Hace días que no escribo en el blog. O mejor, que no escribo…
en seco. La edición del documental sobre
el Teatro Libre de Bogotá, a partir del remontaje de La Orestíada de Esquilo en
el Teatro de Chapinero, y un video que
me ha encargado el Idartes sobre los Clan (Centros locales de arte para niños)
me consumen el tiempo, manipulan y absorben
casi toda mi energía. Me dejan solo un
pequeño porcentaje para la nostalgia de la escritura inútil. Esa que no encarga
nadie. La irresponsable y libre. Extraña mañana es esta: ni grabo ni edito.
Entonces me escapo un momentito para amplificar mi declaración de silencio
involuntario. Para decir que este blog no está muerto. Que está dormido. Que
seguramente al término de estas obligaciones laborales tendré muchas frases
para escribir, porque ambos encargos son fascinantes. Que esta manoseadera
diaria a la gran tragedia griega dejará su huella en mis palabras. Esta suma de
venganzas y matricidios, parricidios, filicidios y todas esas variables de
agresiones que se catalogan con palabras terminadas en “…idios” revuelcan una memoria empotrada en las células
de lo humano que arrastramos. Mucha sangre manchando campos, mares, callejuelas
y castillos, se mezcla con la obligación de grabar caritas tiernas de niños y
niñitas cantando o bailando o pintando o haciendo malabares o teatro o danza o
tocando arpa en medio de unos barrios que parecieran escenarios posibles para
un suspiro de Pasolini . En este período de fin de año se han sumado dos
aproximaciones extremas al arte que, presiento, cocinan a fuego lento el futuro de este curioso rincón
de mis desahogos. Mientras, voy a
rebuscar en la carpeta “mis documentos” de mi computador alguno de esos
escriticos con cara de canción que en cualquier momento de desempleo salieron a
la luz de la noche. Ya vuelvo. ..
LISTO. Encontré un trozo de vida en el camino. Hace parte
del diario escrito en el viaje por Suramérica que hice con Sally iniciando el
año. Aquí va. Una sorpresa con foto y todo.
EL TREN ENTRE PUNO Y CUSCO
El problema es de tiempo. Las dos líneas paralelas se tratan
de juntar a distancia y los soportes transversales, uno por uno, me hacen creer
que puedo contarlos. No hay afán. El paisaje desfila a lado y lado a través de
los amplios ventanales de madera. El bronce de los portaequipajes y las
lucecitas con farolas de cristal en flor y las sillas tapizadas, abullonadas,
sostenidas en fina madera curva, y sus brazos para reposar nuestros brazos, nos
hacen sentir en otro tiempo. Desplazarse sin ruido de motor, solo con el
taquetaquetaquetá, va produciendo una relación hipnótica con el paisaje.
El Titicaca allá, parece
eternamente nuestro a pesar de que sus juncos, sus riberas sembradas en papa y
sus florecitas amarillas que no sé qué son, van a desaparecer entre las grandes
extensiones de hierba donde pastan los rebaños de ovejas, alpacas, llamas y vicuñas.
Casitas de tierra diseminadas por ahí, como al azar, techos de paja o zinc que
rebotan los rayos de un sol que comienza a borrar los restos de la lluvia de la
noche. Charcos que son espejos de nubes. La elegancia. El tren de Puno a Cusco
nos deja horas para recurrir al dispensario de nuestros adjetivos: bello,
hermoso, deslumbrante, fantástico, alucinante… Qué curiosa sensación de
felicidad. Si, es caro pero uno olvida el precio tras cada durmiente de la
carrilera. Qué afortunados somos, hemos podido pagar los tiquetes que incluyen
pisco y cena.
De pronto entramos a Juliaca. Una
señora de sombrero corre por la vía, parece perseguir el tren, va quedándose
atrás, pero en diagonal, o perpendiculares, empiezan a aparecer hombres,
mujeres, vendedores de coca, de metales, de telas, de máquinas, de repuestos,
de frutas, de metales, de chécheres chinos, de muñecos, de cordones de zapato,
la vía se cierra, el paisaje desaparece, los mantos del altiplano se suceden,
la mugre, el barro, los pedazos de metal oxidados o brillantes, una sensación
de hambre, de acoso, de desespero, cuidado te roban la cámara, mantenla fija en
la mano, es un solo plano, eterno, delatador, no es lo mismo filmar mirando
hacia delante, todo aquí va hacia atrás, pero cada transeúnte, cada vendedor,
cada mendigo, cada niño, cada señora adolorida, cada miserable está en su
presente, se abre ante el tren durante el minuto que demora su paso y vuelve a
su sitio, se apropia de la carrilera, extiende su pedazo de plástico o de tela
sobre el piso y vigila que sus cosas no hayan desaparecido bajo la mole
amodorrada, constante del tren.
No hay
afán. El mundo se desespera con los fantásticos trenes de gran velocidad. Hay
que negociar rápido. En el tren de Cusco a Puno no hay prisa, solo el placer de
mirar, de dejar que esta sensación de territorio se involucre al cuerpo a través
de los ojos y de este taquetaquetaquetaquetá paralelo al Titicaca. Agua, planicies,
montañas, nieve, naturaleza, nubes,
cielo revolcado por el aleteo de los cóndores o nuestros suspiros. Adiós ciudades.
Vuelve a dominar esa incontrolable grandeza de la memoria tallada en el paisaje
andino. Seguimos sin afán. Repetimos, no cansamos de repetir, volvemos a
exhalar un qué alucinante, qué belleza, qué belleza, qué belleza.
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