Introducción a la“conferencia magistral” El documental de creación en el contexto actual de Colombia en la facultad de cine de la Universidad de las Artes de Guayaquil, Ecuador.
Nací en Medellín. En el Medellín de mi infancia, en una
clase media, entre “gente de bien” como diría un cineasta colombiano, había una
palabra peligrosa: Guayaquil. Guayaquil era el barrio popular más cercano al
centro de la ciudad. Era el barrio donde se encontraba la antigua estación del
tren y, por supuesto, estaban esos hoteluchos de paso que rodeaban esta especie
de puerto urbano, y los restaurantes
baratos con olor a arepa y a caldo preparado con una presa de pollo, cebolla
frita, una pizca de comino y sobredosis de cilantro. Enfrente, cruzando la
calle San Juan, estaba la plaza de
mercado. Una grande y desordenada plaza repleta de maravillosos productos, que
eran expuestos en improvisados tenderetes que parecían mas bien tugurios, viviendas de invasión, de familias campesinas espantadas que llegaron huyéndole
al terror del campo. A lo mejor no, pero yo sí tenía esa duda, porque en mi niñez
los campos de Colombia estaban viviendo una etapa tan negra que quedó para la
eternidad con el sugestivo nombre de “la violencia”. A lo mejor me equivocaba
pues se trataba de simples legumbreros de origen campesino que, como al
terminar la jornada laboral no podían regresar a sus casas porque tenían que
recibir los productos en la noche, instalaban a sus niños a dormir sobre
esteras en la bodega improvisada detrás de los bultos de papa y zanahoria y
cebolla, más allá de las jaulas con gallinas criollas que temprano en la mañana
irían al degolladero de cualquier casa de familia para caer definitivamente en
la olla del sancocho.
El Guayaquil de día era un espacio de extrema agitación, una
Calcuta cercana, gente, mercado, movimiento desaforado de transeúntes,
compradores, carretas, señoras emperifolladas con canastas de mimbre o fibras
vegetales cuyo nombre no conozco , empleados-obreros-peones que cargaban bultos
de fique en la espalda, los hombros o la cabeza; humanos pobres, mendigos que
extendían la mano pidiendo una limosna o escarbaban en las basuras para extraer
un mango, una guayaba, bananos, guanábanas, frutas que eran botadas porque
empezaban su proceso de descomposición y eran el festín de las moscas de clima
templado, las grandes, las obsesivas, las tercas y fastidiosas moscas negras.
Algún caballo encadenado a sus carreta orinaba a plenitud sobre el olor de su urea
de ayer, de antier, de todos los días y esperaba el primer fuetazo de su amo
para recomenzar el trayecto con la pesada carga hasta Boston, Buenos Aires o
Laureles.
Pero la descomposición que asustaba a la venerable y
conservadora élite de la ciudad era la de la noche. Al caer la tarde sonaban
los tangos. En Guayaquil el pulido
castellano paisa cambiaba de tono, se transmutaba en un vozarrón huérfano que
buscaba desesperadamente el acompañamiento de un bandoneón, se abrían los telones de la noche y el
espectáculo asumía el lenguaje de sus entrañas: el lunfardo. La muerte de
Gardel dejó su voz como un fantasma errante por todos los rincones de
Guayaquil. Las mujeres de la noche
se instalaban en las esquinas y en las puertas de los hoteles, los varones en
sus atuendos de combate nocturno buscaban los bares, el aroma a aguardiente perfumaba
el reflejo de las lámparas del alumbrado público si es que lo había. Las moscas se acostaban al caer la tarde y
en su ausencia salían a desfilar las ratas y las cucarachas. No seas tan
exagerado ¿Por qué dices eso? diría mi madre, que en paz descanse. Seguramente no eran esas luces las que
iluminaban a los señores camuflados entre obreros y malandrines, a los prófugos
del cotidiano, a los escapados de su la paz dulce e hipócrita de sus casas, a los
que buscaban las putas, el placer que podía comprarse con solo sacar un billete
arrugado del bolsillo. Guayaquil, espacio prohibido. El que los niños no
podíamos frecuentar.
Hoy que estoy en Guayaquil, el verdadero, el original, el de
Guayas, el del río y el malecón y los bancos y esa extraña presencia helénica
en sus construcciones de principio de siglo, cómo no recordar a mi Guayaquil
temido. El que ahora solo persiste con el nombre de El Hueco, el gran centro
comercial del contrabando. El gran hueco, en el que encuentras cuanta
herramienta informática requieras para tu negocio, o cuanta baratija, prenda de
vestir, o mercancía
porquería, fabricada por el
milagro Chino se te antoje con o sin razón. Guayaquil y su plaza de mercado desaparecieron. El arrume inmenso de víveres se convirtió
en el Parque de la Luz, y la estación de tren en una pieza de museo que sirve
de acceso a La Alpujarra, el conglomerado de edificios administrativos,
gobernación, alcaldía y hasta de estudio de televisión de Tele-Antioquia. La
periferia occidental de la plaza, donde había el enorme letrero de la farmacia
Pasteur, que parecía jugar un papel de desinfectante colectivo, fue devorado por la moderna biblioteca
de Empresas Públicas de Medellín. Y en el oriente perduran, aseaditos,
restaurados, como tratando de borrar la culpa de una ciudad que no quiso
convivir con el pasado, unos edificios de ladrillo construidos por un
arquitecto francés que entendía de oficios religiosos y necesidades
gastronómicas humanas. Homenaje a Monsieur Carré, quien a finales del siglo XIX
diseñó la plaza de Cisneros mientras levantaba en el corazón de la ciudad la
catedral de ladrillo más grande del mundo, proporcional a la beatitud del
pueblo que la costeaba. Adiós recuerdos vivos. El metro arrasó con el resto, un
tajo enorme para que el gran viaducto con sus enormes columnas de cemento
sostengan los rieles del tren de la modernidad. Los bares desaparecieron, esos
bares acuarios, donde nadaban los deseos. Las decoraciones de sirenas y
tiburones se fueron seguramente al Guayaquil de verdad, el que inspiró su
nombre. Y las putas cambiaron de barrio. Optaron por instalarse en el que fue
el centro decente, allá cerca del Parque de Bolívar, a un paso de la catedral.
El desmonte de la palabra se instala en mi cabeza. Vamos, actualízate,
dale sentido a tu librería de vocablos.
Que la realidad se imponga. Guayaquil es una ciudad en el sur, cerca del
mar Pacífico, en el vecino
Ecuador. Es una ciudad del comienzo. Una ciudad generadora. No una mención que adquirió
otro significado. Aquí estoy, en Guayaquil, la real y palpable, y mi
obligación, mi misión, hoy es hablar del cine documental de creación en el
contexto de la Colombia actual delante de ustedes. Tengo que hacer un monólogo.
Una clase magistral. Vaya adjetivo. Vaya susto. Eso de magistral suena
terrible. Soy paranoico, me asusto.
Pido, solicito, les ruego, interrúmpanme, pregúntenme, conversemos, sí, mejor
conversemos. Hagamos un pacto. Yo
recuerdo y deliro, a lo mejor
aseguro o propongo algo, y a medida que mi incoherencia, mis lagunas, mis
desvaríos generen la duda, lancen sus frases, sus opiniones salvavidas,
adjetivos, preguntas …y así hacemos más ameno este encuentro.
Por: Diego García
Moreno.
Guayaquil, enero 16 de 2020. Salón:
El rectángulo de las Artes. Facultad de cine. U de las Artes.
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