A principios de marzo
fui a Medellín a grabar unas imágenes para mi nuevo documental sobre Hugo
Zapata, el artista de las piedras. Temprano en la mañana llamé a saludar a mi
amiga Adriana Escobar. Tenía una cuenta pendiente con ella. Chateando me había hecho un reclamo porque se
enteró de que en diciembre estuve de paso por la ciudad y no me detuve en su
apartamento para darle un abracito. Sos un mal amigo. No, querida. Fue un cruce
fugaz rumbo a La Pintada en Navidad. Afanes familiares, vos sabés. Débil
disculpa, cuenta pendiente. Como no tenía grabación en la mañana, era una buena
oportunidad para resarcir mi culpa. Una voz de mujer me contestó que no era
posible hablarle. Se le había aplicado un medicamento y no podía recibirme.
Cuando conocí a
Adriana en el 86 era la alumna más flaca y fresca de la facultad de Artes
de la Nacho. Léase Universidad Nacional. Yo entré a dictar un curso que
llamábamos "movimiento". Era la palabra más apropiada para aproximar
a estos pichones de artistas al concepto de cine. ¿Cómo hacer para que sus
obras se movieran y evolucionaran en el tiempo? En aquella época en Medellín el
cine era una utopía. Eso ayudó para que nuestra clase fuera un divertimento
sublime. Suponíamos todo y hacíamos mímica con nuestros propósitos. Cámara
simulada, montaje simulado, proyección simulada. Al final, todos veíamos la
función. Adriana hacía parte de una camada de maravillosos jóvenes con
apariencia de desadaptados sociales que habían convertido su espacio
universitario en un gueto creativo. Sí, era buena estudiante, muy convencida de
su cuento y tenía una característica particular: escuchaba, le paraba bolas a
lo que uno le decía, pero no tragaba entero. Discutía.
En la universidad
pública de la época se estudiaba a saltitos. Siempre había motivos para
hacer huelgas y paros, y esas encerronas obligadas en el campus eran la excusa
para solidificar el clan y festejar la rebeldía. La compinchería del joven
profe con el grupo fue inmediata. No se trataba simplemente de dictar cátedra.
Era cuestión de vivir, de romper las cercas del potrero. Hablábamos,
cantábamos, bailábamos. bebíamos. Fue más de una la botella de ron la que les
alcahuetié de mi bolsillo para mantener en alto el espíritu dionisíaco de su
proyecto. No tenía ningún remordimiento, al contrario, era el placer mayor
sentarme a calificar los proyectos que me entregaban y dejar constancia ante la
burocracia universitaria de sus logros. Invención, ironía, conciencia social,
anarquismo, originalidad, eran los ingredientes de unos suculentos platos
creativos que se sazonaban en esos hornos siempre encendidos de la Universidad.
Y allí estaba
Adriana, soplando el fuego, mezclando con su cuchara el caldo en la olla,
sirviendo platos, lavando cubiertos. Ella, al igual que la mayoría del grupo,
era una oficiante de tan dulce y eficaz locura. Yo era una flecha pasajera, mi
interés no era instalarme como profesor, sino buscar la manera de hacer cine
documental, y no era propiamente en Medellín donde veía mi destino. Había eso
sí, un grupo de profes que vivían y hacían su obra en la región y,
orgullosamente, eran también socios y compinches de ese aparente desorden que
oficiaban sus alumnos. Hugo Zapata era uno de ellos. Maestro, le decían. Era de
los mayores, de los más sabios, de los más estrictos y alcahuetas. Con él me
tocó compartir la cátedra de Taller Central. Una materia obligatoria para todos
los alumnos de artes que consistía en desarrollar durante toda la carrera lo
que le diera la gana a cada uno. Eso sí, soportando la cantaleta de un grupo de
profes que todos los miércoles venían a darle opiniones sobre lo que habían
desarrollado en la semana. Acompañando a Zapata en sus romerías entre obras
variopintas mi cabeza se fue contagiando del placer creativo que profesaban sus
alumnos. Cada miércoles sus palabras servían para dar impulso a los pelaos y
llenar mi tanque de combustible creativo. Muy cargadito, terminado el
semestre, me fui...
