Pequeña crónica de una larga jaqueca.
1.Los brillos.
-Ay, mamá… Me estoy quedando ciego.
-¿Qué le pasa, mijito?-
La vi venir… o mejor dicho: vi parches de su cuerpo acercándose para
consolarme mientras mi hermanita intentaba explicarle el por qué de mi llanto.
- Estábamos jugando lotería cuando de pronto se fue volviendo como
bobo y empezó a decir que unas luces se le habían metido en los ojos y que no
veía las fichas. ¿Vio? Eso le pasa por mirar el bombillo.-
-Yo no he mirado el bombillo- y
me puse a llorar.
Mi madre, paciente por naturaleza, asumió el control. Me dio una
aspirina para adultos, buscó el
mentholatum que curaba todos los males según el abuelo y me frotó las sienes.
-Ven, vamos a comer que ya se te pasará.-
Sentado a la mesa, sollozando, no distinguía en mi plato
las papas ni el arroz, el cuadro del Sagrado Corazón en la pared era unos retazos
de color ensangrentados, mis hermanos una presencia descompuesta. Sin ningún
deseo de comer, me recliné en ella con los ojos cerrados hasta que fueron
desapareciendo los brillos, pero ahí comenzó el dolor de cabeza.
-Me duele mucho de este lado-, le dije.
-Ven a acostarte, ya se te pasará.
Tenía siete años cuando me atacaron por primera vez los brillos.
Son los mismos cristales fosforescentes que hace un rato bailaban en primer
plano. Los conozco bien. Se han vuelto compañeros tormentosos de toda la vida. Aparecen
inesperadamente. Son similares, en un principio, a los que quedaban entre mis
párpados luego de mirar el sol o de haber pasado jugando con las nubes
brillantes. Pero estos no nacen de un punto luminoso, simplemente
aparecen, se desplazan, se modifican, se
acrecientan, inventan mosaicos de colores y me impiden ver, me prometen el
dolor y una inevitable depresión. Ah, los malditos brillos. Mi madre ya había
oído hablar de ellos: a mi tía Amparo, su hermana, la habían atacado desde muy
joven y mi hermano Luis Fernando los padecía
esporádicamente.
-La jaqueca es un mal de familia y este pobre lo heredó-, escuché que
le contaba por teléfono a su amiga Solita, quien también conocía sus efectos: su
esposo, el doctor Vélez, ese día, como tantos otros, no había ido a recetar a
su consultorio y permanecía postrado en cama
quejándose, vomitando y clamando para que nadie se le acercara ni se le
ocurriera dejar entrar un rayo de luz a su cuarto. Por fortuna nunca he tenido
vómitos ni náuseas, pero sé de tantos otros que los padecen cuando los visita
la migraña.
2. El lado opaco de la migraña.
Cuando aterrizaron los astronautas en la luna, apenas pude ver los
brincos de Neil Armstrong sobre el suelo selenita. Coincidió con un ataque de
jaqueca. Mientras mis hermanos y amigos
observaban boquiabiertos la transmisión en televisión, yo me confinaba en las
tinieblas del cuarto. Parecía que sobre un
lado de mi cráneo un angelito barroco, semidesnudo, marcaba con un martillo el
compás del bombeo del corazón. Como la primera vez, y en tantas otras recaídas
que comenzaron a repetirse, ya fuera jugando fútbol, preparando un examen del
colegio, a punto de romper relaciones con la novia, más o menos media hora después,
terminada la etapa del aura, habían
desaparecido los brillos o escotomas, pero el dolor de cabeza era insoportable
y sentía que a mi alrededor se había conformado una especie de aura de desprecio
entremezclada con gotas de lástima.
-No, no lo invitemos a jugar, a lo mejor le da el dolor de
cabeza y nos daña el partido.- Y con solo presentir el comentario, como el
doctor Vélez y todos los que sufren del
mal, tenía que ir a enclaustrarme en el cuarto, cerrar las ventanas, rogar que
nadie encendiera la luz porque al abrir los ojos se acrecentaría el dolor y
cualquier ruido se convertiría en un estruendo, la algarabía de un juego de
niños se volvería herida, punzón. Me encerraba en una profunda soledad repleta
de malas sospechas pues la insensibilidad en el brazo me hacía suponer un
desenlace peor.
¿Hasta cuando duraría el tormento? ¿Un par de días, una semana?
Quién sabe.
Podrían ser hasta quince días, como aquella vez en la que, tras
una serie de ataques espaciados por uno o dos días, llegué al súmmum del dolor
al punto que los tonopanes que tomaba no surtían efecto, entonces recurrí desesperado a mi hermano
Luis Fernando que estudiaba medicina
para que me socorriera, pero al tratar de explicarle los síntomas me di cuenta de que solo
emitía mugidos, que las frases que intentaba se convertían en
monosílabos incomprensibles.
-¡Vámonos ya para la clínica!-
En urgencias me hicieron vomitar y me pusieron una inyección de
un anti-inflamatorio y un somnífero que me mantuvo casi dos días en estado vegetativo.
