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En Medellín no existían las santas Martas. Todas las Martas
tenían su historia sospechosa o, como decía mi abuelo José, su prontuario.
Todas las casas de cita de Lovaina eran
propiedad de una Marta. En el barrio de tolerancia Marta Pintuco era la
reina de las Martas, la doña, la gran señora, la gran puta. Y las otras, las
Martas, meseras, enfermeras, empleadas del servicio, madres de familia, monjas,
cajeras, secretarias de abogados, notarías o despachos parroquiales, eran putas ya fuera porque sí, por
herencia o simplemente por reputación. La cola de la cometa Marta arrastraba
decenas de estrellitas que daban brillo y acción a la noche de aquel pueblito
medieval que se travestiaba de día en moderna ciudadela y atizaba los fuegos del infierno al
caer el sol.
Mi madre tenía una prima que contradecía el destino de todas
las Martas. Quizá por eso tuvo que irse a vivir a Bogotá. Marta Arango no regentó burdel alguno
en la capital, a duras penas administró un restaurante de almuerzo ejecutivo
que solo abría al mediodía. Era una mujer alta, esbelta, bella, deseable pero infinitamente sufrida. Todo su fino
rostro estaba marcado por el signo de la tragedia cotidiana y bastaba mantener
la mirada fija en sus ojos durante un par de segundos para presentir el
tormento que acompañó su desvelo la noche anterior, y la anterior y todas las
noches del lustro o la década precedente. Las Martas bogotanas se asociaban a
un mar de lágrimas que no les aseguraba el título de santas, apenas, tal vez,
de mártires.
Amanecí en la hamaca pensando en las Martas marinas por
simple asociación mental, sonora,
locativa. Estoy en Santa Marta después de varios días en el festival de
cine de Cartagena donde también la palabra Marta caló en mis despropósitos y condimentó
una buena dosis de recuerdos. Hace un par de décadas la ciudad amurallada
representaba para mí una ciudad de Martas. El apartamento en Crespo de Bibiana,
mi amiga pintora que amablemente me alojaba, era el destino de las Martas en la tarde. Marta Yances, ángel y
demonio tropical , llegaba casi a diario con un proyecto de película Caribe y,
por supuesto, con un varillo en la
boca. Marta la pulga, escapándose de su destino de Marta medellinensis, coincidía a la hora del varillo y se asociaba a la nueva
aventura de la Yances agregándole velas y redes a sus proyectos. Y nunca
faltaba Marta la pequeñita, no
recuerdo su apellido, ¿Gómez? algo impreciso como su presencia; seguramente esta
volaba con los mismos humos, pero sus aficiones plásticas no se inmiscuían con
el mundo audiovisual de las otras Martas: Marta la pequeñita era escuetamente pintora.
En esta semana no me topé en Cartagena con ninguna de las tres Martas en carne
y hueso. Por carambola del destino, me alojé en la casa de Bibiana donde ahora
vive su primo David Covo, mi colega de aventuras pedagógicas en el Caquetá. En las noches, por el cuarto
improvisado en el estudio de la pintora en exilio donde dormía, desfilaron los
fantasmas de Marta Yances, muerta en mitad de la grabación de El Vampiro
Vegetariano, de Marta la Pulga
quien ahora navega entre archivos de noticieros y retazos de telenovelas en una
productora que es la Marta de las productoras comerciales. Mientras Marta Yances producía películas
en mis sueños, Marta la pulga proponía conservar lo producido, y Marta la
pequeña, inhalaba el humo de un varillo mientras observaba por la ventana el
edificio del Hotel Corales que apareció de la nada para tapar el mar que
Bibiana pintó tantas veces.
Cada quien deambula entre el aroma y el significado de sus Martas.
