viernes, 31 de julio de 2020

DIARIO DE CUARENTENA - PANDEMIA TROPICAL 15

ENTREGA QUINCE

XLIII

LOS HURACANES Y EL JUICIO FINAL

Bogotá Julio 27 de 2020

Corran, corran ¡Ya vienen los huracanes!

Hanna, el primer huracán del Atlántico,  acaricia las costas de Taulipas, y Douglas, el ciclón, avanza rumbo a Hawai. 

¿Para dónde correr si nos cerraron las calles? No importa, dale vueltas a tu cuarto. Métete debajo de la cama. Muévete, no hagas nada. No, mejor, guarda la calma.

Disculpa, cuando vienen los huracanes hay que encerrarse, o evacuar… Pero si ya estamos encerrados… y si tratamos de evacuar nos multan. Tienes que hacer algo.  No olvides reforzar las ventanas con tablones. ¿Tienes clavos? Ve a comprarlos. Estamos autorizados a salir únicamente para comprar el mercado y las medicinas. ¿Crees que nos permitirán salir a comprar clavos? Diles que recomiendan poner  barreras para que las ventanas sean resistentes. Si tapamos las ventanas nos matará la claustrofobia.  No soportaría la vida sin atardeceres. Es sólo durante la temporada de huracanes. Tú no estás en el Caribe. Las tormentas no son eternas. Pero son cíclicas. Debe ser por eso que las llaman ciclones. Desconecta los aparatos eléctricos, no dejes nada afuera, poda los árboles, toma un seguro….

Arthur, Bertha, Cristobal, Dolly, Edouard, Fay, Gonzalo, Hanna, Isaías, Josephine, Kyle, Laura, Marco, Nana, Omar, Paulette, Rene, Sally, Teddy, Vicky, Wilfred.

¡Son más de veinte! Son tan temibles como un escuadrón de la muerte. ¿Serán los caballos del Apocalipsis? Son visibles, tú sabes dónde están, los siguen con satélite, los pronostican… ¡al covid no! Es invisible. ¿Por qué siempre caes en lo mismo? Tienes razón. Cambio de tema. ¡Corran, corran, ya vienen los huracanes!

Sí, son más de veinte,  así como los Villegas, los vecinos de la finca de mi abuelo José, en La Tablaza . Con sus facciones árabes, todos en esa familia parecían llevar en el alma tormentas del desierto. Hace apenas un mes nos anunciaron que el viento traería arenas del Sahara sobre el continente americano. Nos recomendaban que en caso de mucha partícula en el aire utilizáramos tapabocas, que así mataríamos dos diablos de una. Tres. En boca cerrada no entran moscas. En el trópico hay mucho insecto.  Por tapabocas antivirus no entra partícula de arena, mucho menos un insecto insoportable.

¡Alerta a los asmáticos, alerta a los alérgicos, alerta con los hongos que viajan de polizones en las partículas de polvo y pueden afectar la oxigenación de los corales, bienvenidos los insumos minerales que fertilizan la Amazonía!

Que la arena filtra el efecto del sol sobre el mar, las partículas de polvo absorben y reflejan los rayos solares disminuyendo su impacto sobre la temperatura del agua. Al descender el calor, los huracanes son más serenos. ¿Será una esperanza?

Hoy, sobre el mismo cielo, nos anuncian el arribo de las tormentas tropicales. Corran, corran, que vienen los huracanes. ¿Vendrán también los tifones? No, son patrimonio del oriente.  Ya te he dicho que calma, tú estás en Bogotá y a estas alturas no llegan los huracanes. Pero sí el granizo. Las partículas de polvo propician la formación de hielo. Hemos visto pepas de agua congelada caer del cielo, como piedras. Derrumban tejados, bloquean los desagües de las  las canoas. Le ocurrió a Sergio, mi hermano, hace unos años. El agua rodaba por las paredes de su apartamento, caía del techo, descomponía los pisos de madera.

El día que murió Olivia de Havilland, apareció en el escenario Hanna, el primer huracán 2020 en el Atlántico.  Sus ráfagas de viento soplaban con tal placer en las fronteras de Texas que su estruendo era un cúmulo de  carcajadas. Ese día lo que el viento se llevó fue un trozo del muro que Trump construyó para contener las hordas de  centroamericanos que, a pesar de la incertidumbre que hoy en día genera el liderazgo del imperio, tratan de acariciar los privilegios del sueño americano. Pesadillas, pesadillas.

¿Por qué los llamarán así? Cuentan, quienes saben del tema, que a mediados del siglo diecinueve las tormentas tropicales tenían el nombre del santo correspondiente al día que con más fuerza impactaban sobre una isla, una costa, una población. En la memoria de Puerto Rico quedó grabada la inolvidable Santa Ana de 1825.  Pero como no es muy santo que los referentes religiosos predominen, decidieron nombrarlos con el año, seguido por el  número correspondiente al orden de aparición,  ejemplo 1873-4; en vista de que nadie era capaz de recordar esa nomenclatura ni diferenciar sus destrozos, en 1953, (el año de mi nacimiento) optaron por algo más seductor: que portaran el nombre de una mujer. Sin embargo, las luchas por  igualdad de género lograron que en 1978 se estableciera la norma de la paridad y es por eso que hoy en día comparten nombres masculinos y femeninos. La paridad no es solo entre hombres y mujeres. Estamos en el siglo veintiuno, chico, los movimientos LGBT también tienen derecho a estar incluidos. Disculpa, los militantes de esos movimientos usan nombres de hombre o de mujer. Yo estoy tentado a creer que Kyle, Nana y Paulette son gays o lesbianas.   ¿Y que opinas de Fay? es un nombre bien ambiguo.  ¿Trans...? ¿No te parece? Empiezas a exagerar, hay algo en tu discurso que no parece incluyente. No sé... para que no queden dudas al respecto podrían llamarse peste negra, sarampión, gripe, gripe española, gripe porcina, lepra, cólera, tifus,  dengue, meningitis,  malaria, VIH, viruela, fiebre amarilla, tuberculosis, Ébola, NH1, influenza, hepatitits, covid, polio, sífilis, gonorrea,… estos nombres no discriminan, visitan a todos por parejo.

Creo que te estás volviendo muy sensible. Debes controlarte. Mira el anunció que encontré en el portal de la meteorología. Por fin una convocatoria  interesante en este mar de concursos azarosos: Muchas personas comentaron que durante el confinamiento se volvieron más sensibles a la belleza de nuestro entorno natural y pudieron apreciarlo mejor. Por ello, estamos ansiosos por recibir fotografías artísticas y de calidad, especialmente las que ilustren el tema del Día Meteorológico Mundial de 2021: "El océano, el clima y el tiempo".

