Para Tomás
A sus catorce años, cuando Tomás abandonó el piano clásico para dedicarse a la batería métal, haciendo uso de las migajas de autoridad que me quedaban, le dije ¡Empaque mijo que nos vamos para el Petronio! ¡Pero pa…! ¡Nada, mijo, nos vamos mañana y no protestes! Sin haber despuntado el sol agarramos carretera para Cali. Tratando de amortiguar la crisis generacional que desató el mandato, le conseguí un compañero de viaje de su edad, Santi, el hijo de Jimmy que había venido a pasar algunos días de vacaciones en Bogotá con su papá y debía regresar a Cali en esa misma fecha. Mi amigo Jimmy, al enterarse que habían dos cupos disponibles en el auto, decidió apuntarse también al paseo. Poco tráfico en la ruta, ligera neblina en la Sabana, la Cordillera Central con sus volcanes nítidos al cruzar el Alto del Vino. Jimmy, con voluntad de buen copiloto lanzaba un tema de conversación diferente cada diez curvas para mantener despierto al chofer mientras los adolescentes, cada cual con la cabeza reclinada hacia su ventanilla, dormían profundamente en la banca trasera. Los problemas comenzaron como a las diez de la mañana cuando Santi despertó. Ascendíamos hacia el alto de la línea enfrascados en comentarios acerca del desastre del América que había descendido a segunda división o sobre el repunte del Santafé en la clasificación o sobre el gol agónico que Aristi del Nacional le había marcado al millonarios. Santi, al escuchar la palabra América, se entremezcló en la conversación con una pasión inaudita. Sabía todo acerca de la vida y obra de los dueños del equipo, del entrenador, de los jugadores, conocía el nombre de las barras del América y explicaba cuál había sido el error que lo llevó al descenso, pero tenía la fórmula mágica para sacarlo de la olla y reconquistar su puesto en primera división y volverse a coronar campeón del rentado colombiano y, por qué no, de la copa Libertadores de América. Por el retrovisor vi que Tomás se hacía el dormido y seguía reclinado en su ventanilla. Hizo un gesto como de callen a ese estúpido y se tapo la cabeza con su chaqueta. Cuando llegamos al Quindío nos detuvimos a tomar guarapo en una finca convertida en restaurante y aprovechamos para ir al baño. Jimmy y Santiago entraron de primeros al retrete que tenía dos orinales y luego pasamos nosotros. ¿Y ese man no sabe sino hablar de fútbol? dijo Tomás con desprecio mientras meaba. Yo apenas levanté los ojos, como justificando que cada loco con su tema. Y así fue hasta que llegamos a Cali. Jimmy, todo buena voluntad, pluralidad de temas y chistes. Santiago, verborrea roja, fanatismo rojo, monotematismo escarlata, y Tomás, indignación roja convertida en furia de redoblante con baquetas imaginarias que golpeaban el cuero de su silla, miradas de reojo con fuego de diablo rojo con estruendo de platillos y nervio atronador de bombo para quemar a ese intento frustrado de amiguito impuesto por el tirano de su papá. Y yo, el papá-chofer cauteloso, decidí no hacer muchos comentarios.
Los
papás de Santiago se habían separado varios años antes, y el intento de unir en amistad a Tomás y el hijo de Jimmy había abortado sin
ni siquiera intentar un cruce de
miradas. Antes de que la racha de
rupturas que arrastraba Jimmy nos salpicara, le di un abrazo prometiéndole que
el lunes, día de fiesta, temprano lo
recogería para regresar a Bogotá. Estamos en Cali, mijo, descansemos un rato
que esta noche nos vamos pal Petronio.