Mi abuelo con sus martonas de la noche paisa, mi Cartagena con sus tres gracias ahumadas y la biblia ajena con
su propia Marta, hacendosa y servicial. Para el best-seller sagrado, Marta es simplemente la hermana
de María Magdalena, la de Betania, y de Lázaro el resucitado; y como todo lo
que ese libro cuenta ha sido objeto de representación mural o al óleo, los
pintores la han puesto en escena con su manojo de llaves, escoba en mano haciendo el oficio de la casa, o sacudiendo el polvo o lavando trastos,
haciéndole honor a su función de santísima anfitriona ya que hospedó a Jesús en
dos o tres ocasiones. Con qué facilidad aquella Marta se ganó el título de
santa y la treparon a los altares. Es extraño que yo nunca haya conocido a un o
a una feligresa que tenga por patrona o deidad preferida a Santa Marta. ¿Será
que aparte de trapear y tender la cama no logra realizar un milagrito?
La Marta pintada me hace pensar en el arte contemporáneo
colombiano que afincó sus críticas en la voz de otra Marta: la temida y
respetada Marta Traba. Marta de las Martas de la Argentina errante, y Traba de traba, de enredos o viaje
alucinado; estrambótica mezcla de palabras que pareciera simplificar la retahila de párrafos retorcidos
que últimamente acompaña por obligación la creación plástica y que ella dejó
ordenadita para que se la fueran colocando a cada artista de mediados del siglo
veinte en adelante, uno por uno, a medida que en cualquier exposición cuelguen
sus cuadros o amontonen sus esculturas.
Marta la que juzgaba, la que dictaminaba si la razón de ser estética de
una obra reunía las condiciones necesarias para ser valorada como tal, a
diferencia de las Martas que exploraban las posibilidades expresivas de sus
cuerpos y lo ejercitaban y lo exponían
hasta borrar gestualmente las referencias literarias. Las Martas del
escenario del siglo precedente.
Las Martas del cuerpo del siglo veinte, el que me tocó vivir y que aun,
casi a diario patalea o hace mímica en el presente, se retuerce y contorsiona
finamente en las tarimas de madera de las grandes capitales con las propuestas
de la pittsbourg-neoyorkina Marta Graham, y en mis recuerdos parisinos sus
imágenes de tensión sublime buscan reposo en Marta Moore quien se me aparece
como un ángel que expande con calma las propuestas de su icónica
compatriota.
De Medellín vuelven a mi hamaca los ecos y las Martas domesticadas en Marticas. Los
diminutivos le imponen un halo de
ternura a sus caras formidables y me relajan. Martica Hincapié, buena
amiga, ex-abogada pero siempre litigante, documentalista y bailarina, inteligente,
picara y risueña en casi todos mis recuerdos; Martica Ramírez, dibujante y criticona, peluda, contundente, cantaletosa y
genial en casi todos mis recuerdos… en casi todos.
Mi hamaca en Santa Marta quisiera continuar meciéndose con la
materia dispersa de aquel nombre y extraerle un sentido más eólico a sus sílabas. Encontrarle un
gentilicio o tallarle un epitafio.
Aquí nacieron las Martas o aquí yacen todas ellas. Martas Santas, putas
Martas, Martas las hacendosas, las
artistas, las inútiles, las bondadosas, las pirañas. El vaivén del viento
zarandea mi columpio y en el vaivén de los días sobrevuelo el Mar de Marta, los
mares de Santas Martas, la Marta del marsupial, de la martucha y la martilla, del
martirio y las martejas. Mares de mareadas, de Martas, marimondas y santorales,
de Martas y martejas y martillos.
Hoy
es martes. Ha caído la tarde y en el firmamento oscuro refulge un planeta:
marte. La vocal A comienza a
entregar su dominio territorial. La E invade sin sobreexponer su integridad, de
manera sencilla lanza frases, juguetitos, triquiñuelas.
Vuela, vuela con Marta a marte todos los martes.
“Marta es también el nombre de un bello animal de la
familia de los mustélidos que vive en los árboles. Es carnívoro, de cabeza
pequeña, cuerpo delgado, cola larga y pelaje suave y espeso, es feroz y
salvaje. Se alimenta de pájaros, huevos y ardillas. Su piel es sumamente
apreciada por su suavidad. En esta mascota tienen las que lucen el nombre de
Marta, la cara opuesta de la humilde y servicial Santa Marta, que bueno es
disponer de ambos modelos.
Diego García Moreno-
Santa Marta, Colombia, marzo de 2018.
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