Años después, como
13, me topé con Adriana en mi barrio, en "el barrio", en La Macarena,
el rincón, como dicen algunos, más bohemio, sospechoso y creativo de Bogotá. En
todo caso, eso sí, en el que más locos viven por metro cuadrado en América
Latina. Había comprado un apartamento de tres niveles en la Colina de la
Deshonra y guardaba intacta la risa de su infancia. ¿En qué andás? Estoy
haciendo una maestría en documental. ¿Pero vos no eras artista plástica,
pintora, escultora, joyera y no se qué más? Pues sí, y a lo mejor lo sigo siendo,
pero esa clase tuya me dejó una cuenta pendiente, y aquí estoy, con ganas de
dedicarme a eso. Vea, pues. Cuentas pendientes...mmm... ¿Querés trabajar
conmigo? Eso fue inmediato. Tenía yo también una cuenta pendiente con la vida.
Un relato sobre la intolerancia narrada por un paisa que era yo, o ella, o
cualquiera de ese nosotros que tenía una cuenta pendiente con un país atollado
en su cotidiano irrespeto, en su violencia. Leerle el guión, cosa que solo he
hecho para este ensayo documental, fue como sentar a un niño a ver una
película de Chaplin. Se rió tanto que le dije quedás contratada de
guardaespaldas. Y nos fuimos a la calle con un guión enano, denso y
fuerte, cargado de ingredientes tan sancochudos como los que habíamos utilizado
años atrás en las trastiendas de la facultad. El "Manual de
Intolerancia" lo hicimos juntos. Lo salpicamos con gotas de sangre del
liberalismo y la godarria en la que crecimos, con pizcas de racismo y machismo
y sexismo, de esos mismos que habían vigilado, como gallinazos en su rama, el
desarrollo de nuestro cuerpo. Lo barnizamos con las mismas lágrimas negras que
le sacamos a un Cristo quejumbroso que se avergonzaba de llorar, dale hombre,
que te da cáncer.
"Link
Manual de intolerancia":
Foto de Liliana Vélez
Y nos fue tan bien
que, a pesar de la intensidad del rodaje y de mi redundante terquedad, no
nos enfadamos; nos reímos, nos supimos provocadores y nos pretendimos
útiles. La puerta quedó abierta para nuevas complotaciones. No tardaron. A los
pocos días volvimos a encontramos en Pasto. Que hay un nuevo taller para
dictar en regiones con pelaos neófitos en cine, vamos pa´llá, parce. Fuimos
pioneros del programa Imaginando Nuestra Imagen del Ministerio de Cultura, INI.
Como si ese taller hubiese sido diseñado para nosotros, nos estampamos en
la sangre el sello de Imaginando Nuestra Imagen. La periferia está
llena de historias. Hay que sacar el cine de las grandes ciudades, este
país se desconoce. En las laderas del Macizo Colombiano, entre alumnos que
nos lanzaban a otra dimensión del maravilloso desconcierto, confabulamos con
una muchachada que se atronaba con el rock y las flautas de los Andes entre
nubes de sueños creativos y olorosos baretos. El compromiso no era simplemente
con nosotros, era con un territorio que sabíamos desconocido y en el que
nosotros podíamos fungir de puentes, de intermediarios para que “los locales”
contaran sus historias, imaginaran y convirtieran en realidad su
propia imagen. La compinchería tomó una especie de conciencia estético-política
que duró para siempre.
Adriana en esa época
tejía en su interior otros proyectos. Maduraba su voluntad de ser
madre soltera y alistaba el retorno a Medellín donde la esperaba su tribu
familiar para ayudarle a sobrellevar la carga. Ella tenía clarito que lo suyo
era la academia y que en su villa natal le abrirían las puertas para
enrolarse en su amado claustro. Y así fue. Arrendó su apartamento bogotano,
parió a Tomás y firmó contrato en la sede paisa de la Universidad Nacional.
