; y los latinos, fieles a la imágen del ídolo portoriqueño Roberto Clemente o a la reciente bomba dominicana, el cachorro local, el ex-lustrador millonario Samy Sosa. Yo, por allá en un rincón de mi escritorio, guardo la estampita de nuestro Edgar Rentería que en un día de nostalgia me regaló el niño para recordarme que en mi patria también se veneran a los héroes. En fin, mi hijo estaba listo para participar en la larga procesión de partidos del Horner Park.
Situado al noroeste de la ciudad emblema de la arquitectura moderna y en el corazón del noroeste irlandés en épocas de la olvidada prohibición, el Horner es uno de los 252 parques de la ciudad de Chicago que cuenta con instalaciones para practicar la pelota caliente y programa en sus ocho diamantes torneos de verano la increíble suma de cuarenta partidos en cada categoría. Ardua tarea para probar la vocación de los padres...
- Papi, éste será un partido muy difícil, nos toca contra los Yankees.
- No te preocupes, ustedes tienen con qué ganar.
- Elijah, mi mejor amigo juega con ellos. Y son buenísimos...!
Cuando llegamos a la extensa y bien recortada grama del parque, ya un sinnúmero de figuritas encachuchadas calentaban el brazo con bolas rectas, globitos y roletazos, o abanicaban la brisa con sus bates de metal y escupían a la usanza de sus ídolos frente a las desdeñadas cámaras de televisión. Tomás, sin desanimarse por el presentimiento de la derrota, cargado con la ilusión de conectar un imparable o de atrapar con su guante el "out" que pusiera a su favor el resultado, corrió veloz a ponerse bajo las órdenes de sus entrenadores. En general, este oficio lo desempeñan papás bien afiebrados y monotemáticos que gratuitamente prestan sus servicios al equipo de sus hijos. Joel y Mario, nuestros "coaches", como la gran mayoría en este parque, son de origen portoriqueño, segunda o tercera generación, y tan apasionados, que si por ellos fuera, hubieran decidido que todas las familias armáramos carpa alrededor del diamante para entrenar eternamente a sus pupilos. Sally, mi esposa americana, y yo, fuímos a estrenar silla de picnic al lado de los padres de los compañeritos del equipo. Nos instalamos junto a una buena tanda de morenas rubias bien teñidas y varones gruesos de amplia pantaloneta, chancla suelta, perro rabioso en una mano y celular constantemente activo en la otra; evidentemente latinos, pero al parecer ya bien moldeados por el sueño americano pues no mostraban ningún empeño en responder en español a las preguntas que les hacíamos, y sin esfuerzo aparente guardaban bien cerradas las puertas de su gueto para aquellos que no habíamos crecido en su nueva patria.
Cuando el partido estaba a punto de comenzar, llegó mi hijo sollozando. Que no lo iban a dejar jugar. Cómo así. ¡Por qué!. Y antes de poder armar su frase, vino Joel a dictaminar que como Tomás no había traído su "cup" o protector para los genitales, el árbitro no le permitiría jugar. ¡Pero cómo asi que no van a dejar jugar a un niño de esta edad sin esa cosa, si aquí ni siquiera se usa un lanzador en el montículo!. ¡Esto es un deporte inofensivo! Sally, fanática congénita de este deporte, fue la primera en protestar con un espíritu que parecía bien colombiano. Pero Joel dijo que las reglas son las reglas y en este país hay que cumprirlas. Paciencia. Bueno, a lo mejor tiene razón. Recordé que en nuestra época no se acostumbraba ese tipo de artefactos para la salud, y en mas de una oportunidad me revolqué del dolor por el piso en un partido de fútbol a causa de un balonazo perfectamente dirigido contra mi humanidad. Pero era domingo, en el vecindario no había ningún almacén deportivo abierto, si vamos hasta un "mall" cuando regresemos ya habrá terminado el partido. La aflicción de Tomás lo había hecho encogerse. Parecía un indefenso muchachito de tres años.
-No importa, voy a buscar uno como sea, dijo la madre.
- Vete, yo me quedo con el niño.
Cuando su silueta se perdía en la distancia llegó el entrenador emocionado con su teléfono en mano.
-Detengan a la señora, que Tomás corra donde Bill, el celador del parque, él tiene uno de sobra y se lo puede prestar.
- Vamos de una. Corre. Mis rodillas, acostumbradas al desliz de los patines y no al golpeteo del trote, se resintieron un poco atravesando tres canchas con denominador de joya, pero no importaba. Había que mantener vivo el brillo de la fé del hijo.