Es un anuncio discriminatorio. Debes estar junto al mar para poder participar. Yo añoraría estar viendo el Caribe aunque su oleaje estuviese enloquecido. Aparte de tomarle fotos a sus caprichos, me compraría un medidor de vientos y jugaría a clasificarlos. Ya tengo una tabla que me serviría de guía.  En este cuadro colocaría los huracanes débiles; si no alcanzan 119 kilómetros por hora, serán  simplemente tormentas tropicales; anotaría su itinerario hasta que se conviertan en depresiones tropicales. ¿Lucharán las tormentas, como nosotros, para no caer en la depresión ? ¿O será parte de nuestro estado natural? ¡Cómo nos desconciertan con las referencias tropicales!  Jugos tropicales, bailes tropicales, pandemias tropicales. Todo el exotismo encerrado en una región donde el calor es su privilegio y su desgracia. Sube, sube, sube la temperatura. Me caliento y me agito, bailo, grito, brinco, canto. Alguien abre la puerta, entra una corriente fría y viene el desbarajuste. Se organiza la tormenta, viene la devastación. Pero tanto agite cansa. De la tormenta caemos inevitablemente en la depresión. De la depresión a la calma. ¿Dónde estaba? Ah, si… Y aquí pondría con mi mano temblorosa a los huracanes, los que se merecen el título porque sobrepasan ese límite de velocidad. Aunque el verdadero susto sería cuando deba colocar en esta otra casilla los que superan los 178 kilómetros por hora, los huracanes mayores,  ¡categorías 3, 4 , 5!, aquellos  que vienen acompañados de recuerdos devastadores y sus destrozos son fragmentos de los cabezotes de las cadenas noticiosas.  Katherine, Dorian, Mitch, Andrew, María. Nombres que nunca, por necios y dañinos jamás reaparecerán en las listas de pretendientes para la próxima temporada... temporada... ¡Claro! ¡Ya entiendo de dónde viene la palabra temporal! ¡Santa Bárbara bendita! imploraban mis tías abuelas cuando un relámpago iluminaba el cielo amurallado del Medellín de mi infancia. 

En la escala huracanes Saffir/Simpson, las categorías dependen de la velocidad del viento:

·       Categoría 1: 119-153 Km/h (74-95 millas por hora)

·       Categoría 2: 154-177 Km/h (96-110 mph)

·       Categoría 3: 178-208 Km/h (111-129 mph)

·       Categoría 4: 209-251 Km/h (130-165 mph)

·       Categoría 5: 252 Km/h o más (157 mph o más)


Pasan tormentas doradas y grises, pero la peste no cesa. La peste la llevamos los humanos en nuestro interior, no es el aire quien la esparce.  Somos la especie que transporta la promesa de nuestra propia  extinción. Somos una especie que se ha dedicado a exterminar especies, convencidos de que el planeta, el universo, fue creado para servirnos a nosotros. La naturaleza se está cansando. Ella ha sido respetuosa, un terremoto por aquí, un huracán por allá. Pero no aguanta más, ras le bol, y nos envía una pandemia vengadora que se esparce  con toda  su capacidad exterminadora por todos los rincones del planeta, allí  donde se hayan asentado los humanos. Esto nunca  se había visto. Con razón en la Biblia está profetizado el juicio final. 

Recuerdo que a principios de marzo, estando en el colapsado festival de cine de Cartagena, cuando apenas empezaba toda este huracán de informaciones sobre la pandemia -palabra que el año pasado no hacía parte de nuestro diccionario- escribí una especie de acta sobre el juicio final.  Es inevitable que en un período apocalíptico como el que vivimos  no venga a la mente el fantasma del juicio final, la gran amenaza que la religión dominante de occidente inventó para tratar de mantenernos juiciosos. Yo, criado con monjas en mi primera infancia, me ví obligado a rememorar  solemnemente ese evento tan rimbombante. 

Suenan trompetas. Se desata una tronera apabullante. Una estampida de cascos de bestias vociferan la llegada del juicio final. Un show de furiosos huracanes, los más reputados del Pacífico y el Índico, del Caribe y del Atlántico, adornados con nubes de polvo dorado del Sahara revuelcan los cielos del universo. Nada que ver con los llamados a declarar que le hacen en los estrados judiciales a un expresidente acusado de paramilitarismo o a un ex-alcalde por corrupción en las contrataciones públicas, ni con el show de fuegos artificiales del día de los alumbrados en la torre de una entidad bancaria pretenciosa. Aquí es en grande. Nada que ver con un circo de pueblo. Ni el mismísimo esplendor de Hollywood alardeando todo su catálogo de efectos especiales le pisa los talones. Recuerdo que en la puerta central de acceso a Notre Dame está el “Señor” sentado, muy inmutable, listo para dictar sentencia, y del lado derecho están filados los “buenos” con su carita de yo no fui, esperando la furgoneta que los llevará a disfrutar del paraíso; y del lado izquierdo los malos, las lacras, sudorosos, malencarados  y pestilentes, arrastrados con cadenas por los demonios, echándose bloqueador solar antes de caer en el caldero ardiente.  Esa imagen se atravesó en la tronera, y mi mente de escultor tallado por tanta injusticia presenciada en este mundo, tanta pobreza decorada con millones de toneladas de basura, tanta selva derrumbada e incendiada, tanta nube contaminada, tanto defensor de derechos humanos asesinado, tanta sabiduría étnica exterminada, tantas niñas y tantos niños violados, tanta especie animal borrada de la faz de la tierra, tanto tiranoladróncorrupto gobernando, tanto hijueputa suelto, se  me ocurrió esta cantata rap gregoriana que dice así:

EL JUICIO FINAL de OCCIDENTE  -Cartagena 16 03 2020-


Permaneceremos encerrados

hasta que la trompeta del juicio final anuncie

que ya todos estamos muertos

y es hora de proceder.

 

Aparecerá por fin El Responsable

para repartir justicia según Sus códigos

y en principio nadie protestará Sus sentencias

porque según la tradición

Él es el principio y fin de todas las cosas

el que todo lo puede

la palabra el verbo

la voluntad divina.

 

Pero seguramente no faltará el aguafiestas

que lo pondrá contra las cuerdas

y le cuestionará sus decisiones:

Si fuimos hechos a Su imagen y semejanza

Por qué  en el juicio no está Él como acusado

Por qué durante el encierro no estuvo presente

comiendo mierda con nosotros

Por qué permitió que por siglos

la lepra y el cólera y la codicia

hicieran estragos a sus anchas

 

Seguramente no dará respuesta

y dispondrá de Sus ejércitos para hacer cumplir Sus designios

y con seguridad

en Su tremenda sabiduría pondrá en evidencia

que todas las criaturas inventadas

y hoy frente a Sus ojos fallecidas

arrastran el lastre de la culpa y la mentira

las traiciones y la envidia

Que fuimos abonados para el horror y la violencia

Que la condena estaba prevista en el principio

Y que en manada

de la misma forma en que fuimos concebidos

caeremos al eterno foso del castigo

 

Él comprenderá entonces que Su propio invento

Su juego perverso del cual no hay vuelta atrás

ya no hay salida

lo condenó a la soledad más infinita

al silencio eterno

al tedio inmortal

a la desazón suprema.


Hasta aquí el Monólogo para un actor atrapado en su cuarto esperando que la curva de la pandemia por covid 19 llegue a su pico...

 

* * *

XLIV

El  veinte de julio al mediodía,  en medio del silencio que nos acuñó el confinamiento, cuando me disponía a hacer click  sobre “publicar” para enviar la entrega 14 de mi diario de cuarentena sonó un estruendo aterrador. Trastabillé, estuve a punto de hacer click sobre “borrar” pero, por fortuna, reaccioné y el relato se fue, se escapó sano y salvo. ¿Lo leíste?