La
diáspora africana vestida de colores y aromatizada en viche se había tomado la
plaza de Toros de Cañaveralejo. Tomas, blanquito, de pelito largo, mechudito de
rizos naturales castaños, caminaba detrás de mi arrastrando los pasos y
golpeando de la piedra con su mirada las piedras que se atravesaban en el
camino. ¿Querés un tostón con mariscos? ¿Querés un pescado frito, una empanada,
un naborrajado? ¿No querés nada? Bueno, vos verás. Uno de los organizadores del
festival de música del Pacífico Petronio Alvarez me reconoció y nos invitó a
pasar al sitio de los VIP, muy importantes personas, en la arena, cerca de la
tarima. Ya había empezado el concierto y los violinistas del Cauca, viejos
negros agricultores de la zona de Santander de Quilichao, rasgaban las cuerdas
como exprimiéndoles las glándulas, y tenían a la tribuna entera, repleta,
oscura, agitando pañuelos blancos. Miles de ojos blancos abiertos y felices le
hacían juego a dentaduras blancas enmarcadas en unas bocas que solo eran
sonrisas o repetición de los cantos que bien amplificados, enormemente
amplificados, salían de la tarima. Y Tomás acurrucado. Se había inventado unos
tapones sicológicos que no querían escuchar los compases sincopados de los
currulaos. Qué culicagao tan cansón, le decía con la mirada al verlo sentado en
un rincón bajo los bafles haciendo gestos sobre sus rodillas como si estuviera
tocando alguna melodía de heavy metal. Pero al segundo lo olvidaba porque el
coro al unísono de veinte mil almas enloquecidas me arrastraba en un “¡déme, demé, un consejo papá, déme,
demé un consejo mamá… paqueselequitelarrechera!” - https://www.youtube.com/watch?v=onxo88XeqCo
- Y más me demoré en estar sudando que
en estar levantando los brazos y agitando las manos acompasado con el gentío
que más bien era un dinamo repartiendo energía a diestra y siniestra, hacía el cielo y hacia ese magma caliente que
revuelve el centro de la tierra. Querido, este zafarrancho dura tres días, por
lo tanto te recomiendo calma.
Al
día siguiente estábamos invitados a desayunar donde Elsa, la ex de Jimmy, la
mamá de Santiago, el fan del América. Como me lo esperaba, el “yo no tengo
hambre” fue la respuesta de Tomás cuando lo desperté para que se apurara pues
llegaríamos tarde a la cita. Olvídate, anoche no comiste nada, no nos vamos a
ganar un show de histeria por culpa de
la barriga vacía: te vistes inmediatamente que nos vamos ya… y recuerda que en el desayuno
también va a estar Miky, su vecino, nuestro anfitrión, quien prometió mostrarte los videos de los
“Red Hot Chili Peppers”.
El
fotógrafo caleño Miky Calero, un publicista que tenía en su hoja de vida un
pasado de baterista rockero zurdo y una
colección de videoclips con cuanto grupo de calidosos peludos anglosajones había pisado los escenarios del mundo, a
solicitud de Jimmy y Elsa nos había prestado el cuarto de huéspedes en su
estudio de fotografía, a mitad de camino entre la plaza de toros y el conjunto
residencial donde vivían. Para Tomás, la melena intacta de Miky era una prueba
de confianza en el papá. Que un dinosario de la especie humanus melómanus
electrónicus me dirigiera la palabra con
tono de amigo era un buen síntoma y ayudaba a espantar un trozo de la
desconfianza que yo le provocaba al obligarlo a pasar por la atronadora dosis
de música negra popular del Pacífico.
El
primer brillo en los ojos de Tomás durante el paseo apareció cuando Elsa nos
contó con mucha nostalgia que el joven hincha no nos acompañaría en la mesa
porque estaba entrenando en su escuela de fútbol, y su primera sonrisa, o mueca
de alegría,
se vislumbró cuando Elsa se enteró de que habíamos llevado los patines. Nos contó
orgullosa que en su juventud había sido una gran patinadora y que le encantaría
ir a patinar conmigo después del desayuno. ¿Quieres venir con nosotros, Tomy? No,
déjenlo aquí para que conozca la buena música, dijo Miky. Vayan por los lados
del estadio, por allá hay muy buenas calles sin
carros. Listo, nos vemos como a la una.
