Hace muchos años, por allá en los ochenta, se cansó del tropel de Medellín, de la montadera en bus, de las borracheras con los mismos amigos en el mismo barrio, en el mismo bar, de la atropelladora dosis de realidad envuelta en la tele, la radio y los periódicos; se mamó de dictar clases de literatura en la Universidad y de su dudosa soltería y del desayuno en familia y se fue a vivir en una playa en Capurganá para revitalizarse mirando el mar, comiendo del mar, buceando en el mar, leyendo acompañado por los susurros de mar. Como sabía que sufría de una adicción fatal a la información decidió hacer una cura metódica: no llevar una radio de pilas sino una casetera. Grabó las cien peores noticias del momento y las acomodó en una bolsita plástica sobre una repisita para que cuando lo agarrara la nostalgia pudiera escucharlas y revivir de un baldado toda la tragedia del mundo. Así el espanto le evitaría caer en la tentación de un prematuro regreso.
Anoche recordé a Nono y desempolvé los vagos rumores que algún día me llegaron. Contaban que un hermano suyo fue a visitarlo al mar un par de años después de su deserción ciudadana y que, fascinado ante la asombrosa adaptación del exprofesor universitario a su nueva vida, decidió acompañarlo en su exilio y volverse el ayudante de labores de quien ya era considerado uno de los mejores pescadores con arpón en el golfo de Urabá. Desafortunadamente el visitante murió ahogado en circunstancias que desconozco lo que precipitó el retorno de mi amigo a su repudiada ciudad.
En un acto de osadía lo llamé y le pregunté por la recopilación de noticias desastrosas y me dijo que desde la muerte de su hermano nunca había vuelto a prender su casetera, que había quemado la cinta y que llegando a Medellín había jurado no volver a encender jamás la tele ni la radio. Uno no debe ponerle carnadas a la tragedia, me dijo.
Desde que hago documentales guardo varios cartuchos de video con noticias y fotos de tragedias nacionales que trato de ubicar siempre en la edición de algún relato. Y en cada ocasión recuerdo la frase de Nono. Hace unos meses, cuando tuve en mis manos la caja con el archivo de noticias y fotografías que han inspirado los cuadros de Beatriz González sentí que navegábamos en la misma barca. La diferencia con Nono es que en vez de haber apagado la voz de las noticias, la maestra y yo hemos renovado la suscripción a El tiempo y a El Espectador y que a viva voz, ya sea a través de cuadros o intervenciones públicas, de películas o conversaciones, lanzamos nuestros anzuelos con apetitosas carnadas al fondo de una realidad agitada por remolinos trágicos.
He prevenido a familiares y amigos para que no se acerquen cuando preparo una película. Los alerto a gritos para que no se detengan a mirar este paisaje. A veces las siluetas al atardecer producen náuseas o deseos incontrolables de lanzarse al abismo.
Huy, compadre, me acaba de llegar la invitación La recibo de mil amores, y me voy a dormir un poquito... Chévere la idea y el texto.
ResponderEliminarLucía