-       ¡Cóño! ¿y eso qué es? (hubiera podido exclamar ¡Recórcholis!)

Del horizonte, con rumbo a la ciudad capital enfrente de mi apartamento volaban presurosos en formación ocho aviones Kafir de la Fuerza Aérea Colombiana. Son aviones de guerra fabricados en Israel. ¿Irán para Venezuela? No seas alarmista. Si fueran para la guerra no irían con su nodriza. Delante de ellos, un viejo boeing 767, un avión grandote traía colgando su cordón umbilical. ¿Será que su misión va a ser muy prolongada? ¿Es normal que saquen su estación de gasolina voladora?  Te repito que  es veinte de julio, día de la independencia. Los sacan para descrestar muchachitos con la esperanza de inculcarles el espíritu patriótico, los sacan para asustar paranoicos que creen que Maduro tiene listas las tropas en la frontera, los sacan para decir que somos un país que puede defenderse solo de los enemigos, los sacan para alardear poderío, aunque todos estemos encerrados, para hacernos creer que estamos en un país capaz de inspirar confianza y seguridad a sus habitantes, los sacan para gastar gasolina ahora que no hay plata y que las necesidades abundan.

Los aviones giraron hacia el Norte, desaceleraron, se perdieron sobre la autopista que lleva al puente de  Boyacá.  Cuando creía que el paseíllo de domingo estaba listo, a los pocos minutos se escuchó otra vez el estruendo, volvieron a aparecer una, dos veces más. Fueron tres sobrevuelos de honor para que los varoniles ojos de los generales hincharan sus pechos cargados con las medallas obtenidas tras los triunfos imaginarios durante una guerra que no hemos podido saber si ha terminado, y para que por las ventanas de las jaulitas de pandemia salieran los ojos de millones de paisanos cargados de monotonía acumulada a buscar la causa movediza de semejante ruido. Los pilotos desde arriba no ven nada. Los ojos fijos en los instrumentos. Velocidad, rumbo y altura. A duras penas, como van en formación,  cada piloto guarda la distancia social con la punta del ala del avión vecino que lo guía. Son pilotos de combate amaestrados para cumplir órdenes. No me extrañaría que les hayan dicho a los pilotos de guerra: "Capitanes, como van a volar bajito ¡no consuman  mucho oxígeno! Den ejemplo, ahorren, que lo que sobre se lo enviamos a los hospitales, hay mucho infectado que lo necesita". Cuando cruzaron por el espacio libre entre dos torres del Centro Internacional, logré tomarles algunas fotos. 

                                     


  













XLV

Ayer, 30 de julio, día del cumpleaños noventa y siete de mi difunto papá,  tuve una conversación por el chat de whatsapp con mi amigo Juan Martín que vive en Quito:

“…[9:15 a. m., 30/7/2020] Diego García-Moreno: ...Nosotros bien, a pesar de este confinamiento con pinta de eternidad. En Bogotá las cifras andan disparadas, entonces  asumimos el encierro total. Mantenemos la actividad  terapéutica: Sally en su yoga, su música y las traducciones; y  yo sudando en la elíptica, escribiendo azarosas convocatorias y jugando con el blog, participando en sosas reuniones zoom, tratando de mantener el aleteo de los Alados y esperando que lleguen la vacuna o los extraterrestres.

[9:53 a. m.] Juan Martin Cuevas: o el meteorito

[10:15 a. m.] Diego García-Moreno: REMEDIO TOTAL


Bogotá, Julio 30 de 2020.

Acabo de escuchar en las noticias que el huracán Isaías avanza rumbo a Miami.

Continuará...

Estos escritos, con ritmo de diario, aspecto de prosa, canción, trova o poema, estarán apareciendo mientras dure el estado de cuarentena en el que hemos caído... y serán un elemento documental para comprender la evolución personal y colectiva de una situación que saca la cotidianidad de los parámetros vividos hasta hoy.


miércoles, 22 de julio de 2020

DIARIO DE CUARENTENA - PANDEMIA TROPICAL 14

ENTREGA 14.

XLI
PASO DOBLE
Domingo 12, una y media de la tarde.
Bombo, saxofón y redoblante. Un pasodoble entra por la puerta del balcón. Un, dos, un, dos, un dos. No hay algarabía en la plaza de toros. Me asomo. No hay nadie. Graderías desoladas. La arena endurecida, húmeda, motes de hierba dispersos empiezan a crecer en el redondel.  Desde el piso 18, en una tarde gris, el monumento arquitectónico inútil, mi jardín japonés, pareciera insinuar una sonrisa nostálgica. Más allá del anillo exterior de palmas fénix y jazmines y urapanes sobrevivientes a sus propias pestes está el foco de la melodiosa infección sonora.  Los árboles no proyectan sombra.  Las líneas amarillas pintadas en el suelo para delimitar las zonas de parqueo parecen una tarjeta de computador vacía, puesta con el propósito de dar la apariencia de color. La minúscula figura de tres hombres parados frente a un edificio de ladrillo, el único residencial en la cuadra occidental de una plazoleta que con el tiempo se ha vuelto zona de estacionamiento pago, intentan darle emoción andaluza a la desolación.  
Los músicos le ponen entusiasmo a su interpretación esperando que se abra una ventana y un habitante generoso, o conmovido,  les lance un billete. De lejos apercibo que el gordo del bombo y el jovencito flaco del redoblante tienen tapabocas. A cualquier distancia es posible reconocer la máscara del carnaval pandémico. El saxofonista tiene una banda blanca sobre su nariz,  debe ser el tapabocas mal acomodado, asume el riesgo mientras sopla su instrumento. 
Tengo nostalgia de cercanía. Tengo necesidad de mi oficio. Quisiera salir a filmar, acercarme, aproximarme con mi cámara y enfocar en primer plano, de perfil, la vieja boquilla sostenida por unos labios que sirven de conducto al aire entre el pulmón y el instrumento de metal. Labios empaque que impiden que haya una fuga por la que el aire escape y vuelva al aire. Me gustaría cambiar de ángulo, ver de frente el tapabocas arrugado moverse lentamente entre los ojos y la boquilla cuando el músico inhala el aire para darle vida a su próxima frase musical. No te acerques mucho que puede caer un chorro de babas del saxo y salpicar tu zapato.  Me gustaría ver los ojos del flaco buscando de ventana en ventana la silueta que asegurará el almuerzo y panear bruscamente hacia el bombo para captar el golpe del mazo sobre el cuero. Quiero sentir el metrónomo estridente del bombo dirigiendo el ritmo de mis tomas. Quisiera ver la reacción del trío cuando a sus ojos vaya entrando la desesperanza. No conviertas el acelerado golpeteo de las baquetas en el redoble del temor del nuevo circo.
Supongo que ellos suponen que quienes habitamos en torno a la plaza de toros somos aficionados a la fiesta brava y que correrán con mejor suerte que los mariachis y los vallenatos que cargan sus instrumentos por toda  la ciudad lanzando sus canciones ante públicos imprecisos.  Estoy seguro que ellos no saben  que en este barrio somos más los aficionados a la fiesta contenta, a la fiesta simple, a la fiesta fiesta, que los fanáticos de las corridas. Basta con pasar a finales de enero para ver los balcones vacíos o escuchar los insultos de los jóvenes antitaurinos. Asesinos, asesinos. El instinto elemental de mercadeo los trajo a tocar frente a unos edificios que son residenciales en apariencia.  Cayeron en la trampa. Se engañaron, uno es un motel de citas clandestinas en desuso y en el otro  todos los apartamentos son oficinas desoladas.  Sedes de asociaciones que enviaron sus secretarias a continuar con el oficio por tele-trabajo. Serenata inútil de domingo. Termina el pasodoble. Nadie se asoma. Nadie se asomará. Cambio súbito de ritmo. Un porro.  Un porro trunco porque de repente se desinfla.
¡Vámonos! No hay caso, debe estar exigiendo el gordo del bombo. ¿Qué camino tomar? Es la misma pregunta que se hacen los mariachis de cementerio. Aumentan los muertos pero escasean los dolientes en las exequias. Ahora nadie contrata réquiem con tequila. Se limitan los cortejos fúnebres. Pero las leyes del mercado obligan a los músicos en la pandemia a intentar  diversificar sus públicos. Se acabaron los joropos y los raperos en el transmilenio. Rapear detrás de un tapabocas saca ampollas en el labio. Cuando más hay por contar, por preguntarse, cuando hay más tiempo para hacer canciones largas, cuestionamientos o lamentos interminables, menos espacios reales hay para exponerlos. Recoger la monedita virtual es fácil para músicos de clase media para arriba. Se necesita pay-pal, tarjeta de crédito, transferencia bancaria. El músico pobre usa la cachucha y el sombrero. Caminan sin decirme adiós. Los pasos de los músicos perdiéndose en la ciudad son regulares, lentos. El fantasma del pasodoble se recubre con un abrigo de Pasolento.  El ritmo de la cuarentena.
Domingo 12, a partir de la una y cuarenta y cinco de la tarde.
XLII

