Por Diego García
Moreno*
I. UN
FLECHAZO AL CORAZÓN.
Cuando José Gregorio levantó la camisa de Janeth, y tras
acariciarle la barriga le besó el ombligo que coronaba un vientre redondeado
por tres meses de embarazo, supe que el corazón de ese muchacho latía a
plenitud. La conoció en el hospital San Vicente de Paúl de Medellín una semana después
de la operación. Ella era una agraciada jovencita costeña de rasgos sinúes, familiar
de un cuñado de José Gregorio, que andaba de paseo por Medellín y fue al pabellón
cardiovascular del hospital por pura curiosidad, para conocer al pariente a
quien “mi Diosito” le había hecho el milagro. Porque quedar vivo y enterito después
de que una esquirla se le incrustara en el corazón sólo podía considerarse un
milagro en el país del Sagrado Corazón.
Cómo no conocer a ese afortunado
héroe de la patria, al del milagro, como le decían en la familia, en el
ejército, en el barrio y, por supuesto, en los titulares de prensa y noticieros
que dieron a conocer por televisión y radio tan escabroso acontecimiento y tan
sorprendente intervención quirúrgica.
Fue cuestión de abrir los ojos,
cruzar su mirada con la de esa muchacha calentana de cuerpo bien formado y
carita redonda, entre pícara y virginal, para que el “mango” de José Gregorio empezara
a bombear sangre como si estuviera nuevo. Y el corazón del soldado estaba
bastante maltrecho por el impacto y por la larga, penosa, operación a corazón
abierto para extraerle el pedazo de hierro que se había empotrado en la pared
que separa la aurícula del ventrículo. El accidente ocurrió cuando José
Gregorio patrullaba en una zona de conflicto en el oriente antioqueño y pisó
una mina antipersonal.
Un año después de ese flechazo, José Gregorio y Janeth vivían
juntos en una humilde casita en el barrio Pacelli, en las laderas de Bello, una
prolongación de las agitadas comunas de Medellín, y esperaban un bebé. El día
de nuestro primer encuentro el
soldado estaba de licencia, aguardaba que en el ejército definieran su
situación y le dieran de baja para poder compartir la nueva vida con su amada,
y fue propicio para que pactáramos hacer un documental sobre su historia: la de un muchacho de barrio popular que ante las limitadas perspectivas laborales se había enrolado en el ejército a sabiendas que, como le decía su mamá, era la única fuente de trabajo honesto.
- Ay mijito, no vaya y se lo lleven los guerrilleros o los paras…
Pero por cosas de la guerra y del destino, se había
transformado en un caso clínico único que nos obligaba a reflexionar sobre
nuestro propio cuerpo y sobre la situación de la patria.
—¿Será que ese muchachito sí va a
nacer normal? —me preguntó Mery, su hermana—. Es que con la cicatriz tan grande
que le quedó a mi hermano, uno no sabe…
— —le dije—. Las cicatrices no son contagiosas
ni hereditarias…
* * *
Supe de José Gregorio por el doctor
Francisco Gómez, Pacho, el cirujano que lo operó. El doctor Gómez hacía parte
del equipo cardiovascular que más operaciones de corazón abierto por trauma —es
decir, por balazo, puñalada o cualquier objeto cortopunzante— ha practicado en
el mundo. Medellín tenía el récord debido a la epidemia de violencia que azotó a
la ciudad en los años ochenta y noventa, cuando la capital antioqueña se convirtió
en el epicentro de las guerras del narcotráfico bajo el mando de Pablo Escobar
y su cartel de Medellín. Pero el caso de José Gregorio era diferente para el
doctor Pacho: era la prueba de la degradación del conflicto que azota al país
desde hace cincuenta años.
Como cineasta, he explorado “la
colombianidad” a través de objetos simbólicos como la arepa, el trompo, la
corbata, la cama, la hamaca, la estera, la acera y el ataúd, y fue a la salida
de una proyección de Colombia horizontal,
en la que recorro el país confrontando diversas relaciones con el lecho, cuando
el doctor Gómez me contó que trabajaba con un objeto que también era una
metáfora de Colombia: el corazón.