Recobrada la aparente normalidad, mi hermano me dio el dictamen: la migraña no
tiene cura, nadie sabe exactamente de dónde proviene, se sabe que tiene un
componente genético, alimenticio, que
está relacionado con el estrés, con el cansancio, algunos dicen que es un
problema hepático, otros que es un problema de transmisión de electricidad en
el cerebro, que es una enfermedad emparentada con la meningitis… que la mayoría
de drogas que se recetan tratan de controlar la presión, pues el proceso comienza
con la contracción de los vasos sanguíneos en el cerebro que viene acompañado de escotomas o brillos, pero que luego
se produce una dilatación de los mismos que convive con el dolor de cabeza en
un hemisferio del cerebro, que por eso se llama hemicránea, que la palabra migraña es el resultado
lingüístico de la evolución del término hemicránea… Mucha información, pero nadie tiene el
remedio, ni da la última palabra.
-Te va a tocar convivir
con ella. Lo importante es tratar de mantenerse calmado, tener una buena
alimentación, no desesperarse.
3. Sacándole brillo a la jaqueca.
Durante la década de los treinta a los cuarenta años el mal pareció curarse. Lo
veía manifestarse en otros y sentía una enorme compasión por ellos. Al verlos sufrir me provocaba revivir el plan
que habíamos ideado con Cosio, un matemático profesor de la Universidad
Nacional de Medellín: el club de los jaquecudos. Se trataba de un espacio amplio en penumbras,
al que se accede por un túnel donde
progresivamente se desliga uno del mundo exterior, de su luminosidad y su
bullicio. Donde personajes muy suaves,
vestidos en tonos oscuros te reciben con
ternura y te preguntan en cual cama, hamaca o silla reclinable quieres acomodarte
para atenderte sin afanes ni presiones.
Te traen bebidas aromáticas tibias, te hacen inhalaciones de romero, masajes en los puntos neurálgicos de las
palmas de la mano, en la sien, en las
fosas de los ojos, o en la espalda y si quieres, te leen poemas o te susurran
dulces melodías.
Pero cumplidos los cuarenta regresaron las migrañas y
aprovisioné de nuevo mi botiquín con
cafergot, ergovan, advil, ponstam y acetaminofén, una farmacopea que tras un infarto
cardíaco en proximidad a los sesenta se redujo por recomendación del cardiólogo
a simple acetaminofén. El cuadro anímico
asociado al mal durante estos veinte años
ha sido el estrés y ciertos alimentos.
Se ha vuelto normal que cuando más tensionado estoy por un encargo
laboral la afección reaparezca. He tomado conciencia de ello y como sé que no
voy a morirme y que se disipará en horas, tan pronto siento los síntomas ingiero un par
de medicamentos para prevenir los dolores de cabeza, hago ejercicios de
relajación con la respiración, masajes en mi sien y en las cavidades craneanas
de mis ojos siguiendo el consejo que me
dio una acupuncturista tras una sesión de agujas chinas en mi cráneo, y trato de
no concentrar la atención en la enfermedad. Me esfuerzo en banalizar sus efectos, en burlarme de ella -la migraña- recordando irónicamente lo que he
aprendido en la literatura sobre el tema: es una enfermedad de la corte, de los
genios y de las señoras histéricas, y me pregunto a cuál de estos grupos
pertenezco. Pero no siempre esta actitud
jocosa prospera y, como Adrian Leverkühn el personaje de la novela el Doctor
Faustus de Thomas Mann, me separo del
mundo para ir a un viaje interior. ¿Por qué entre ocho hermanos he sido yo el
seleccionado por la genética para cargar con este lastre? ¿Será esta relación
continua con la enfermedad un estimulante para la sensibilidad artística o su
freno natural? ¿ Se trata simplemente de una esquirla desprendida de un castigo
mayor, de tantos lanzados por los dioses a una humanidad débil y pretenciosa,
que simplemente tiene como propósito recordarle su inherente fragilidad?
Hace dos días vinieron los brillos y se fueron, el dolor de
cabeza estuvo leve y ya desapareció. Ahora, mi esposa prepara el desayuno. La
veo colocando sobre la mesa un plato con fresas y sirve el café.
-¿Quieres, mi amor?- Dudo. Aspiro el aroma y me pongo en
guardia.
-No, querida, gracias. Me da miedo.- Últimamente cuando tomo café, dos o tres horas después tengo jaqueca. Y
también aflora cuando como fresas…
La jaqueca no cesa de colocarme límites inesperados, insólitos,
pero a pesar de sus brillos tormentosos, no ha logrado que cese el disfrute que
traen consigo los días resplandecientes,
la luz capaz de darle vida y forma a los paisajes y los objetos. Sé que
ronda por ahí, y que volverá a brindarme sus dolores, pero, mientras tanto,
aprovecharé para disfrutar en su ausencia de todos los resplandores y los
sonidos, de los juegos compartidos que le dan a la vida un aura de buena
energía y aparente normalidad.
Diego García Moreno ©
Junio 2 de 2014
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