PANORÁMICA A PASO LENTO

Deseo regresar a mi balcón piloteando un dron. Asciendo en vertical hasta una altura de quinientos pies sobre el centro de la plaza de toros, y en vez de girar en torno a las graderías, sin esperar un batir de pañuelos blancos  solicitando una oreja y el grito de torero, torero,  me urge echar un vistazo más allá del desolado Hotel Tequendama y el Centro internacional,  de estos pequeños rascacielos  levantados en medio siglo sobre los terrenos del antiguo manicomio y que son los responsables de que se le otorgara el título de metrópolis al viejo y mojigato caserío colonial. Quiero mirar el amplio territorio de nuestra cuarentena al ritmo del paso lento de mi vuelo espía; el mapa que desvela  a la alcaldesa, el que aloja los millones de posibles portadores de un virus que nos cambió el guión de la normalidad sin previo aviso;  el hábitat de una población que hoy ya ocupa el noventa por ciento de las unidades de cuidados intensivo de los hospitales.
De espalda a los cerros, en su piedemonte, inicio un giro de trescientos sesenta grados sobre un punto fijo en el sentido contrario a las manecillas del reloj. Enfocando el occidente, manteniendo la altura y a velocidad constante, lanzo una panorámica de derecha a izquierda.  Acaricio el arrume de urbanizaciones esparcidas como un reguero de cubitos de cemento, vidrio y adobes sobre lo que fue sabana fértil,  humedales que durante millones de años acogieron la escala obligada de las bandadas de aves que sobrevolaban el continente cumpliendo el ritual que los ciclos del clima y las fuerzas magnéticas tatuaron en su genes; meandros de un río frío y cristalino de apariencia silenciosa que preparaba su caída estrepitosa al trópico caliente donde lo esperaba el gran río madre para llevarlo hasta el  mar que todo purificaba.  Imágenes perdidas, añoranzas del pasado. Intento descubrir en el infinito el perfil de los volcanes de la cordillera central, pero sería un espejismo,  hoy no se verán. El horizonte se disuelve en un brillo de plomo. Tengo la sensación de que un acordeón vallenato, una raspa y un tambor lanzan un lamento desde las profundidades de Fontibón.
Empujado por un avión solitario que se entromete en mi camino, voy dejando atrás el río cloaca.  ¿Será un vuelo humanitario en el que regresan a sus lejanos países los últimos turistas  que quedaron atrapados en locombia al declararse la cuarentena? ¿ Es tal vez  un avión cargado con las  pipetas de oxígeno, los ventiladores y las cajas de cartón llenas de guantes y batas quirúrgicas que esperan en los hospitales de Puerto Asís, Mitú, Ipiales o Buenaventura?  ¿O se trata ,quizás,  de un cargamento de flores para adornar las tumbas de los cementerios de norte América?  No lo sé.  En todo caso, no creo que sea un avión de la policía cargado de funcionarios del gobierno que viajan  en misión oficial  a poner orden a la desbordada corrupción  en  San Andrés y Providencia. Todavía se escuchan las protestas contra el fiscal y el contralor quienes,  para no sentirse muy solos en su tarea, sacaron del tedioso confinamiento a sus esposas, e hijos  con algún amiguito,  y los llevaron en la nave oficial a  a pasar un puente sin tapabocas en el mar.  Sea lo que sea, la nave es un adorno fugaz en mi trayectoria, una gota de aceite que engrasa la continuidad del movimiento.
Antes de desaparecer en ese cielo sin gracia del domingo, me acompaña en el sobrevuelo de las extensas localidades del sur. Ciudad Kennedy,  la ciudad obrera, superpoblada, el inmenso ramillete de barrios planos y sin arborización que heredamos de la Alianza para el progreso, el aliciente que nos dio el coloso del norte para alinearnos de su lado durante la guerra fría.   Antiguamente se llamaba Techo y allí quedaba el aeropuerto.  Cuando en el 63 asesinaron al coqueto presidente americano, quien un par de años antes había puesto la primera piedra, sus habitantes decidieron cambiarle el nombre y honrar su memoria. Quedaron para siempre asociados a la Casa Blanca. Esperemos que no haya sido esa su maldición. Que no haya sido por culpa de Trump -quien minimiza este brote de gripa llamado covid 19- que en sus interminables manzanas de color tierra cocida se haya asentado desde un principio el contagio y se hayan vuelto la pesadilla de la secretaría de salud, el foco de la infección.  Aquella primera piedra, que en realidad fue un ladrillo, se multiplicó a la velocidad de un virus. Era una piedra contagiosa que, al parecer, no le gustaba el verde pues a los pocos años había tapizado cualquier plantación o potrero que hubiera a la redonda y se volvió El Tintal, Timiza, Abastos, Castilla, Calandaima, gran Britalia,  Patio Bonito, Las Margaritas, Bavaria… se esparció a la redonda, en línea recta, dando brincos hacia el oeste, el sur, el occidente, el norte, comiendo terrenos como una invasión de langostas locas, de esas que ahora disfrutan del calentamiento global en África o el sur del continente, hasta llegar a la cifra descomunal de  1922 barrios disimulados en 20 localidades, cubriendo cualquier vestigio de lo que un día fuera el gran territorio de los chibchas.  Pero la visión de mi lente no es capaz de abarcar tanto. El fuera de cuadro, cómo dicen los cineastas, está implicito en ese rectángulo que vemos.   
En su giro panorámico del occidente hacia el sur,  a paso lento  avisto a lo lejos los asentamientos populares agarrados a las colinas peladas de Cazucá, ciudad Bolívar y Usme, acrobáticas autoconstrucciones con cimientos de hambre y  muros de ladrillo que arañan los mantos de estratos que cobijan el páramo del  Sumapaz.   Desplazados de todas las regiones,  edades y colores, expertos en lidiar con el hambre y los recuerdos de la violencia, tratan de convencer al dueño de la tienda para que les fíe un cigarrillo o un pocillo de aceite,  y esperan, algunos,  que no sea inútil la espera de la ayuda gubernamental que pagará la libra de lentejas, la cajita de atún, la bolsa de espaguetis  y el arroz para poder prolongar su condición de sobrevivientes.
