Disparen, disparen, mátenme hijueputas. A pesar del ahogo y
la tembladera de piernas tras jijuemil escalones de piedra, primero, para llegar
al Machupichu y, después, a la cima del Waynapichu, abrí los brazos, cerré los
ojos, respiré fuerte y me dije “¡No te vas a resbalar, enfrentálos!”. Que
disparen si son verracos. Yo ya me morí hace rato. Después de semejante infarto
y no sé cuántos días de cuidados intensivos, si no me desbaraté en esta trepada
es porque yo ya me fui. Estoy del otro lado, ya no hay vergüenza. Les
puse pose de Ediciones Paulinas y esperé, pero nada. Como que se asustaron.
Volvieron a sus guaridas, se escondieron en las caletas enmarañadas que habitan
desde que los abandonaron sus naves. Ellos no acostumbran mostrarse. Pero esa
mañana la bruma era tan espesa que creyeron que nadie los vería.
Pero se rasgó la neblina y ahí quedaron,
expuestos al natural como una realidad espantosa. Pobres navegantes cósmicos
convertidos en cargadores de piedra para un imperio alucinado con el brillo del sol, y, ahora, en cazadores esporádicos de
humanoides rezagados de una procesión interminable de turistas desvalidos. Después de perder a sus amos en antiguas invasiones de conquistadores burdos que adoraban un metal dorado, estas pobres criaturas desconocedoras del mundo, cobardes y poco curiosas, quedaron condenadas a cazar lechuzas en la noche con
unos arcos destemplados y, cuando la madrugada les recuerda la atmósfera lechosa de su mundo, roedores dormidos en las bocas de sus madrigueras. Disparen, disparen, pero no pasó nada. Cuando volví a
abrir los ojos solo atiné a ver una manada de turistas mirando hacia el abismo, tomándose fotos con un fondo de ruina de piedras a lo lejos, y
repitiendo en muchas lenguas ¡“Qué hijueputa belleza”!
Diego García-Moreno 2014
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