-Señor, que si tiene el protector...
Bill, un enorme cuarentón rubio, de gran cachucha, muslos, cuello y barriga, sacó una especie de calzoncillo grandote coronado por una nariz sintética parecida a la de Groucho Marx, sostenida por unos elásticos que evidentemente no cumplían con las elementales normas de la higiene. Tomás miró el objeto y ví cómo sus lágrimas humedecían de nuevo sus ojos.
-Eso está muy grande, papi.
A ver, piensa, qué será lo mejor para tú hijo...? En un ataque de absoluto pragmatismo encaré al niño.
- Si quieres jugar, tienes que acomodarte eso, no hay de otra.
El niño se quedó tieso. Miré la cancha a lo lejos, el primer batazo del equipo contrario había sido imparable y un niño alcanzaba primera base..
-.Te la pones encima del calzoncillo y el pantalón te la sostiene, pero apúrate.
-¿Donde me desvisto? Tomás buscó con su mirada un baño o un escondite, pero estábamos lejos de los servicios y he sido testigo de cómo el pudor le ha crecido últimamente. No había dónde.
- No te preocupes, desvístete aquí, que todos tenemos lo mismo. Nadie te va a mirar.
Otra vez el ojito se le puso rojo, pero aceptó sentarse en la grama y como pudo se bajó los pantalones y se metió la enorme prenda entre las piernas.
-Vamos, súbetelos. No te preocupes, amarrate bien la correa. Camina, vamos, corre.
La incomodidad en sus pasos, su incertidumbre y palidez, eran evidentes. Cuando por fin llegamos al partido, el niño no quería mostrarse ante nadie con semejante incomodidad y protuberancia. Su madre me miró y sonrió nerviosamente.
- ¿Estás listo Tomás?. Pasa al puesto del lanzador, .ordenó en inglés la voz del entrenador.
Cuando el niño se dirigía entre rasquiñas y ajustes de pantalón hacia sitio en la cúspide del diamante, me pareció escuchar bajo mi voz la cantaleta de don Lázaro. El viento de la "windy city" levantó el polvo del diamante y sentí que un revoloteo de mantos de monjas muertas y sonrisas de mirones volvían a incomodar el destino de otro proyecto humano. Busqué una figura de santo de yeso para implorar la ayuda del muchacho, pero estaba sonando tan duro la noticia que el gran Sammy Sosa había sido castigado por utilizar un bate traficado con corcho en un partido oficial, que mejor opté por no interferir con el más allá en estos inesperados tropiezos que nos corresponde sortear a los débiles seres de carne y hueso.
Tomás tenía razón, el equipo de los Yankees era buenísimo y perdieron. Pero los partidos eran muchos y al día siguiente llegó con protector de su talla, nuevecito, a golpear sus genitales ante el árbitro para cumplir con las reglas.
- No te preocupés, mijito, ya tendrás muchas oportunidades para descubrir qué vas a hacer cuando estés grande...
Diego García Moreno.
Chicago, Junio del 2003
Ídolos... y dolos.
(Aficiones... aflicciones.)
1.
¿Qué vas a hacer cuando estés grande, mijito? Vaya tamaño problema con el que tenemos que lidiar desde el principio. Detesto esa pregunta y trato de no formulársela a Tomás, mi hijo de ocho años, pero él insiste en responderla como si ya hiciera parte del programa genético que traen al mundo los niños de hoy en día... quizás los de siempre.
-Papi, quiero ser beisbolista.
- Bueno, haz lo que quieras, que el destino y los humanos que encuentres en el camino te lo permitan
Recuerdo que uno de mis primeros sueños era llegar a ser un gran tamborero en ese Medellín con aroma pastoril de principios de los sesenta, donde el "hit parade" del espectáculo afichaba la disputa por el primer lugar entre la procesión del Sagrado Corazón y la Feria Exposición Agropecuaria. Aunque me fascinaban los caballos, las mulas, y por supuesto las vacas, me parecía, y el tiempo se ha encargado de confirmarme la creencia, que los exhibidores de las pomposas bestias eran en exceso petulantes y excluyentes. Sí, yo era un fiel admirador de ese infinito desfile multicolor que amalgamaba colegios acompasados a ritmo de batuta, tambor, platillos y corneta (y hasta marimba metálica en privilegiadas ocasiones); santos de yeso rosaditos y desplazamientos temblorosos, abrigados con terciopelo y cuanta flor pelechaba entre Santa elena y Santa Fé de Antioquia; medievalescas tropas de cofradías religiosas, viejas rezanderas y ricos señores encapuchados que podrían esconder entre ellos al Enmascarado de Plata o al mismísimo Fantasma; la pasarela de bomberos y uniformados que suponía recién llegados de combatir incendios y enemigos en los montes del río Cauca o en las guerras de un tal Napoleón, o de librar batallas en las gestas de independencia del gran Simón Bolívar o de pelear con los malos que colgaron a Jesús en El Calvario, por allá, más lejos que las lomas de Manrique.
