En la parte inferior derecha se alcanza a ver el río
Urubamba, a la izquierda, casi en el centro, entre las nubes se ven las ruinas
de Machupichu. A mis pies, sobre las piedras está el recipiente plástico que
llenaba de agua para mis andanzas. ¡El combustible! Sally está tomando la foto.
No se ve. Espérate abro los brazos, le dije. Cerré los ojos e inhalé profundo.
Estábamos en la cima del Waynapichu. Teníamos derecho como a dos minutos de
trono porque una chorrera de jóvenes turistas argentinos y chilenos y
franceses y japoneses esperaban para hacer lo mismo, o ligeras variaciones de
la misma pose. Todos estamos acostumbrados a ver la foto del alpinista
solitario en lo alto de algún pico en el Himalaya o en los Andes o en los Alpes.
Sobre esa piedra, todos nos creíamos ese heroico personaje. Por fortuna no
teníamos un fotógrafo con un gran zoom haciéndonos la foto desde el cerro más cercano,
o más lejano. Se hubiera visto el gentío haciendo cola, e inmediatamente el
espectador pensaría: No, qué pereza ir allá: son como una tropa de borregos o
de cabritos peleando por el mismo mirador. Pero ¿a quién le importa al fin y al
cabo? Cada cual regresa con el recuerdo orgulloso de haber trepado a semejante cima almacenado
en su camarita digital o en su celular. Con la satisfacción de no haberse mareado en
esas escaleras empinadas, peligrosas. De no tener que avergonzarse ante la
presencia misteriosa de esos indígenas que construyeron, vaya a saberse cómo,
ese camino espeluznante.
¿Cómo subirían estas piedras? preguntan en todos los
documentales, en todos los folletos, en todos los estudios sobre el tema. Y uno,
caminando penosamente, serpenteando casi, se pregunta lo mismo mientras evita
el resbalón. El vértigo casi me mata, me han dicho varios amigos. Nosotros a
veces teníamos que apoyar la cara contra las piedras mientras con una mano nos
aferrábamos a sus salientes y con la otra apretábamos el cordón metálico, o pasamanos,
que habían tenido que colocar. ¿Cuántos habrán caído al abismo? Eso no nos lo
cuentan. Se les acaba el negocio. Pero a la entrada sí nos exigen dejar el
nombre, la ciudadanía y la edad. Yo le eché un vistazo a la columna edad y
encontré que ese día solo había subido un turista francés mayor que yo. El
hombre Francois tenía 61 años y yo 60. Ah, qué decepción. El noventa por ciento
eran chicos y chicas entre 19 y 25. Una
invasión de mochileros. Y cada dos
horas, cuando el grupo de doscientos que ha entrado vuelve a salir, verifican
que todos estén completos porque a lo mejor alguno tuvo un percance y no
retornará jamás a su casa. Se lo devoró la Pacha Mama. No hubo necesidad de
ofrendarlo a los dioses sobre una pieza ceremonial. Él mismo se entregó a las
potencias supremas y dejó tranquilo al
sol que seguramente prefiere las doncellas vírgenes para su sofisticado régimen
alimenticio. Cuidado, mi amor. Escuché que me decía Sally. ¿Te tomo una? Le respondí. No, no, yo no me paro ahí ni loca.
Quítate que estás estorbando. Ya voy, ya voy…!
Diego García Moreno /derechos reservados/2014
Espero poder hacerlo un día. Debe ser la gran emoción...
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