Dicen que ahí termina Bogotá, pero no es cierto. Sigue llegando gente. Nuevas invasiones a las tierras de más allá se han registrado durante la cuarentena. En estos días leía:
 “La Secretaría de Ambiente señaló en las últimas horas que, debido a la tala y quema de árboles en el polígono la Esmeralda, en el parque ecológico de montaña Entrenubes, se han visto afectadas cerca de 18 hectáreas del patrimonio ambiental de los bogotanos, es decir, una extensión semejante a 25 veces el estadio El Campín de Bogotá. Este martes, se conoció que cerca de 80 personas, que el pasado domingo habían intentado ocupar predios de esta zona de la localidad de Usme, quemaron y talaron árboles con el objetivo de preparar el terreno para edificar viviendas de manera ilegal…”  
A distancia, tengo la sensación de que cada centímetro de barrio construido en el  inmenso sur que inspecciona mi cámara hubiera sido parido con el mismo método. Podría suspender el ritmo del paneo  y quedarme allí maldiciendo a  los “tierreros” que han organizado las invasiones: los traficantes de tierra que prometen entregarle papeles a todas esas familias desvalidas que intentan levantar un cambuche en un terreno ajeno o de nadie; a esas bandas que utilizan métodos de chantaje para que a perpetuidad continúen pagándoles servicios y vacunas, primero por el pedazo de tierra, luego por el derecho a permanecer en el nuevo barrio, pero es inútil. Mi única posibilidad es dejar constancia de mi indignación ante esos urbanizadores piratas de quienes se asegura hacen parte de mafias o de grupos armados que intentan afianzar sus territorios para sus fines electorales y políticos.  El control del territorio.  Guerrillas, paramilitares y las maquinarias políticas de siempre manipulan la miseria humana  a su antojo. Pero es inútil,  no puedo detenerme.
Mi cámara espía, dispuesta sobre el dron imaginario,  sigue girando hacia el oriente, hacia el caprichoso San Cristóbal con su desorden de barrios húmedos y también pobres, camuflados entre colinas que se tropiezan con la muralla verde de los cerros,  la afortunada muralla de oxígeno que pareciera recordarnos dónde estamos y de dónde venimos a los habitantes de este monstruo urbano improvisado en un hermoso altiplano de los Andes. Recorriendo sus cimas verdes de pinos, acacias y eucaliptos llego hasta la enorme estatua blanca de la Virgen de Guadalupe que entre imponente y medio zombie abre los brazos, estira o apunta sus dedos tenebrosos y largos, sin que uno logre descifrar qué están diciendo.  Podría ser “vengan a mi regazo mis queridos pecadores”; o quizás están descargando amenazas o rayos de desprecio hacia la plaza de Bolívar y a todos los edificios alrededor,  al corazón de un país desde donde se cocina la ilusión de la democracia. Esa imagen vigía, celadora silenciosa y estática,  ha visto los amaneceres vacíos, congelados de la Candelaria  y todas las revueltas y tropeles que acostumbran darle vida al inestable centro de la ciudad. Vio como fue presa de las llamas a mitad del viejo siglo, fue testigo de gente llegando furiosa o llorando acompañando desfiles mortuorios de caudillos o simples compatriotas anónimos;  la vio eufórica, casi esquizofrénica saludando festivales de teatro, desfiles de verano o  marchas del primero de mayo,  vio peloteras, escaramuzas, conciertos   y hasta disparatados cañonazos .
Y me deslizo  palmo a palmo sobre el fantasma de la cuerda floja que un día caminó un acróbata extranjero entre Guadalupe y Monserrate. Sobre el cañón por el que entra el oxígeno a los pulmones gascarbonizados de la ciudad. Pasamos por el símbolo de la fé, su mejor mirador, el termómetro de la vitalidad de los cerros. No se ven peregrinos arrodillados ni atletas matinales subiendo a su cima. Está vacío, el funicular detenido, el teleférico apagado. Un cristo negro en vacaciones recarga su energía milagrosa para después de la pandemia.
Estoy mirando a mis espaldas. Imaginando lo que hay detrás de mi edificio.  La Macarena  repleta de restaurantes vacíos y  la añoranza de un mundo global que ya casi nadie añora. Que unos callos madrileños, o un bifé argentino, un italiano en su salsa, algún ceviche peruano o un tailandés muy picante, un pub irlandés con enormes orinales o un salón de yoga enflaquecido. El barrio parece moribundo y no pareciera resucitar con el olor a especies que el viento trae de  La Perseverancia. Artistas y operarios permanecen escondidos, mantienen la esperanza, como todos, que todo esta incertidumbre termine.
Siento fatiga, ¿será que sigo volando rumbo al norte? Hacia allá están Chapinero y Rosales y Usaquén y Suba. No creo que alcance la batería. No es el día para atisbar al Chicó ni a  Engativá ni el Siete de Agosto. Esos barrios irán en silencio. Me quedo mudo para ver si escucho los cantos  dispersos de vallenatos y carrangas, de joropos y gaiteros, de mariachis y hasta por qué no, de un violín apasionado, que busca entre los barrios pudientes que los balcones se abran, que aparezcan en las ventanas algunas miradas sonrientes y una mano generosa que regale una propina.
Me detengo. No hay dron, no hay cámara, el pasodoble se ha ido. La puerta de mi balcón está abierta. El barrio estará cerrado por orden de la alcaldesa durante catorce días. Catorce días más no son nada. Ya llevamos ciento veinte. Tendremos el tiempo suficiente para seguir haciendo malabarismos con las cifras.  Tengo una nueva: cada tapabocas tiene una vida útil de máximo ocho horas y tarda cerca de 450 años en descomponerse.