Con
actitud de adolescentes afiebrados nos pusimos los patines. En línea los míos, y
cuatro ruedas los de ella, como los de antes. Yo me puse las rodilleras, las
coderas, las manitos protectoras y el casco. Elsa, muy convencida de sus dotes
profesionales de antaño, me dijo que ella no usaba esas cosas. Cómo tapar sus
hermosas piernas firmes e intactas a pesar de sus cuarenta y pico muy bien
vividos. Vamos, el mejor pavimento está en la calle de allá… Para llegar a la
calle de allá, había que pasar por unos treinta metros sin pavimentar, entre un
cascajo reseco y filudo, tormentoso. Bueno, un poquito de patin-cross y
estaremos en la dicha. Esforzado en mirar donde ponía el pie no vi las maromas
que, algunos pasos atrás, hacía Elsa
para mantener su equilibrio. Apenas escuché un grito, un gemido y un estruendo
de rodilla contra el mundo, un roce abrupto de tierna piel y mineral osco y
pesado. Querida, ¿qué te pasó? Hijueputa, me di durísimo. Durísimo. Mierda….
Valiente, contenía las lágrimas, pálida, exhalaba un sudor frío que no provenía
del cansancio. La ayudé a ponerse en pie pero era peor, siéntate, estira la
pierna. No puedo. Tal vez el grito de
Elsa fue sincrónico con los aullidos de los músicos en la pantalla gigante de
la tele del cuarto de Miky, y el golpe de rodilla contra el piso con el bombo
sostenido de la batería. Lo que sí estoy seguro es que el dictamen del médico
tras la radiografía fue sincrónico con nuestras suposiciones: fractura de
rótula, tres meses de inmovilidad... Mierda.
Elsa quedaba incapacitada para acompañarnos al festival en la noche mientras su niño fan, el hincha, pateaba
a lo lejos, con toda su fuerza, los balones que sacarán al América algún día de
su terrible hueco en la liga del descenso.
Y dentro de mí, como un platillo, cada cinco minutos una duda ¿Por qué
la dejé patinar sin rodilleras, por qué? Si Santiago nos hubiera acompañado a
desayunar ella no habría tenido el impulso de volver a los patines…
Nada
que hacer, volver a casa caminando, escuchando a Tomás hablar maravillas de su
nuevo ídolo, Chad Smith, el maravilloso baterista de los Hot Red Chili Peppers
que había llegado al hall de la fama y a la lista de los 100 mejores bateristas
de la historia de la revista Rolling Stones, antes que Nicko MacBrain el baterista de Iron Maiden ,
lo que no pudo lograr clive Burr el primer baterista de su grupo
preferido.M is opiniones al respecto
fueron pocas, yo era ignorante en el asunto. Simplemente le dije que en la
noche de clausura el programa en el festival Petronio iba a ser diferente pues
tocaría la orquesta Herencia de Timbiquí del maestro Hugo Candelario… que le pusiera atención a la
percusión porque a diferencia de casi todos los grupos que usan tambores
tradicionales, este grupo agregó la batería con el propósito de buscar nuevas
sonoridades. ¿Y cómo se llama el
baterista? Me corchaste, hijo.
La
segunda noche de brillo negro, profundo, manigua viva y candente. Chirimías del
chocó. Energía absoluta, central nuclear convertida en ritmo y cantos, clarinetes,
redoblante y platillos, coros de caderas y hombros, cuerpo colectivo y, vaya
fortuna, Tomás mirando a la tarima. Ojos pendientes en el gesto del hombre del
tamborcito solitario y del clarinetista que haciendo juego con el bombardino y
la flauta de carrizo ponen a cantar a la muchedumbre. Agite de pañuelos blancos
en las tribunas. Percusión con melodía y
ritmo sincopado. Vibraciones vegetales en medio de metales y voces que alaban,
lamentan, o juguetean con las palabras y
escarban en los compases escondidos. Cuál festival de rock, cuál metal gótico o
pesado. Decime Tomás, decime, ¿no te parece que esta fiesta tiene más energía
que cualquier megaconcierto en el que has estado? No está mal. Claro, cómo no iba a estar mal
si camino al festival nos habíamos encontrado con dos amigotes grandes, “el
mono” Céspedes y “el negro” Ortega que habían venido en moto desde Bogotá envueltos
en overoles de cuero, acompañados por un
par de hermosas parrilleras. Tomás no lo podía creer. Miraba las motos como si
fueran naves extraterrestres y a las chicas como hadas madrinas del espacio
sideral. El negro, al ver su cara alelada, le dijo móntese pelao le doy un vueltón.