—¿Por qué no hace una película
sobre el tema? —me propuso el doctor, y a mí me quedó sonando la idea de
explorar el corazón como otro símbolo de la colombianidad.
La propuesta se hizo realidad
años después, cuando me narró la intervención practicada al soldado y me mostró
las imágenes de la extracción de la esquirla. Era increíble: a este muchacho la
mina no le había amputado ningún miembro, pero su munición había ido
directamente hacia la cajita de música donde está dispuesto el motor de la
vida. Las imágenes de esa operación tenían que ser conocidas por todos: eran la
metáfora de un país herido, que a pesar de todas las agresiones por las que
pasaba diariamente, aún era capaz de moverse, de bombear sangre, vida.
El doctor Gómez me dejó grabar una consulta con José Gregorio. Al terminar, escribí en mi diario de rodaje el texto que reproduzco a continuación.
II. AUSCULTANDO A JOSE GREGORIO
Una mesita de madera recostada contra la pared hace las
veces de escritorio. Un par de taburetes dispuestos a lado y lado invitan a
cada cual a tomar asiento. La luz ha hecho ya su ingreso violento por la ventana
y se ha distribuido por las paredes color crema, sobre la bata blanca del
doctor, sobre la camisa y el pantalón azul claro de José Gregorio, sobre la
piel blanca de ambos.
Francisco tiene líneas agudas y
gran nariz aguileña que separa unos ojos negros, vivos, inteligentes,
inquisidores pero amables. Lleva un bigote oscuro y su cabello ondulado va del
negro al blanco dejando una sensación gris, acorde con las arrugas que le hacen
aparentar más de los 56 años inscritos en su cédula. José Gregorio es un
muchacho de apenas 24, casi imberbe, con la piel pálida, brillante por
naturaleza y por los efectos de la caminada bajo el sol del mediodía. Su cara
es cuadrada, tiene el pelo castaño y una nariz casi recta, ancha, moldeada
quizás, como en los boxeadores, por el impacto de un rudo golpe. Sus ojos despiertos
tienen ese extraño resplandor que permanece en quienes recorrieron el túnel de
la mano de la muerte, pero por insondables designios se detuvieron en su umbral
y regresaron a las dichas y los sinsabores de la existencia.
La decoración del consultorio se
reduce a un corazón de yeso desarmable puesto sobre una esquina de la mesa.
Enseña los componentes de un órgano que en general desconocemos: miocardio y
pericardio, venas y arterias, aurículas y ventrículos, válvulas y convincentes
venitas. Un territorio donde conviven los amores, el dolor, las esperanzas y el
desconcierto, con los soplos y las taquicardias, las arritmias, los infartos,
la música y sus silencios. Enfrente, una camilla espera.
José Gregorio asegura que nada le
duele. Sólo el esternón cuando hace grandes esfuerzos. Come bien, es decir come
bien en la medida de lo que significa comer bien en el ejército. Duerme bien,
claro, en la medida de lo que es dormir bien en el ejercito. Tose, sí, tose un
poco pero no es más de lo que podría considerarse lo normal en las frías noches
del ejército. Francisco lo mira atento, serio, reflexivo. Es evidente la
emoción de José Gregorio presentando el informe a su salvador.
Una cadena de televisión difundió
meses atrás una nota que pregonaba: “El
grupo cardiovascular del hospital San Vicente de Paul sorprende a Colombia de
nuevo con una gran proeza científica…”. En la nota, el cirujano trataba de
explicar que esta operación no era tan diferente a otras que cotidianamente practicaban
en corazones destruidos por puñales o balazos. Que de esta historia nacía una
reflexión sobre la desmesura a la que ha llegado la violencia en Colombia. Pero
al programa le interesaba vender la primicia de un grupo científico nacional capaz
de ostentar un récord Guinness. La guerra nos brindaba hazañas que dejarían muy
en alto el prestigio de los científicos colombianos.
—Vas muy bien, José Gregorio —dijo
el doctor—. Quítate la camisa y los zapatos y súbete a la camilla.
