Cuando cumplió ochenta años, con todos mis hermanos y hermanas nos pusimos en la tarea de recopilar cuanto cliché hubiese de Beatriz Moreno, nuestra madre, en todos los álbumes, cajones o billeteras que tuviéramos en nuestras casas, con el propósito de regalarle un video y un nuevo álbum que dieran cuenta del transcurso de su vida.
Yo tenía la sensación de que mi mamá le huía a las fotos -por lo menos cuando el fotógrafo era este aprendiz de cineasta-. Inclinaba la cara, se volteaba o tapaba el rostro con las manos y decía "Ay no, no ¡no!¡ Tan cansón!", y ya era cuestión del momento si yo violentaba su súplica o quitaba el ojo del visor.
-Ay, ¡tan boba!, le respondía molesto; y, generalmente, esperaba un momento de descuido para dispararle con más ganas una foto al natural.
Pero, al parecer, no siempre fue alérgica a las cámaras. Del baúl de los recuerdos emergió una serie de fotos de juventud en la que ella aparecía serena, radiante, maquillada, luciendo un ajuar digno de una diva del celuloide y una aparente soltura ante la cámara de estudio que borraba la impresión de timidez o malestar demostrado ante mi camarita de combate.
No logro descifrar qué edad tenía Beatriz en esas fotos. ¿Fueron tomadas antes de su matrimonio a los 17? ¿Después del parto de su primer hijo a los 18 o del segundo a los 20? Podría pensar que estaba en los 25, cuando yo, el quinto, ya había nacido, y ella todavía guardaba la postura de una mujer altiva capaz de mantener su cuerpo indemne ante la paridera natural de una señora paisa... pero no hay ni una sola pista, una fecha, una firma del fotógrafo, un sello del estudio que permita esclarecer la duda.
Cuando en la fiesta le entregamos el álbum, Beatriz Moreno irradiaba dicha. Fijaba su mirada en el cutis sin una mancha ni arruga de esa preciosa muchacha sentada en un banco al lado del abrigo de piel que acababa de quitarse; le parecían hermosos el reloj de pulsera en la muñeca de su largo y fino brazo así como los zapatos brillantes que lucían sus firmes piernas moldeadas por el patinaje que practicó de niña en los "chicago" de hierro que le regaló su papá.
Mi madre encaneció a temprana edad como lo dictaba la genética, lo que le dio el permiso para utilizar tintes de colores y brillos diferentes y veló con cremas finas para que su piel mantuviera la tersura de su juventud. Pero algo ocurrió con la conciencia de su imagen para no soportar que su hijo apuntara con su lente a su rostro, que tratara de hurgar un instante en su mirada.
No voy a dispararte más fotos ni preguntas, querida Beatriz. Guarda tu secreto y no pienses que soy un cansón: Simplemente soy un humano mas, fascinado con la imagen y concretamente con aquella de los seres que, aunque ausentes, han impregnado mi memoria, vivencias, los sueños, todos mis actos, con una forma, un color, una actitud, un halo, un amor, una queja, un calor, una enseñanza, un vacío, una presencia que a veces pide a gritos tener en frente una representación para divagar, delirar, reafirmarse vivo, savia de un mismo árbol, escalón, futuro también ausente.
Diego García Moreno
Bogotá, julio 27 de 2017