Palidecen. Se llevan las manos a la cara. Tratan de tapar el
pánico. Abren las órbitas de los ojos, no parpadean. Algunos rechiflan. Otros
se rascan el cabello. Algunas lágrimas ruedan. Muchos suspiros son contenidos. Algunos
levantan los brazos, miran al cielo y sus súplicas se entremezclan con un murmullo de oraciones. Otros, envueltos en
sus banderas , o exhibiéndolas al aire esperan que una cámara los seleccione
entre las miles de banderas y pancartas que adornan el estadio. Hasta el momento, aunque
cada cual gesticula mordiéndose los labios, agarrando el muslo o la pierna del
vecino, nadie hace un gesto sospechoso.
Estoy sentado frente a la tribuna amarilla. Camisetas,
pelucas, caras maquilladas. Podría pensarse que es una mancha amarilla, pero
no, son muchas personas ataviadas de amarillo. Fanáticos viejos, jóvenes,
hombres, mujeres; niños y niñas
repitiendo los gestos de las pasiones de sus padres. Yo los observo a cada uno.
Sigo sus movimientos, detecto sus intenciones. Estoy atento a que nadie intente
hacer una imprudencia. Que ningún hincha lance una botella, un objeto
contundente que pueda hacerle daño a alguien. Que nadie utilice algún arma con
la que haya logrado burlar las inspecciones de los celadores del estadio. Que
nadie ose saltar a la cancha.
Ya se ha terminado el tiempo de prolongación con un empate y
han pasado a la serie de penas máximas. Los penaltis. Se han cobrado cuatro por
equipo y todos han sido gol. Ocho atronadoras griterías, ocho inmarcesibles
silencios. Los amarillos alternan sus gritos y su silencio con el de los rojos. Están
empatados. Queda una oportunidad para cada uno. El portero de los amarillos
debe estar dirigiéndose al arco. Los de rojo van a cobrar. Los jugadores de ambos equipos permanecen arrodillados con sus
brazos entrecruzados sobre sus hombros. Sus miradas levantadas hacia el
cielo, o con actitud de recogimiento,
los ojos cerrados, suplicándole a las fuerzas de energía que arden en el centro de la tierra. Esperan el
milagro, la colaboración de los santos o de los mismos dioses. Ellos creen que
estas instancias son supervisadas por los propios seres superiores. A mí,
sinceramente, me importa un carajo quien gane. Pero ay, donde algún espectador
intente acabar con el orden de este ritual.
Me han dado una silla. Eso es nuevo. Antes debía estar de
pie durante todo el partido mirando a la franja de espectadores que me
asignaron en la tribuna. Había aprendido a repartir el peso entre mis dos
extremidades pero aún así era fatigante. Ahora me acomodo, a veces me
encalambro un poco, trato de hacer unos estiramientos de pierna esforzándome
en que no se note mucho. De todas formas ¿quién me mira? Solo aquellos que traman
algo, los que se saben culpables pues tienen una mala intención. Yo he aprendido
a reconocerlos a través de los años. Son ya catorce años vigilando eventos
considerados de riesgo. Lo hago desde que me licenciaron de mi agencia de
vigilancia a la que entré después de haber prestado el servicio militar. Fui
atropellado por una moto que intenté detener tras un asalto a un cajero
electrónico. Fractura de fémur, dislocación de rodilla, doble fractura de
peroné. Y esa infección que me atacó en el hospital. Tuvieron que colocarme
unos clavos que supuestamente ayudarían a mantener rígidos los huesos mientras
soldaban. Se infectaron y de milagro no me amputaron la pierna derecha. Si, soy
cojo. Pero soy fuerte. A lo mejor mis compañeros, al lado corren más rápido.
Pero siempre he tenido que intervenir para ayudarles a contener al fanático, al
loco, al esnobista que se lanza y corre hacia el centro de la cancha.
Está prohibido mirar hacia la cancha. A mí no me importa. El
fútbol no me gusta. No tiene la elegancia del billar. La cancha y la mesa se parecen. Son verdes.
Pero el billar es mágico, profundo. No
está acompañado de tanta gritería, no cae en la histeria. El billar es arte y
sabiduría. Geometría viva. No es este derroche de patadas que hace llorar y
suspirar al público, o lleva hordas a quebrar cuanto encuentran a la salida del
partido cuando pierden. Cuando juego billar
no hay espectadores que incomoden. Tal vez un desocupado que mira desde el
banco de madera mientras se toma una cerveza. El espectador es el rival. Turno
para mí, turno para ti. Cada cual tiene el tiempo para mostrar su maestría en
el oficio. No es esta pelea de perros y gatos por una pelota.
El desprecio por el fútbol se me ha intensificado desde que
estoy cojo. Al principio sentí un poco de envidia por esos músculos poderosos
de sus piernas. Pero después de verlos salir en camilla tantas veces,
quejándose del patadón que les habían dado, o de esa fractura inevitable tras
el enredo de piernas, de esa luxación o desgarradura de tobillo al caer, he
perdido la admiración, la misericordia por ellos. Son frágiles y bestiales. Me da en el fondo algo de risa. Ellos la
buscan. No es mi caso. Van labrando su camino a la renguera. Todos arrastrarán
su vejez cojeando como yo y en las
noches sentirán chuzones en los huesos, gritarán del dolor por causa del punzón
acomodado en cada articulación. Sentirán
en los sueños el ruido seco de la fractura de sus huesos, o serán los verdugos
pisoteando al enemigo. No pasará en vano tanto atropello contra sus
extremidades.
El silencio es corto, saludable. Van a cobrar, quedan varios
segundos. Los rojos tampoco chiflan. Ni cantan esa pesada estrofa con la que
entierran para siempre a los amarillos.
Quieren enviarlos a los infiernos. Saben que ese quinto hombre no puede fallar.
Y los amarillos, fijos sus ojos en su arquero, lo llenan de escapularios, de
manos como un pulpo, le envían alas, redes invisibles, tanques lanza-misiles para que detengan el cañonazo desprendido del
empeine del último de los rojos. Que lo
tape, que lo tape. No lo vas a fallar, mételo, mételo, responden los otros. Yo
cuido. Me importa un carajo el color de la dicha. Espero que todo termine para irme despacio,
rengueando, silbando hacia el billar.
Diego García Moreno @ julio 11 de 2014,Bogotá.
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