Como no tenía un centavo, aprovechando que era época de navidad, saqué a la séptima mi colección de dragones voladores. Tendí un
mantel en la acera, los acomodé por tamaño y arrogancia, y me senté a esperar que algún comprador preguntara cuánto
valía el conjunto o si los vendía uno por uno. Durante cuatro horas estuve pendiente de los transeúntes mirones o
indiferentes que arañaban o despreciaban con su afán la membrana de murciélago de las alas plásticas de mis
venerados animales. Nada. Vi vender a mi lado cordones de colores para los
zapatos, películas de terror, libros pirateados de superación personal o de recetas tradicionales
peruanas, jugos de mandarina en troncos de hielo y mallitas metálicas para
proteger los desagües del lavaplatos. A nadie parecía interesarle mi panteón de
saurios prehistóricos hasta que una mujer escuálida, de pelo liso negro y mirada inquisidora,
que insinuaba una edad imprecisa entre trece y ochenta años, se detuvo, lanzó un grito ¡Belcebú! y
arremetió a patadas contra los indefensos animales. Vieja hijueputa ¡qué le
pasa! Logré agarrarle el pie justo cuando la emprendía contra mí, pero al
oponer resistencia resbaló y cayó al piso golpeando en seco el cemento
con su cráneo. ¡Tak! Quedó tendida en la acera, pálida, sin signos de
respiración. Nadie vio nada. Bueno, sólo el vendedor de cordones para zapatos
quien me dijo “Esa bruja está loca”, y vino sigilosamente a ayudarme a acomodarla en el borde del muró grafiteado
que adornaba nuestros ventorrillos.
Mejor que no se pillen lo que pasó. Tenga, tápela, que parezca haciendo
siesta. Mientras la cubría con una manta vieja, un carro pasó veloz
desintegrando uno de los dragones.
Malparidos. Recogí los sobrevivientes y los envolví en el mantel. Me voy
de una para el carajo, pensé, pero al ver la vieja inconsciente no fui capaz de
dejarla allí tirada. El hombre de los cordones se ocupó de un cliente. Me senté
a su lado y coloque entre ambos el bulto con la mercancía maltratada. Mientras reflexionaba en mi próximo paso, un
hombre mayor con pinta de extranjero estiró la mano para entregarme un billete
de dos mil pesos. Mecánicamente lo recibí, lo miré avergonzado y sentí que no
me exigía explicaciones. Mis problemas eran asuntos de mi incumbencia. A nadie
le importaba si yo era un desempleado, un drogadicto, un desplazado, un ser
desgraciado que buscaba sobrevivir mendigando en cualquier calle. Como si el acto de generosidad fuera
contagioso, una mujer amable detuvo su camino, sacó de la cartera un billete de
cinco mil y lo dispuso frente a la mujer medio envuelta y que mi dios me lo
bendiga. Gracias señora. Sin mirarla a los ojos, incliné la cabeza y evité delatar una sonrisa cuando un
estruendo de plástico, como una
estampida de vampiros, se desprendió del bolso improvisado y unas
carcajaditas con un tufillo de fuego se
confundieron con el ronroneo de los autobuses que vomitaban humo frente al mercado decembrino informal y para nada clandestino.
Bogotá, diciembre 10 de 2015
Diego García Moreno ©
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