Cuando creía que la escritura de un diario era una acción automática, me encontré con una enorme dificultad para armar frases: hasta mi cuarto llegó la falta de inspiración. No sé si es por culpa de la fatiga acumulada durante el encerramiento,  o porque al sentir que lo que me acontece cotidianamente  va perdiendo importancia, que mi cotidianidad se vuelve insulsa, me siento tentado a buscar temas importantes que justifiquen la existencia del diario. Siento que con el paso del tiempo se va creando una dependencia del lector, que aparece el temor de decepcionar a quienes uno suponen se han vuelto seguidores de las entregas. ¿Cómo saberlo?  En todo caso,  escribir la panorámica que acabas de leer me tomó casi algo más de una semana. Entre el 12 y el 20 de julio. 
….tal vez continuará…

domingo, 5 de julio de 2020

DIARIO DE CUARENTENA-PANDEMIA TROPICAL 13

ENTREGA TRECE

XL
LAS CURVAS RECTAS

Bogotá, julio 3 de 2020
En un país de trepadores, me refiero a los ciclistas, las curvas ascendentes nos excitan. Aparte de Cochise Rodríguez, que por allá en los 60s le chupaba rueda al ñato Suárez en los ascensos a los premios de montaña, para luego lanzarse en solitario al abismo con la dicha de esos que vuelan con un vestido de alas, o de los clavadistas que saltan al mar desde los acantilados, les hemos tenido mucho miedo a las curvas en bajada y la torpeza para enfrentarlas nos ha derrotado. El pobre Nairo casi se mata al salir de una curva en la vuelta a España del 2014 y, en los olímpicos de Brasil, Jorge Luis Henao, cuando tenía su medalla de oro a la vista, se salió del carril y fue a dar contra un árbol obligándonos a pegar al unísono un grito de frustración nacional. Ambos tuvieron que abandonar la carrera. A principios de  este año, cuando empezaba el frustrado calendario 2020, a pocos días de encerrarnos a todos en cuarentena, Egan Bernal, nuestra joya más reciente, se pegó tremenda caída bajando por las calles de Tunja durante el campeonato nacional de ruta; no abandonó pero llegó a la meta convertido en un nazareno.
Duchos para leer los grafismos de las etapas de las vueltas a Colombia, los giros  de Italia y el tour de Francia, celebramos cuando en el tramo del día aparece una línea diagonal próxima a la verticalidad. ¡En esa pared tenemos chance de ganar! decimos cuando aparece la empinada trepada a un premio de montaña de primera categoría. Cuando era niño, llenaba dichoso el cuadernito Pilsen de la vuelta. De un lado estaba el gráfico y del otro la planilla para anotar los resultados de la etapa y la clasificación general. Qué aburrido era cuando la etapa Cali- Cartago mostraba una monótona línea recta. En cambio, tremenda emoción nos producía ver el electrocardiograma con ascenso a Letras, la Línea o el alto de Minas. El problema es adaptar nuestros referentes deportivos a la  curva de contagios con el covid 19 que desbocado se empina cada día. Ayer, se volvieron a batir los récords de infectados y de muertos.  El último informe del Ministerio de Salud y Protección Social, entregado el jueves 2 de julio, confirmó 4.101 nuevos casos, 171 fallecidos más para un total de 3.641, mientras que 44.531 pacientes se han recuperado. Coronavirus en Colombia: 106.110 contagios en el país. Bogotá se mantiene como la ciudad más afectada por el COVID-19 con 32.726, siguen Atlántico:  25.181,Valle del Cauca: 10.904,Bolívar: 9.629…”
Sally me preguntó si yo me preocupo cuando viene a casa Rocío, la señora que nos ayuda con el aseo. Si, querida. Últimamente, me preocupa todo. Cuando ella viene, cuando viene la  mujer que te hace el pedicure, cuando viene Martina, la niñita que cuidas cuando Pía, su mamá, está desbordada con sus informes y clases para la universidad.  Me preocupa cuando salgo a mercar en la plaza de la Perseverancia  y me preocupan las bolsas del mercado a domicilio que pides. Me preocupa cuando bajas el domingo al huerto en el jardín de las torres a trabajar con el grupo de padres ecológicos que preparan las pacas y cuando salgo a patinar en la ciclovía.   Poco a poco la paranoia ha ido entrando al apartamento y llega hasta el cuarto de Tomás, el hijo ausente, donde escribo. El Transmilenio no circula por allá, en la décima o en la Caracas, cruza nuestra puerta pegado al vestido o al morral de Rocío que debe utilizarlo desde Soacha hasta el centro, o en el taxi que debe tomar fulanita para pulirle las uñas a una señora y luego a otra para luego venir a sentarse a trabajarle a tus pies. Este bicho invisible no escatima en pegarse a los juguetes de los niños o a las suelas de los zapatos, aunque los pasemos por tapetes humedecidos con desinfectante. O si no, ¿cómo explicas que ya se hayan reportado dos casos en las Torres donde vivimos? Mientras la curva se empina, más cerca estamos de hacer parte de la legión de infectados. Deberíamos hacernos la prueba. Ayer vi una carpa frente al centro internacional donde las tomaban gratis. Quise hacer la fila, pero  era tan larga que seguí el camino. ¿Vamos ahora? Si, báñate. Desayunemos y luego bajamos.  ¿Será que después de la prueba nos declaramos nuevamente en cuarentena?  Me parece. Con esa curva ascendiendo, es mejor volver al encierro. Hagamos de cuenta que es el principio. Bien. Los llamaré a todos. Que no venga nadie en las próximas dos semanas.
Todos los días nos han dicho que el pico de la curva está lejos. Que solo tendremos esperanza cuando llegue a un tope y se aplane. Los meses se van volviendo escalas de una fecha hipotética de alivio. Nos dijeron que permaneciéramos encerrados hasta abril, luego mayo, junio… estamos entrando a julio, pero no se prevé terminar la alerta hasta agosto, quizás septiembre. Que nos preparemos para la peor. Llevamos más de cien días acumulando incertidumbre y los efectos del encierro comienzan a notarse en la piel. La falta de sol ha palidecido la epidermis. La resequedad comienza a manifestarse  con rasquiñas permanentes. La sensación de estar envuelto en un aire enrarecido me hace creer que van a comenzar a salirme escamas de lagarto. ¿Será el síndrome de iguana?  Ni siquiera sé si existe, pero el cuadro clínico comienza a perfilarse. En un momento creímos que la pureza del aire, recuperada tras varias semanas sin circulación de vehículos, sería para siempre. Pero el rugir de los motores volvió, ahora la claridad en el paisaje depende de las lluvias, y la ciudad lanza un murmullo atronador que parece una suma de quejidos. A veces creo escuchar la voz de Gregorio Samsa invitándome a hacer gimnasia con él o a cantar en dúo una canción de pena. Basta. La metamorfosis pertenece a mundos más existenciales, no olvides que estás en el trópico.  Precisamente, la globalización pone a conversar los cucarrones del viejo mundo con los lagartos tropicales. En otras ocasiones, incluso, se entromenten los zumbidos de los zancudos. Idealizas, Bogotá no es trópico. Es una nevera donde  no pelechan iguanas ni zancudos. Aquí podrías convertirte en cucaracha, en rata, en piojo, pero has idealizado tanto las regiones candentes de tu país que olvidas las pestes que las azotan desde antes del coronavirus. No creas que te convertirás en digno candidato a pieza de museo de ciencias naturales. Aquí la transformación es simple. De ciudadano normal, pasas a contagiado, y de ahí, directo a cadáver. Incluso, puedes ahorrarte el paso intermediario. Basta que consideres que todos tenemos los mismos derechos para que te vuelvas sospechoso. Cómplice. Y si vives en tierra caliente, eres culpable de antemano.
