Variación Número UNO
¡Vos si hablás mierda!
Me pareció normal encontrar en un correo esta especie de afirmación
insulto. Claro, es pura invención. ¿Qué
iba yo a decirles con respecto a esa foto? ¿Que subí a Machupichu y era tan
puro el aire, tan sublime la sensación de altura, tan cercana la presencia de
los dioses del pasado y del futuro que no pude más que encaramarme al púlpito a
conversar con ellos haciendo la más ridícula de las poses? NO, qué va. Cómo iba
a engañarlos. Simplemente llegué
extenuado y preocupado por la bajada. Vea, hombre, recuerdo que me dijo el
cardiólogo cuando le conté que estaba subiendo semanalmente al santuario de
Monserrate, ¿usted cree que a su edad semejante ejercicio le va a servir a su
corazón? Ese esfuerzo lo que le va a dañar son las rodillas cuando baje. ¡En la cima del Waynapichu sentí temor. Fui
consciente de la debilidad de mis meniscos, temí por mis ligamentos rotos! Entonces
imaginé que abajo había una piscina, un lago, un charco fenomenal y me dije
“este es el momento, salta!”. Revisé el catálogo de imágenes de clavadistas en Acapulco
o en los juegos olímpicos de cualquier parte y traté de imitarlos. Me relajé,
respiré profundo, abrí los brazos, y salté al vacío. No hablo mierda: ¡salté! Manteniendo
siempre los brazos extendidos, como un apacible gallinazo, pude comprobar que
la velocidad y la resistencia del aire son el soporte del vuelo, que un simple
movimiento de la muñeca puede redirigir la trayectoria de la caída, que las
corrientes ascendentes provenientes del cañón del Urubamba me invitaban a
mantenerme suspendido en las alturas. Abrí los ojos, levanté suavemente el
cuello y mi cuerpo nave cambió de rumbo, se niveló, se sostuvo en esa masa de
aire tierna y fría, placentera, empezó a planear. ¡Estoy volando, coño,
volando! Esta sensación es igual a la
que tantas veces he sentido en sueños. Pero eran sueños. Ahora es real, vuelo. Logro controlar los giros, me
aproximo en picada a los copos de los árboles, siento el roce de su respiración
y vuelvo a ganar altura, me atrevo a rasgar el velo de un manto de nubes que
aun dormita sobre la cima de la cordillera. Acricio la bruma, vuelo. Vuelo y de
repente tiemblo, el aire se encabrita, corcobeo, pierdo la estabilidad y me
nublo. Soy atacado por una conflagración
de sombras, una imprevista turbulencia
me lanza contra unos cuerpos oscuros pesados que me lanzan picotazos, que agitan sus grandes plumas y con sus
garras rasgan mi piel, y vociferan: ¡Intruso, fuera, largo de aquí, vete! Sin saber cómo, agitando mis brazos, lanzando
patadas y mordiscos, logro alejarme del
asalto de los cóndores, pero pierdo la condición de ave y entro en
barrena, doy vueltas y caigo, caigo, giro sin control y caigo en cuenta que lo
logré, que fui capaz, que estoy en lo alto, sobre la cima de Waynapichu y que
desde este montículo, con mis brazos abiertos, mis rodillas firmes, sin
temblar, abro los ojos, veo las ruinas incas allá, entre nubes y no soy capaz
de decir sino “¡qué hijueputa belleza!”.
Diego García Moreno.
Variaciones sobre una foto en Waynapichu.
Marzo 9 de 2014
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