Desde hace unos quince años soy un adicto a la fotografía cotidiana. Mi memoria se ha vuelto dependiente de esas instantáneas que le tomo a todo lo que me parece interesante en la casa, en la calle, en los paseos, en el trabajo. Siempre estoy atento a captar situaciones visuales, ya sea por la disposición de los elementos en el espacio, por la particularidad que les concede la luz, por el peso anecdótico que comportan, por su relevancia histórica, por lo insólito, por lo efímero, por tantas y tantas razones que hacen que tu intuición y tu razón y tu corazón se asocien en un momento determinado para encuadrar y hacer el "click-atrapainstantes". Como es testigo este blog, gran parte de mis ejercicios literarios están asociados a esas imágenes. Pero también ese ejercicio -o gimnasio para el ojo, como suelo calificar esta práctica en mis talleres de cine- es un esfuerzo por mantener activa una actitud documentalista, para afinar la reflexión sobre la estética del cuadro, para mantener en forma el músculo que define el quehacer cinematográfico. Pues ocurrió hace unos días que mi cámara fuji XT-1 se averió y tuve que enviarla a reparación. Hacía mucho tiempo no me encontraba sin la herramienta compañera de mis aventuras visuales. Una extraña desazón, vacío, impotencia, me fue envolviendo a medida que recorría calles: detectaba situaciones fotografiables y no tenía el instrumento para volverlas una realidad gráfica. Eran como pequeños fracasos que sumados entre sí conformaban un gran hueco negro que me chupaba la energía. Tras varios días de inactividad, tuve el impulso de buscar pistas de mi pasado en mis álbumes de cartas -que curiosamente eran anteriores a mi período de fotógrafo obsesivo-, y bastó releer algunas de ellas para darme cuenta que estaban llenas de imágenes que reproducían los espacios, las situaciones, los personajes que entonces conformaban mi presente. Ayer, yendo hacia mi oficina, me topé con una situación fotografiable en el Parque de la Independencia, y por primera vez no tuve nostalgia de mi cámara. Escuché el llamado que mis cartas me hacían desde su estante en la biblioteca: dale, escribe, relata, narra. Fue así como opté por convertir esa vivencia en una primera crónica de la serie "instantáneas del camino". Aquí va:
1. LA TELA Y LA ESCALERA.
Mientras el hombre grueso vestido de overol de jean gris,
camisa y cachucha roja, encaramado en la escalera metálica de tijera se
esfuerza en cambiar la lámpara del alumbrado público en una ladera del parque
de la Independencia, a pocos metros una mujer joven, delgada, luciendo una
malla negra muy ceñida a su cuerpo,
cuelga de un caucho sabanero una larga tela roja. Le da tres vueltas en
torno a la rama más firme que a unos siete metros de altura sale del tronco
oscuro y comienza a deslizarse lentamente por su bejuco portátil. A mitad de
camino entre el piso y la rama, envuelve su pie en la tela, luego su torso, y se deja caer. Sostenida por su arnés rojo, permanece
suspendida horizontal, brazos abiertos muy livianos, cabeza y larga cabellera
castaña perpendiculares hacia el piso.
Su cuerpo flota un par de minutos, hasta que
comienza una especie de danza
lenta, aérea y silenciosa que impide a los compañeros del obrero mantener la
vista fija en sus acciones.
-Pilas, güebones, quieren que me quiebre el culo, o qué.
El obrero de unos cuarenta y cinco, al sentir que su soporte
tambalea, envía un SOS a los encargados
de darle firmeza a la base de la escalera sobre el piso de pasto verde medio
húmedo. Ajeno al violín que en la mente de la muchacha entona una melodía del
Lago de los Cisnes, al hombre se le viene la repentina imagen de su hija en el
hospital de Meissen, tal cual la vió la
noche anterior cuando fue a visitarla con su esposa tras el parto de las
mellizas.
- Fresco, hermano. Es que estamos pensando proponerle al
jefe que nos cambie esta escalera por una tela de esas.
- O que lo cambien a usted por esa princesa. Usted parecería
un hipopótamo volando, sí o qué, parcero.
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