Trepado en la ventana de la casa de una tía generosamente gorda y solterona de la calle Bolivia me embelezaba mirando ese río humano de paisas narizones y bigotudos, de señoritas blanquitas de porcelana o morenitas de ensueño, teatralizados todos y limpiecitos, que desembocaban al parque de Bolívar después de haberse exhibido ceremoniosamente por El Palo y la Calle Bolivia; y me juraba que algún día recorrería esos mismas calles marcando con decisión el ta-ta-tá, tare que te tare, que te tá...! aprendido de memoria a punta de repetirlo con cada banda de guerra que encabezaba cada color, colegio, barrio... Pero nunca desfilé.
2.
¡Ay, don Lázaro! Nunca podrá usted desde su tumba sanar el daño que me hizo al pasarme el gancho equivocado para sostener mi tambor. Entre su ofusque permanente, que marquen el ritmo así, que le arreglen la melena dorada al kepis, que abotonen bien las charreteras, que se encaramen más el pantalón y ajusten bien la correa pues el paño del hilván se les va a estropear con el asfalto, que si tomaron chocolate, recuerden que la procesión es como de tres kilómetros en subida y el que no haya comido nada se desmaya, envió al infierno mis esperanzas. .
- Don Lázaro, este gancho está muy grande. De mis labios salía un chorrito de voz infantil, una súplica tambaleante que se perdía entre el tumulto de muchachitos disfrazados de soldaditos de plomo soplándole aire caliente a las cornetas, o repitiendo en el redoblante, bien pasito, los acentos de los compases de la retreta que el viejo nos metía en la memoria musical a punta de gritos y empujones de la pierna izquierda; se deshacía entre el aire que levantaban las cinco monjas de la caridad estrenando vestido de nueva ola con permiso del Concilio Vaticano, o la cantaleta agitada del director de la banda que aparte de refunfuñón y acelerado era sordo.
-Ay que belleza, vinieron los niños del colegio de la Presentación. Pero pobrecito ese gordito, ¡mirá cómo le tocó arrastrar el instrumento!.
La Procesión de la Virgen del Carmen, entre el parque de Bolívar y la Iglesia de Manrique, una prueba obligatoria previa a la gran "parade" del Sagrado Corazón, fue inyectada en la memoria con aroma de viacrucis y en las esperanzas como un caldo maluco sazonado a punta de fuego eterno. Caminé solo, como una colita floja de cometa, tras el escuadrón de los tambores que usualmente conformaban líneas de tres niños porque ese día no vinieron ni Mejía ni Pineda y me tocó mostrarle a todo ese mundo de curiosos apiñados en las aceras de la calle Ecuador los rodillazos que le inflingía a cada pasito al redoblante del tambor que pendía mal colgado de mi cinto; los azotes que los bordes de metal, de ese estorbo sonoro en que quedó convertido mi adorable instrumento, le propinaban a mis espinillas y hasta a mis huevitos por causa de un gancho largo que no quizo cambiarme don Lázaro.¿Para qué, carajo, me metí en una banda de guerra? El sueño infantil de llegar a desfilar un día en la procesión del Sagrado Corazón se deshizo ese día. La imagen venerada de los grandes del colegio de San José o de la Bolivariana interpretando la melodía del Puente sobre el río Kwai, mientras mi mamá y mis tías, mi papá y todos los habitantes del universo Medellín aplaudían frenéticamente al paso de la banda, se convirtió en una pesadilla ante cada carcajada de los mirones que en vez de rogarle sus favores a su Virgen Carmelita se ensañaban espiando el dolor de un desafortunado muchachito..
3.