Dando tumbos entre el pénsum de las artes, llegó a la meta pretendida: creación
documental.
De ahí en adelante
nuestra amistad presencial fue a saltitos pero la interacción en las redes
creció a medida que esas vías de comunicación ampliaban sus hilos y envolvían
al mundo Cuando yo iba a grabar en Antioquia o cuando ella me invitaba a
presentar "el combo" de película con charla a sus alumnos nos veíamos
fuera de las aulas, hablábamos de proyectos posibles y utópicos, inventábamos
películas y laboratorios de creación y nos emborrachábamos burlándonos de
la parafernalia posuda que rodea al cine o al mundo del arte. Siempre me
deslumbró la buena relación que tenía con sus alumnos. Miraban con ojos de
sobrinos fascinados a esa tía estricta pero bonachona que los mandaba a
perderse con sus camaritas entre el despelote de la ciudad, la violencia de los
barrios, la filigrana de los cementerios.
Tomás siempre estaba
por allí, creciendo empecinadamente. Crecía y crecía y creo que sigue
creciendo. Flaco y mechudo haciéndole honor a su genética. Lo recuerdo de extra
cinematográfico en el rodaje de Las Castañuelas de Notre Dame. Tendría
dos meses, sus piernitas colgando del canguro que portaba Adriana cuando fueron
al concierto de castañuelas y órgano en la catedral de Medellín.
Entremezclados con los feligreses escuchaban el estruendo de órgano y
castañuelas que había armado Jairo Tobón para calmar los espíritus alterados de
un país azotado por la guerra. Lo recuerdo de cinco años, saliendo del
colegio a la carrera con su morral cuando pasábamos a recogerlo al mediodía. Y
lo recuerdo cuando ya ni las piernas le cabían en el carro y las mechas de
guitarrista rockero se le levantaban con el viento que entraba a la
cabina. Para ella ese care-hippie era su parche, la razón de su
vida. Pensando en él vendió su apartamento bogotano y compró una tierra
entre Guarne y el Aeropuerto para que dentro de poco pudieran irse a respirar
el aire puro.
Un día me llamó
llorando. Estos médicos son unos hijueputas. Qué te pasó. Tengo un quiste
maligno, fui al médico que me asignaron en la prestadora de servicios y resultó
un carnicero. Uy, hermanita, a buscar ya un sanador respetable. Los hay, los
hay. Recientes relatos de amigas con el mismo mal, me aconsejaron ponerla en
contacto con ellas y ayudarle a que un médico sensible y humanista, reputado
por su sabiduría y buen trato fuese su oncólogo. Apareció y fue suficiente una
cita para que su espíritu recuperara la paz. Una foto de ella sonriente, con el
cráneo rasurado, oficializó públicamente que la quimio y la radioterapia
estaban en su calendario cotidiano. Recuerdo el amor con el que me habló de su
nuevo médico. Tenía fe en él y en la fuerza interna que le había ayudado a
recuperar. No era el tiempo de irse, no es el momento para dejar solo a Tomás.
Meses después reapareció en Facebook, viajando por el Alto Perú con sus mejores
amigos, exhibiendo nueva cabellera, sus ojos vivaces y la boca sonriente.
