domingo, 19 de enero de 2020

GUAYAQUIL...ES


Introducción a la“conferencia magistral” El documental de creación en el contexto actual de Colombia en la facultad de cine de la Universidad de las Artes de Guayaquil, Ecuador.

Nací en Medellín. En el Medellín de mi infancia, en una clase media, entre “gente de bien” como diría un cineasta colombiano, había una palabra peligrosa: Guayaquil. Guayaquil era el barrio popular más cercano al centro de la ciudad. Era el barrio donde se encontraba la antigua estación del tren y, por supuesto, estaban esos hoteluchos de paso que rodeaban esta especie de puerto urbano,  y los restaurantes baratos con olor a arepa y a caldo preparado con una presa de pollo, cebolla frita, una pizca de comino y sobredosis de cilantro. Enfrente, cruzando la calle San Juan,  estaba la plaza de mercado. Una grande y desordenada plaza repleta de maravillosos productos, que eran expuestos en improvisados tenderetes que parecían mas bien tugurios, viviendas de invasión, de familias campesinas espantadas que llegaron huyéndole al terror del campo. A lo mejor no, pero yo sí tenía esa duda, porque en mi niñez los campos de Colombia estaban viviendo una etapa tan negra que quedó para la eternidad con el sugestivo nombre de “la violencia”. A lo mejor me equivocaba pues se trataba de simples legumbreros de origen campesino que, como al terminar la jornada laboral no podían regresar a sus casas porque tenían que recibir los productos en la noche, instalaban a sus niños a dormir sobre esteras en la bodega improvisada detrás de los bultos de papa y zanahoria y cebolla, más allá de las jaulas con gallinas criollas que temprano en la mañana irían al degolladero de cualquier casa de familia para caer definitivamente en la olla del sancocho.
El Guayaquil de día era un espacio de extrema agitación, una Calcuta cercana, gente, mercado, movimiento desaforado de transeúntes, compradores, carretas, señoras emperifolladas con canastas de mimbre o fibras vegetales cuyo nombre no conozco , empleados-obreros-peones que cargaban bultos de fique en la espalda, los hombros o la cabeza; humanos pobres, mendigos que extendían la mano pidiendo una limosna o escarbaban en las basuras para extraer un mango, una guayaba, bananos, guanábanas, frutas que eran botadas porque empezaban su proceso de descomposición y eran el festín de las moscas de clima templado, las grandes, las obsesivas, las tercas y fastidiosas moscas negras. Algún caballo encadenado a sus carreta orinaba a plenitud sobre el olor de su urea de ayer, de antier, de todos los días y esperaba el primer fuetazo de su amo para recomenzar el trayecto con la pesada carga hasta Boston, Buenos Aires o Laureles.

Pero la descomposición que asustaba a la venerable y conservadora élite de la ciudad era la de la noche. Al caer la tarde sonaban los tangos. En Guayaquil el  pulido castellano paisa cambiaba de tono, se transmutaba en un vozarrón huérfano que buscaba desesperadamente el acompañamiento de un bandoneón,  se abrían los telones de la noche y el espectáculo asumía el lenguaje de sus entrañas: el lunfardo. La muerte de Gardel dejó su voz como un fantasma errante por todos los rincones de Guayaquil.  Las mujeres de la noche se instalaban en las esquinas y en las puertas de los hoteles, los varones en sus atuendos de combate nocturno buscaban los bares, el aroma a aguardiente perfumaba el reflejo de las lámparas del alumbrado público si es que lo había. Las  moscas se acostaban al caer la tarde y en su ausencia salían a desfilar las ratas y las cucarachas. No seas tan exagerado ¿Por qué dices eso? diría mi madre, que en paz descanse.  Seguramente no eran esas luces las que iluminaban a los señores camuflados entre obreros y malandrines, a los prófugos del cotidiano, a los escapados de su la paz dulce e hipócrita de sus casas, a los que buscaban las putas, el placer que podía comprarse con solo sacar un billete arrugado del bolsillo. Guayaquil, espacio prohibido. El que los niños no podíamos frecuentar. 