El último sábado de mi reciente y pasajera vida norteamericana, tuve un "flash-back" del incidente. Era el inicio de la temporada en las ligas de béisbol infantil en Chicago. Mi hijo Tomás, un apasionado seguidor de ese deporte tan gringo, tan japonés y tan caribeño, se levantó tempranísimo. Con el mejor ánimo se puso el uniforme nuevo, el de los Rockets, que pagó vendiendo dulces a cuanto amigo visitaba la casa; o sin permiso en el colegio a todos sus compañeritos, entre los inocentes gorditos bien adictos a los coloridos empaques de las insípidas comidas rápidas, o a los flaquitos restantes que logran mantener viva su información genética gracias al sudor de tanto juego, o al rigor en el consumo de las viandas orgánicas, como mandan las nuevas normas de la alimentacíon contemporánea y post-yupi. Mi "Tomy" era uno entre los miles de niños de todos los colores y razas que comparten la esperanza de llegar a las grandes ligas. Blanquitos queriendo emular las hazañas de los legendarios Di Maggio y Baby Ruth, o a sus héroes más recientes como Marc McGuire y Derek Jeter; negritos orgullosos imitando los gestos de su Hank Aron, el bateador inalcanzable, o su nueva estrella del jonronéo Barry Bonds; y los latinos, fieles a la imágen del ídolo portoriqueño Roberto Clemente o a la reciente bomba dominicana, el cachorro local, el ex-lustrador millonario Samy Sosa. Yo, por allá en un rincón de mi escritorio, guardo la estampita de nuestro Edgar Rentería que en un día de nostalgia me regaló el niño para recordarme que en mi patria también se veneran a los héroes. En fin, mi hijo estaba listo para participar en la larga procesión de partidos del Horner Park.
Situado al noroeste de la ciudad emblema de la arquitectura moderna y en el corazón del noroeste irlandés en épocas de la olvidada prohibición, el Horner es uno de los 252 parques de la ciudad de Chicago que cuenta con instalaciones para practicar la pelota caliente y programa en sus ocho diamantes torneos de verano la increíble suma de cuarenta partidos en cada categoría. Ardua tarea para probar la vocación de los padres...
- Papi, éste será un partido muy difícil, nos toca contra los Yankees.
- No te preocupes, ustedes tienen con qué ganar.
- Elijah, mi mejor amigo juega con ellos. Y son buenísimos...!
Cuando llegamos a la extensa y bien recortada grama del parque, ya un sinnúmero de figuritas encachuchadas calentaban el brazo con bolas rectas, globitos y roletazos, o abanicaban la brisa con sus bates de metal y escupían a la usanza de sus ídolos frente a las desdeñadas cámaras de televisión. Tomás, sin desanimarse por el presentimiento de la derrota, cargado con la ilusión de conectar un imparable o de atrapar con su guante el "out" que pusiera a su favor el resultado, corrió veloz a ponerse bajo las órdenes de sus entrenadores. En general, este oficio lo desempeñan papás bien afiebrados y monotemáticos que gratuitamente prestan sus servicios al equipo de sus hijos. Joel y Mario, nuestros "coaches", como la gran mayoría en este parque, son de origen portoriqueño, segunda o tercera generación, y tan apasionados, que si por ellos fuera, hubieran decidido que todas las familias armáramos carpa alrededor del diamante para entrenar eternamente a sus pupilos. Sally, mi esposa americana, y yo, fuímos a estrenar silla de picnic al lado de los padres de los compañeritos del equipo. Nos instalamos junto a una buena tanda de morenas rubias bien teñidas y varones gruesos de amplia pantaloneta, chancla suelta, perro rabioso en una mano y celular constantemente activo en la otra; evidentemente latinos, pero al parecer ya bien moldeados por el sueño americano pues no mostraban ningún empeño en responder en español a las preguntas que les hacíamos, y sin esfuerzo aparente guardaban bien cerradas las puertas de su gueto para aquellos que no habíamos crecido en su nueva patria.
Cuando el partido estaba a punto de comenzar, llegó mi hijo sollozando. Que no lo iban a dejar jugar. Cómo así. ¡Por qué!. Y antes de poder armar su frase, vino Joel a dictaminar que como Tomás no había traído su "cup" o protector para los genitales, el árbitro no le permitiría jugar. ¡Pero cómo asi que no van a dejar jugar a un niño de esta edad sin esa cosa, si aquí ni siquiera se usa un lanzador en el montículo!. ¡Esto es un deporte inofensivo! Sally, fanática congénita de este deporte, fue la primera en protestar con un espíritu que parecía bien colombiano. Pero Joel dijo que las reglas son las reglas y en este país hay que cumprirlas. Paciencia. Bueno, a lo mejor tiene razón. Recordé que en nuestra época no se acostumbraba ese tipo de artefactos para la salud, y en mas de una oportunidad me revolqué del dolor por el piso en un partido de fútbol a causa de un balonazo perfectamente dirigido contra mi humanidad. Pero era domingo, en el vecindario no había ningún almacén deportivo abierto, si vamos hasta un "mall" cuando regresemos ya habrá terminado el partido. La aflicción de Tomás lo había hecho encogerse. Parecía un indefenso muchachito de tres años.