El teléfono sonó
hace cuatro días. Era Cris, nuestra querida amiga, quien con el mismo
tono de voz quebrado, sollozante, con el que a finales del año pasado me había
contado que Adriana estaba hospitalizada, me dijo que de nuevo estaba
invadida. Mierda. En aquella oportunidad no fui capaz de llamar a Medellín
inmediatamente. ¿Qué iba a preguntarle?... Hola querida, te llamo por que me
enteré...? O Hacerme el pendejo y hola, no, pues pasaba por aquí, o he tenido
ganas de hablar contigo. Me haces falta... Esta opción me pareció sincera y
quebró mi cobardía. Ocho días después, cuando supe que había sido trasladada a
su apartamento la llamé para decirle "¡Me hacés falta, querida!. ¿Cómo
estás?". Se alegró. Sin solicitarle ninguna confesión, sus palabras fueron
fluidas, sinceras, me pusieron al tanto de todo. Había estado en la cuerda
floja. Sintió que se iba. Pero había descubierto un tratamiento a partir de
aceites de marihuana que la habían rescatado del abismo. Que la trajeron de
nuevo a este mundo invadido por otro sinnúmero de males. Como si tuviera
conciencia de que su cuerpo enfermo fuese parte de este planeta que también
padece de una devastadora metástasis en su cuerpo, me habló de sus
preocupaciones por el resultado del plebiscito para la paz de Colombia, de la
decepcionante votación de su ciudad, aquí la paz les importa un culo, del
muro vergonzoso que pensaba construir en la frontera con Méjico el recién
electo presidente de Estados Unidos, de la deforestación de la Amazonía, del
desangre del pueblo sirio y hasta de la desaparición del proyecto INI en
los planes del Ministerio de Cultura. Estaba al tanto de todas las noticias de
actualidad y parecía haber encontrado en las ventanas de Facebook un espacio para
reproducir noticias que la agobiaban o le producían esperanzas. Se
convirtió en una reportera voluntaria y muy puntual de
las protestas que consideraba justas, voceaba noticias alentadoras sobre
medicinas que restauraban la vida de las células, y con el más fino gusto
reproducía piezas de artistas que la conmovían: los cantos al piano de
Sweet Emma Barret, la animación Second hand reading de William
Kentridge y, no sé si a manera de aliento o de profecía, la última carta de Cortázar
a Alejandra Pizarnik:
"Mi
querida, tu carta de julio me llega en septiembre, espero que entre tanto estés
ya de regreso en tu casa. Hemos compartido hospitales, aunque por motivos
diferentes; la mía es harto banal, un accidente de auto que estuvo a punto de.
Pero
vos, vos, ¿te das realmente cuenta de todo lo que me escribís? Sí, desde luego
te das cuenta, y sin embargo no te acepto así, no te quiero así, yo te quiero
viva, burra, y date cuenta que te estoy hablando del lenguaje mismo del cariño
y la confianza –y todo eso, carajo, está del lado de la vida y no de la
muerte..."
El teléfono sonó hace
cuatro días. La voz de Cris era un sollozo. Que Adri murió.
Silencio. Alguna lágrima, más bien suspiros. Ay, Tomás. Pensé en el
muchacho. Traté de consolarme con la fórmula que he ido aprendiendo a medida
que familiares y amigos abandonan el mundo. No se fue, cambió de estado. Hay
que aprender a vivir esa nueva presencia. Hay que celebrar su amistad, su
creatividad, su risa. Pero esos consejos medicinales no tienen un efecto
inmediato. Sentí un enorme vacío. Qué pesar, no hablé con ella. Quedó una
cuenta pendiente. Recordé las palabras del sepulturero de Marsella, Risaralda:
“Esa gente que viene ante las tumbas a hablar y hablar y llorar es porque
dejaron una cuenta pendiente”. ¿Será que estas palabras son una manera de
saldar esa deuda? De
repente, escucho unas carcajadas. Adriana está sentada frente a mí y no cesa de
reírse. ¿Vos sos bobo o qué? Andá a trabajar. Andá al taller de Hugo, saludalo
de mi parte y filmalo, sacale secretos, mirá sus piedras, en ellas hay huellas
de vida de otros tiempos. Conversá con las piedras y parale bolas a lo
que dicen desde siempre. Si estás vivo, pues viví, güevón. La materia se
encargará de reciclar nuestra memoria”.
Diego García Moreno.
Bogotá, última semana
de abril de 2017.
PD/
La semana pasada di cuenta de la muerte de Jairo Tobón, el
sacristán de Notre Dame, ahora me corresponde anunciar que Adriana Escobar
también murió. El muro de las lamentaciones se viste de nombres y fotografías
y escucho el eco de los anuncios de la muerte de Alberto Sierra, y de Sol
Duque...
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