Ya me bañé, grita Sally.  Te sigo. Una ducha caliente es suficiente para darle elasticidad a la piel, enviar por el desagüe los delirios y modificar la curva de la paranoia matinal. Estoy listo. Desayunemos y vamos. Billetera, llaves y tapabocas. Llevaré “Los derrotados” de Pablo Montoya para leer en la espera. Los zapatos están en el pasillo, sobre un tapetico. Ya nadie entra a los apartamentos con un calzado sospechoso de estar contaminado. Los  jóvenes inquilinos del 1801,  varios y diversos,  pusieron en el piso una repisa de dos niveles para sus zapatos. Los del 1803, una pareja con su bebé,  los depositan en una ponchera plástica.  Nunca había sentido tan viva la presencia de los  vecinos. Hay dispensador de gel desinfectante en el ascensor  y unas marcas en el piso para que guardemos la distancia.  Cabemos cuatro y un perro.
Desde mediados de marzo, no salíamos juntos a la calle. El sol matinal le da alegría al ladrillo. Volumen al paisaje, contraste al follaje de los jazmines y palmeras que adornan las aceras de la plaza de toros. Cruzamos pocos transeúntes a pesar de ser día sin IVA. Al llegar a las escaleras que bordean el edificio de la asociación colombiana de arquitectos me doy cuenta que abajo, en la plazoleta frente a la estación del Transmilenio,  no instalaron la carpa para realizar las pruebas.  Hoy no será el día del palito escarbando con un algodón al interior de nuestras fosas nasales. No importa, dice Sally, está lindo el día. Vamos al cajero, tengo que pagarle a mi profe de Portugués. Buena idea, yo estoy sin cinco. Me encantan los cajeros cuando mi cuenta de ahorros está alimentada por alguna entrada y cuando no tengo dudas al tocar el teclado para marcar mi clave. En este momento no es el caso, los fondos comienzan a tocar fondo y no logro imaginar cuántas manos han dejado sus microbios en la superficie de las teclas. No tengo ninguna oferta de trabajo, solo apuestas al azar con proyectos enviados a convocatorias, y cualquier objeto compartido se ha vuelto sospechoso. La paranoia no se quedó en casa, decidió acompañarnos al paseo.
 Al salir del banco miro instintivamente hacia el sur.  Fijo la vista en Residencias Colón, en el tercer piso del primer edificio después de la veintiséis ¿Vamos a mi oficina?, le propongo a Sally. A lo mejor mi arrendataria aprovechó la mañana soleada para darse una vuelta por la suya. Tengo dos meses de atraso en el pago del arriendo y me parece inútil mantener un sitio al que no voy a trabajar. Quiero hablar con ella para contarle que voy a desalojar y tratar de negociar un acuerdo de pago. Me incorporaré a la curva ascendente de las empresas  en bancarrota. Extraña situación, todo parece ir en picada pero la representación es en sentido contrario. La flecha apunta al cielo. Ni la abogada ni sus empleados fueron a la oficina. El taxímetro seguirá marcando. Deberíamos comprar café descafeinado, me dice mi esposa, en su intento de darle al paseo un propósito posible. Vamos a Oma, le propongo. Somos pocos los que bebemos ilusiones. Café sin café. No importa, me conformo esporádicamente con el color y el aroma. La cafeína me produce migraña inmediata. Las jaquecas en cuarentena son lamentables. No tenemos, dice la empleada de la cafetería vacía. ¿Quieren algo más?
Ni la prueba, ni la propietaria, ni el descafeinado. Vamos en curva descendente con peligro de resbalada. ¿Pasamos por el Éxito? Está  a solo tres cuadras.  Ese supermercado tiene, por lo menos, un nombre optimista.  Seguimos el camino por la séptima. De la calle veinticuatro hasta la Plaza de Bolívar es por fin una vía peatonal. Terminaron las obras. Durante cuatro años fue un arrume de materiales, huecos y desidia. Caprichos de un alcalde que odiaba a su predecesor. Afortunadamente estrenamos alcaldesa. Las mujeres, generalmente, son más cuidadosas con sus espacios. Como no hay transeúntes no hay vendedores callejeros. Hay indigentes. Muchos habitantes de calle. Es la casa de los sin casa y en ella pasan la interminable cuarentena. Siento que entramos a un espacio ajeno. No parecen preocupados con nuestra presencia. ¿Quién les regalaría el tapabocas? ¿O serán tapabocas que han recuperado de las basuras? Es día de pico y cédula. Ambos somos pares. Ella se ofrece para hacer las compras y me pide que la espere afuera. Frente al Éxito hay una banca. Sobre la banca, cuatro indigentes conversan; o, mejor, tres escuchan a uno que grita, un joven evidentemente embalado que vocifera tras su tapabocas de calavera. Proclama que su profesor fue Hannibal Leicter. Al lado de la banca hay un árbolito recién sembrado. Le han partido el copo. Me acerco al árbol  y constato que la agresión ocurrió hace apenas unos pocos minutos. La corteza desgarrada del tallo está fresca y sus hojas rozagantes se preparan para morir. Miro con desprecio al alumno de Hannibal, sé que fue él y que su gritería es la justificación de su acto depredador. Me dan deseos de actuar como sargento de la brigada protectora de la vegetación urbana. Por fortuna sus ojos desaforados no se tropiezan con mi mirada de reproche. Mi valentía se transforma en simple cobardía, el instinto de supervivencia es más grande que mi militancia cívico-ecológica. Tengo que comer callado. Podría embarcarme en un enfrentamiento inútil. Cálmate. Es el momento para empezar a leer “Los derrotados”. La curva descendente vuelve a aficharse y agrega otro segmento al vector. Vaya paradoja, los derrotados frente al éxito.
De pie, abro el libro y comienzo a leer. Me refugio en épocas de reconquista.  El sabio Caldas es llevado a Bogotá para ser fusilado acusado de sedición. El botánico más importante de la incipiente república pagará con su vida su participación en acciones libertarias.  Miro de nuevo el árbol mutilado y veo a Francisco José de Caldas despidiéndose de la exuberante naturaleza tropical. Mira a lo que llegamos. A lo mejor, con tu fusilamiento quedó impreso el edicto que permitiría erradicar las selvas para darle paso al progreso. Mataron a Caldas y este arbolito no vivirá para contar la soledad y el maltrato que soportó de niño en épocas de la pandemia. El lenguaje cambiará, ya no diremos eso ocurrió en los tiempos del ruido sino en la época de la pandemia. Como dijeron hoy en el noticiero, mientras las autoridades se ocupan de controlar las rumbas en los barrios de Quibdó, las quemas en el Amazonas se ha multiplicado por diez. La curva descendente está a punto de balancear la del coronavirus ascendente. Al superponerlas aparece una equis. La variable equis. Equis e interrogación son familiares. No todas las interrogaciones son equis, pero x es un número indeterminado  y lo indeterminado es una pregunta. Estoy cansado. Pareciera que mi obligación es descifrar algo impreciso.  Si no fuera tiempo de pandemia y el alumno de Hannibal no estuviera allí exhalando tufo de bazuco, me sentaría a leer serenamente mientras regresa Sally. ¿Por qué tardará tanto? Pensaría que estoy en vacaciones.  Ya no hay algarabía. Giro la vista para echarle una ojeada a la banca. El paisaje ha cambiado. Hay un  vacío silencioso y una joven sentada lee, se anticipó a mis deseos. ¿Y nuestros anfitriones dónde están? Mientras yo recorría el camino real entre Popayán y Santafé, el depredador y sus secuaces abandonaron su sofá.  Sally cruza la puerta  del supermercado con una bolsa de mercado llena, pesada. Aproveché para comprar lo que nos falta. ¿Te ayudo? Mira lo que han hecho los hijueputas. Le muestro el arbolito. Deberían ponerles un cerco mientras crecen, me dice. ¿Vamos a casa?