-No importa, voy a buscar uno como sea, dijo la madre.
- Vete, yo me quedo con el niño.
Cuando su silueta se perdía en la distancia llegó el entrenador emocionado con su teléfono en mano.
-Detengan a la señora, que Tomás corra donde Bill, el celador del parque, él tiene uno de sobra y se lo puede prestar.
- Vamos de una. Corre. Mis rodillas, acostumbradas al desliz de los patines y no al golpeteo del trote, se resintieron un poco atravesando tres canchas con denominador de joya, pero no importaba. Había que mantener vivo el brillo de la fé del hijo.
-Señor, que si tiene el protector...
Bill, un enorme cuarentón rubio, de gran cachucha, muslos, cuello y barriga, sacó una especie de calzoncillo grandote coronado por una nariz sintética parecida a la de Groucho Marx, sostenida por unos elásticos que evidentemente no cumplían con las elementales normas de la higiene. Tomás miró el objeto y ví cómo sus lágrimas humedecían de nuevo sus ojos.
-Eso está muy grande, papi.
A ver, piensa, qué será lo mejor para tú hijo...? En un ataque de absoluto pragmatismo encaré al niño.
- Si quieres jugar, tienes que acomodarte eso, no hay de otra.
El niño se quedó tieso. Miré la cancha a lo lejos, el primer batazo del equipo contrario había sido imparable y un niño alcanzaba primera base..
-.Te la pones encima del calzoncillo y el pantalón te la sostiene, pero apúrate.
-¿Donde me desvisto? Tomás buscó con su mirada un baño o un escondite, pero estábamos lejos de los servicios y he sido testigo de cómo el pudor le ha crecido últimamente. No había dónde.
- No te preocupes, desvístete aquí, que todos tenemos lo mismo. Nadie te va a mirar.
Otra vez el ojito se le puso rojo, pero aceptó sentarse en la grama y como pudo se bajó los pantalones y se metió la enorme prenda entre las piernas.
-Vamos, súbetelos. No te preocupes, amarrate bien la correa. Camina, vamos, corre.
La incomodidad en sus pasos, su incertidumbre y palidez, eran evidentes. Cuando por fin llegamos al partido, el niño no quería mostrarse ante nadie con semejante incomodidad y protuberancia. Su madre me miró y sonrió nerviosamente.
- ¿Estás listo Tomás?. Pasa al puesto del lanzador, .ordenó en inglés la voz del entrenador.
Cuando el niño se dirigía entre rasquiñas y ajustes de pantalón hacia sitio en la cúspide del diamante, me pareció escuchar bajo mi voz la cantaleta de don Lázaro. El viento de la "windy city" levantó el polvo del diamante y sentí que un revoloteo de mantos de monjas muertas y sonrisas de mirones volvían a incomodar el destino de otro proyecto humano. Busqué una figura de santo de yeso para implorar la ayuda del muchacho, pero estaba sonando tan duro la noticia que el gran Sammy Sosa había sido castigado por utilizar un bate traficado con corcho en un partido oficial, que mejor opté por no interferir con el más allá en estos inesperados tropiezos que nos corresponde sortear a los débiles seres de carne y hueso.
Tomás tenía razón, el equipo de los Yankees era buenísimo y perdieron. Pero los partidos eran muchos y al día siguiente llegó con protector de su talla, nuevecito, a golpear sus genitales ante el árbitro para cumplir con las reglas.
- No te preocupés, mijito, ya tendrás muchas oportunidades para descubrir qué vas a hacer cuando estés grande...
Diego García Moreno.
Chicago, Junio del 2003
lunes, 3 de agosto de 2009
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He sido un cultivador de cartas... pero se extinguen los huertos, las postales, los destinos. Busco materos, balcones, ventanas, lienzos libres donde pueda sembrar mis dudas, mis palabras, las cascadas de imagen que a veces se me ocurren. Dale hombre, me han dicho algunas fieles amistades, invéntate un blog, escribe. Ya verás que es un buen andén para compartir tu risa, tu silencio, tus desdichas. Curioso, dócil, ingenuo, acepto jugar a lo impreciso.