Se escucha un antiguo reloj de
péndulo. Tic-tac. Conciencia de ritmo. Espera. La respiración llena el espacio.
El doctor introduce los auriculares del estetoscopio en sus oídos. Yo no
escucho nada. Capto su expresión ausente tratando de escuchar las pistas
secretas de otro mundo. José Gregorio se ha vuelto dócil, fija su mirada en el
muro opuesto. ¿En qué piensa el paciente? No piensa, palpita. Espera que el
médico dictamine. Su mente quizás le canta canciones de amor al corazón, le suplica que durante el examen se muestre
sano. Presiento en él esa terca voluntad de estar
bien. ¿Realmente lo estará? ¿Cómo defraudar a un cirujano que entregó toda
su pericia y experiencia para alargarle su permanencia en esta vida? El médico
que le prolongó sus noches en el ejército, sus hambres y el frío con su tos,
pero también los saludos a su madre, sus pasiones, sus amores y sus sueños. La mina
saltarina que explotó a su paso no fue propiamente enterrada para desgarrar
corazones. Estoy vivo, dirá José Gregorio. ¿En qué piensa el galeno? El doctor no piensa, ausculta.
Descifra músicas. Busca marcaciones de ritmos, síncopas, pérdidas del compás. Descifra
los secretos del corazón.
—Levanta el brazo, por favor.
El médico le coloca a su paciente
un medidor de presión en el antebrazo. Oprime
repetidas veces la pera. El fuelle se infla. La aguja en el medidor sube. El
doctor detiene el bombeo. La agujita inicia un descenso. Como si tuviera hipo,
simula detenerse en ciento veinte, pero continúa el camino y al pasar por ochenta
vuelve a parpadear y retorna a su reposo.
—Muy bien, puedes vestirte.
—Ah, doctor, otra cosita. Es que en la revisión
que me hizo el doctor del batallón, me dijo que había quedado otra esquirla
aquí.
—Ah, ¿sí? A ver yo miro.
El paciente extiende su pecho desnudo. No puedo
evitar enfocar esa extensa porción de piel arrugada que envuelve el esternon
con una desordenada acumulación de células en apariencia imperfectas, y entiendo
la razón de todos los temores del soldado:
—Si me dan de baja del ejército, ¿quién me va a
dar trabajo con semejante tajo? Me invitarán a quitarme la camisa para una
revisión médica, me verán esta cicatriz, se espantarán y me preguntarán ¿que
pasó? Tendré que contarles todo y nadie me empleará.
—¿Perdón, dónde es?- Pregunta el cirujano.
—Aquí, doctor, donde se siente más durito.
Las yemas de los dedos largos y flacos del
doctor palpan con pericia, concentran sus radares y transmiten su parte de
tranquilidad.
—Ah, no. Esos son restos de las suturas que te
hicimos. Eso desaparecerá con el tiempo, no te preocupes.
El doctor
Pacho despide a José Gregorio y me
pregunta si quiero tomar un café.
-Cómo es la
vida-, me dice mientras revuelve el cubito de azúcar en su pocillo. -Ese muchacho tiene el ritmo cardíaco
perfecto. El corazón es definitivamente el músculo más noble… pero es
impredecible… imagínate que a mi esposa, una señora que no ha estado en el
campo de batalla, que se alimenta bien y lleva una vida serena se le acaba de
diagnosticar una arritmia…
III. EPÍLOGO
José
Gregorio subió a la buseta que lo llevaría a reencontrarse con Janeth. Nosotros
iniciamos una aventura cinematográfica que duraría más de tres años auscultando
el ritmo cardíaco de un territorio al que llaman “el país del Sagrado Corazón”,
que evidentemente sufre de serias afecciones cardíacas.
Diego García Moreno 2014 ©
* Director de cine colombiano. Su largometraje
documental El corazón (2006) ganó el premio nacional de cultura -video- de la Universidad de Antioquia, el
premio Atlantidoc en Uruguay, e hizo parte de la muestra oficial de los
festivales de cine de Londres, Buenos Aires, Brasilia, Sidney y Vancouver,
entre muchos otros.
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