Hoy que estoy en Guayaquil, el verdadero, el original, el de Guayas, el del río y el malecón y los bancos y esa extraña presencia helénica en sus construcciones de principio de siglo, cómo no recordar a mi Guayaquil temido. El que ahora solo persiste con el nombre de El Hueco, el gran centro comercial del contrabando. El gran hueco, en el que encuentras cuanta herramienta informática requieras para tu negocio, o cuanta baratija, prenda de vestir, o mercancía  porquería,  fabricada por el milagro Chino se te antoje con o sin razón. Guayaquil y su  plaza de mercado desaparecieron.  El arrume inmenso de víveres se convirtió en el Parque de la Luz, y la estación de tren en una pieza de museo que sirve de acceso a La Alpujarra, el conglomerado de edificios administrativos, gobernación, alcaldía y hasta de estudio de televisión de Tele-Antioquia. La periferia occidental de la plaza, donde había el enorme letrero de la farmacia Pasteur, que parecía jugar un papel de desinfectante colectivo,  fue devorado por la moderna biblioteca de Empresas Públicas de Medellín. Y en el oriente perduran, aseaditos, restaurados, como tratando de borrar la culpa de una ciudad que no quiso convivir con el pasado, unos edificios de ladrillo construidos por un arquitecto francés que entendía de oficios religiosos y necesidades gastronómicas humanas. Homenaje a Monsieur Carré, quien a finales del siglo XIX diseñó la plaza de Cisneros mientras levantaba en el corazón de la ciudad la catedral de ladrillo más grande del mundo, proporcional a la beatitud del pueblo que la costeaba. Adiós recuerdos vivos. El metro arrasó con el resto, un tajo enorme para que el gran viaducto con sus enormes columnas de cemento sostengan los rieles del tren de la modernidad. Los bares desaparecieron, esos bares acuarios, donde nadaban los deseos. Las decoraciones de sirenas y tiburones se fueron seguramente al Guayaquil de verdad, el que inspiró su nombre. Y las putas cambiaron de barrio. Optaron por instalarse en el que fue el centro decente, allá cerca del Parque de Bolívar, a un paso de la catedral.

El desmonte de la palabra se instala en mi cabeza. Vamos, actualízate, dale sentido a tu librería de vocablos.  Que la realidad se imponga. Guayaquil es una ciudad en el sur, cerca del mar Pacífico, en el  vecino Ecuador. Es una ciudad del comienzo. Una ciudad generadora. No una mención que adquirió otro significado. Aquí estoy, en Guayaquil, la real y palpable, y mi obligación, mi misión, hoy es hablar del cine documental de creación en el contexto de la Colombia actual delante de ustedes. Tengo que hacer un monólogo. Una clase magistral. Vaya adjetivo. Vaya susto. Eso de magistral suena terrible. Soy paranoico, me asusto.  Pido, solicito, les ruego, interrúmpanme, pregúntenme, conversemos, sí, mejor conversemos.  Hagamos un pacto. Yo recuerdo y  deliro, a lo mejor aseguro o propongo algo, y a medida que mi incoherencia, mis lagunas, mis desvaríos generen la duda, lancen sus frases, sus opiniones salvavidas, adjetivos, preguntas …y así hacemos más ameno este encuentro.

Por: Diego García Moreno.
Guayaquil, enero 16 de 2020. Salón: El rectángulo de las Artes. Facultad de cine. U de las Artes.




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He sido un cultivador de cartas... pero se extinguen los huertos, las postales, los destinos. Busco materos, balcones, ventanas, lienzos libres donde pueda sembrar mis dudas, mis palabras, las cascadas de imagen que a veces se me ocurren. Dale hombre, me han dicho algunas fieles amistades, invéntate un blog, escribe. Ya verás que es un buen andén para compartir tu risa, tu silencio, tus desdichas. Curioso, dócil, ingenuo, acepto jugar a lo impreciso.