En primer plano, a la derecha del cuadro, sentado en un
banquito, un hombre cincuentón de ojos cansados y piel morena
ajada, con la mirada perdida en un horizonte que pareciera estar arriba, en
diagonal, más allá del vértice izquierdo de otro cuadro cotidianamente
desolador. A sus pies, sobre la acera, dispuestos sin esmero en un plástico
verde, duro, arrugado, un montón de libros esotéricos de segunda mano. Y a su espalda, sirviéndoles de apoyo, dos tubos horizontales pintados de amarillo que funcionan de verja para impedir que los transeúntes se apropien
de la calle, o que los depredadores de la calle se apropien de los transeúntes. Tras él, en segundo plano, parado
en el asfalto de la vía de tres carriles, casi de espaldas, un viejo de barba
larga gris, vestido con un viejo terno
de paño también gris, gastado y manchado
por el tiempo y salpicado por motas blancas desprendidas del cabello largo,
definitivamente gris, mira la acción en la mitad de la vía. En el centro del
cuadro, en mitad de la calle, obstaculizando el tráfico, un pequeño pick-up
grúa, blanco y rojo, Chevrolet ochenta y
pico, con las luces intermitentes de la capota encendidas, extiende el
brazo mecánico de la grúa mientras un
hombre de treinta y pico, bajito, rechoncho, forzudo, habla enérgicamente por un
teléfono celular mientras se apoya en la cadena que pende de ella. La cadena
templada, sostiene en el aire el motor de una van gris, nueva, varada en
pleno puente de la carrera séptima con veintiséis. La van tiene la llanta delantera
a cinco centímetros del piso, haciendo una diagonal con la campana trasera, de acero, de metal oscuro y sudor de
grasa, sin ningún rastro de la llanta incrustada
en el asfalto. Los discos del amortiguador descompensados, hacen juego con los
gestos del hombre de vestido azul oscuro, corbata sobre camisa blanca, que
espera desesperado, en el borde izquierdo del cuadro, el desenlace de la tarde. Más al fondo, tras
los carros, la otra baranda amarilla del
puente , y, al fondo, tras la fosa de la
amplia avenida que apunta hacia el occidente, un edificio negro altísimo, como
un tótem desproporcionado que pareciera sostener la carpa de nubes alborotadas
detrás de las cuales el sol del atardecer busca sacar sus brazos para despedirse
de los transeúntes afanados de la ciudad. Vuelvo a mirar al hombre en primer
plano. Sigue fijo con su vista en el punto invisible donde los rayos del sol
deben golpear -y que no vemos-, allá donde todos los días se instala una figura
espía a esperar que su terca esperanza sea premiada con la venta de algún
secreto del cosmos, sin importarle si ese banal incidente de tránsito fue
producido por un golpe intempestivo al caer en medio de la lluvia en un hueco de la vía, o por un designio
indemostrable de la fatalidad .
Diego García Moreno
Bogotá, septiembre 15 de 2016
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