Cinco minutos más tarde regresó con cara de triunfador y media hora después
estos varones se habían convertido en sus compinches. Le celebraban todos los
gestos o palabras al metalerito diferente que osaba parchar en un festival de rumberos criollos. Este man va
a ser músico, me decían. Y ellas, las chicas maravillas, le revolcaban la
melena con sus manos y le hacían gestos invitándolo a bailar. Al principio se contuvo, pero una hora más
tarde ya brincaba y blandía el pañuelo a su lado como un practicante más de la africanidad. Pero lo impensable se
dio cuando subió al escenario “El baterimba”. Un hombre capaz de tocar solo
marimba y batería al mismo tiempo, o de poner a delirar la plaza sacándole
sonidos a una bomba de plástico mientras
entonaba con su vozarrona que la única
bomba que debería explotar en el país
era su bomba. Ahí, por fin, Tomás me
miró a los ojos. Nos volvimos cómplices, estábamos unidos por un mundo de
cantos, movimientos y sonoridades que le hacían olvidar en el instante, sin
ningún remordimiento, los pulsos contundentes de sus ídolos metálicos. No tengo
detalles para narrar el tercer día. Lo único que recuerdo entre un barullo de
tambores y el orgullo de las negritudes es la dicha de Tomás bailando en la
cola que se armó entre los danzantes de la plaza y sus manos dispuestas en la cintura de una
negra caderona que lo antecedía en la fila. “Caderona, caderona, caderona vení meniate, caderona,
caderona, caderona vení meniate”.
https://www.google.com.co/webhp?sourceid=chrome-instant&ion=1&espv=2&ie=UTF-8#q=caderona%20veni%20meniate%20original
https://www.google.com.co/webhp?sourceid=chrome-instant&ion=1&espv=2&ie=UTF-8#q=caderona%20veni%20meniate%20original
Siete
años después veo entrar a Tomás. Viene de Nueva York a pasar fin de año en
familia. Trae las maletas repletas con sus instrumentos de trabajo. Son discos
LP, vinilos con carátulas de músicos negros americanos, africanos, caribeños.
Funky, soul, salsa y charanga. Más se demora en saludar que en poner una tanda
de descarga salsera. Me habla de su
amigo, el mítico Mark Grusane, un negro grandote productor musical en las
profundidades del sur de Chicago y de Alton Miller el DJ de Detroit. Ha
alternado con ellos en noches de fiesta en la gran manzana. La africanidad
hecha ritmo marca el compás de sus días.
Tomás vive de la música, de las fiestas, se ha convertido en un puente entre
las creaciones musicales y la gente que encuentra en ellas una pócima que
aproxima a la felicidad. ¿Habrá influido
en algo este ritual de iniciación en el Petronio? Claro, pa. Me dice.
¿Recuerdas el viaje? Si, claro. Yo tenía que hacer un informe para el colegio y
decidimos que lo haría sobre el festival. ¿Recuerdas quiénes íbamos en el
carro? No. ¿De veras? No, padre. Recuerdo a Miky en Cali, él me hizo conocer un
grupo de rock, buenísimo, Grand Funk Railroad… ¿No eran los Red Hot Chili
Peppers? No, pá. Eran los Grand Funk Railroad. Vea pues. Pero no recuerdas que en el carro
venían Jimmy y su hijo Santiago? Ah, sí claro. ¿Y te acuerdas que tenías una
incomunicación total con ese chico? No, pa, a mí me caía bien, es un bacán.. Vea pues, pero no se notaba. ¿Sabes que él
también hace música electrónica? Me pregunta. No, no tenía ni idea. Sí, y es
muy bueno. ¿Cómo lo sabes? Nos comunicamos por las redes. ¿Se hablan? Si, pá…
Miro por el balcón, quiero contarle a Tomás que el América volvió ascender a la
primera división del fútbol colombiano, pero a él no le importa. Coloca una
descarga y veo en el horizonte a unos diablos rojos bailando de la dicha.
Diego García Moreno
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