En el Parque de la Independencia una cuadrilla de guadañadores termina de almorzar. Cuatro hombres maduros, gruesos, en uniforme verde, tapabocas en el cuello, sentados en el piso, cuchara y marmita en mano dan cuenta de su porción de arroz con tajadas de maduro; otros dos, acostados en el pasto se regalan una siesta. A su lado, las bullosas guadañas reposan como perros fieles y una bolsa plástica gris repleta de hierba recién cortada espera para ser recogida. Sally se aproxima a ellos y les pregunta si puede llevársela. Se justifica contándoles que con varios vecinos están haciendo una huerta comunal y necesitan  desechos vegetales para hacer pacas biodigestoras. No hay problema. Sally carga la bolsa sobre su cabeza y retoma el camino. Yo sigo cargando la bolsa  del mercado. Ascendemos lento y en silencio. Nuestra silueta cruzando el parque no es el de los veloces ciclistas. Entre la plaza de toros y la torre B está la franja verde donde algunos padres de niños de la guardería construyen un huerto y hacen las pacas con residuos vegetales. Sally toma el sendero y descarga la hierba sobre el arrume de hojas recostado contra el muro de contención de las escaleras. Yo la miro desde lo alto mientras ella toma unas fotos. Las enviará por whatsapp. No los verá el domingo. Seguramente el sabio Caldas sonreiría con el gesto. La socialización está a punto de terminar. Seguimos ascendiendo.
Al llegar a la recepción del edificio pisaremos el tapete con desinfectante,  refregaremos las manos con gel antibacterial dispuesto en el ascensor, dejaremos los zapatos sobre el tapetito en el pasillo, cerraremos con llave la puerta y nos declararemos oficialmente en una nueva cuarentena. Serán 14 días en los que conviviremos, cada cual con sus rutinas. Sally se encerrará diariamente un par de horas a hacer sus  ejercicios de yoga mientras yo, frente al ventanal, haré largas caminatas estáticas en la elíptica; ella hará traducciones, estudiará portugués y avanzará en la mezcla del disco que produce con el maestro Fadul;  yo jugaré al azar escribiendo convocatorias, y buscaré la calma cantando boleritos y tangos mientras aprendo a acompañarme con los acordes del piano.  Cocinaremos, miraremos películas y leeremos. Espero que sea el tiempo justo para llegar al final de “los derrotados”. Todo parece muy normal, muy controlado. Nos comportaremos como adultos mayores de clase media, cultos, privilegiados propietarios de un  buen apartamento, que cuentan con unas mínimas reservas que iremos gastando con cautela, dosificándolas para que aseguren el sustento hasta el fin de la pandemia. Inevitablemente, pues soy adicto a los noticieros, los seguiré por radio y televisión, a sabiendas que su contenido ya está anunciado: nos contarán las violaciones de menores por miembros de la fuerza pública, los asesinatos de líderes sociales en cualquier parte del país, escucharemos mil veces la palabra corrupción mientras se desgranan los delitos en el manejo de los fondos públicos para apoyar a los más afectados por el covid 19 y la desastrosa situación de los venezolanos que quieren regresar a su país; no faltará la cotidiana torpeza en las declaraciones de Trump o  Bolsonaro y el alarmante aumento de la epidemia en sus países; aparecerá el  presidente con su figura infantil y grasosa alabando su impecable gestión mientras la alcaldesa de Bogotá, sin poder esconder su ofuscación, reclamará al gobierno por el cumplimiento de sus promesas en la dotación de equipos para las unidades de cuidados intensivos de clínicas y hospitales, e impartirá la orden de cerrar otros barrios por llegar a topes excesivos de contagio; protestarán los comerciantes y los industriales diciendo que no se puede mantener cerrada la economía, y los equipos de fútbol intentarán negociar de nuevo los millonarios contratos con sus deportistas inactivos; nos repetirán hasta el cansancio que nos lavemos las manos, que usemos el tapabocas, que guardemos la distancia social, mientras, día a día, impotentes, veremos ascender la curva de muertos e infectados.
Última noticia. Nairo Quintana fue atropellado por un automóvil mientras entrenaba en carreteras de Boyacá. Afortunadamente, sólo tuvo algunos raspones que lo tendrán inactivo durante dos semanas. Entre tanto, las autoridades deportivas tratan de conseguir las autorizaciones para que un avión con 170 deportistas colombianos pueda aterrizar a mediados de julio en Europa para competir en las justas que han comenzado a programarse en el viejo continente.
Tengo nostalgia del giro, del tour y de la vuelta. Estoy mamado de estas curvas ascendentes que tan solo hablan de muertos e infectados. Cómo ansío las curvas en ascenso o descenso que pueden asociarse con carreteras y paisajes, con nuestros escarabajos sudando a pedalazos por el éxito; me encantaría sentir de nuevo la adrenalina al verlos cruzar triunfantes por los premios de montaña, no importa que resbalen en las curvas en descenso y se llenen de raspones, no importa que abandonen o que salgan derrotados.  
Escucho golpes en el vitral de la ventana.  Me acerco y observo con cautela.  Aparte de la inmensa ciudad que presagia aguaceros para la tarde, no veo nada. No hay viento, el follaje de los árboles está en reposo.  Regreso a la cama y me apresto a descansar. Un golpe vuelve a resonar, suena como un fuetazo de cuero seco sobre el vidrio. Mantengo el ojo abierto, fijo en la ventana. Una piquiña en el muslo hace que automáticamente mi mano rasque la piel reseca. A medida que mis uñas resbalan por la piel, sobre el cristal va insinuándose el reflejo  de la cola de una iguana.

...continuará...

Estos escritos, con ritmo de diario, aspecto de prosa, canción, trova o poema, estarán apareciendo mientras dure el estado de cuarentena en el que hemos caído... y serán un elemento documental para comprender la evolución personal y colectiva de una situación que saca la cotidianidad de los parámetros vividos hasta hoy.
Diego García Moreno-  Bogotá, julio 5 de 2020.



He sido un cultivador de cartas... pero se extinguen los huertos, las postales, los destinos. Busco materos, balcones, ventanas, lienzos libres donde pueda sembrar mis dudas, mis palabras, las cascadas de imagen que a veces se me ocurren. Dale hombre, me han dicho algunas fieles amistades, invéntate un blog, escribe. Ya verás que es un buen andén para compartir tu risa, tu silencio, tus desdichas. Curioso, dócil, ingenuo, acepto jugar a lo impreciso.