Fragmentos memoriosos sobre talleres
cinematográficos en el Caquetá.
Desde La Escuela Audiovisual Infantil hasta
los Talleres de la Memoria
INTRODUCCIÓN.
Caquetá
es una palabra con una sonoridad contundente: ¡CA- QUE- TÁ!
La asocio
con el ruido que produce un objeto pesado en su caída. Se desprende, rebota y
golpea en seco contra una superficie de piedra, de metal o de concreto. He buscado su significado en
diccionarios pero apenas aparece como el nombre de un río que nace en Colombia
y desemboca en el gran Amazonas, o el de un departamento colombiano que es
bañado por ese enorme flujo de agua que desciende del macizo colombiano. Los
más enterados, sin responder a la pregunta, aseguran que es una palabra que
viene de Japurá, que es el nombre original del río, el cual conserva en el
Brasil luego de recibir las aguas del Río Apaporis. Pero ese vocablo, Japurá, no tiene la contundencia del
estruendoso Caquetá. La jota es un viento suave que empuja e invita a rodar.
Lejos
del territorio caqueteño, para tantos, esa palabra se reduce a un referente de
guerra. Fue allí donde se libraron muchos de los más sangrientos episodios del
conflicto colombiano, donde se alojó la “zona del despeje”, el experimento
quizás más fallido en la búsqueda de la paz en Colombia. Para otros, más
interesados, es un territorio riquísimo que al estar ubicado en el piedemonte de la
cordillera oriental es parte del gran depósito de petróleo que va desde
Venezuela hasta el Ecuador; y , para los colonos que desde hace un siglo han
llegado tras los continuos oleajes de la violencia colombiana, es un monte para
tumbar donde se puede armar una finquita para sobrevivir, y, para los más
ambiciosos, el lugar ideal para instalar enormes haciendas de ganado. En efecto,
es tanto lo que se ha tumbado y son tan grandes los latifundios allí establecidos
que posesión de tierra y guerra desde hace décadas se confunden. Hoy en día,
para los de buena voluntad, o ilusos si se quiere, es un pedazo del gran pulmón
selvático amazónico en constante deterioro, proceso que de alguna manera hay
que detener para evitar una metástasis del planeta.
I.
Un
kínder audiovisual en el CAQUETÁ.
He
tenido la palabra Caquetá en mi boca desde hace unos diez años cuando llegué a
asesorar un proyecto documental sobre la Escuela Audiovisual Infantil de Belén
de los Andaquíes. Recuerdo que
para llegar a mi destino tuve que atravesar siete retenes militares entre Florencia
y Belén y que en su parque principal los uniformes camuflados y las trincheras
eran el decorado más sobresaliente. Esa noche conversé por primera vez con Alirio González, el
fundador de la Escuela. Arrullados por un diluvio amazónico, sentados frente a
una cerveza en el restaurante de su hermana, en una esquina a escasos cincuenta
metros de la sede de la escuela en la calle que sube hacia la base militar, conversábamos
con la vista clavada en la la
fantasía tropical de relámpagos y truenos que, procesados en las alturas del
macizo colombiano, venían a irrigar la gran planicie del Caquetá. Mientras la
calle se transformaba en río caudaloso,
Alirio, con igual intensidad, exponía la razón de ser de su proyecto
pedagógico y su particular metodología. A nuestro lado estaban los jóvenes
cineastas de Florencia a quienes yo había venido a asesorar en la realización
de un documental sobre este proceso nacido como reacción a los efectos de la
guerra -que parecían envolver
cualquier visión u opinión que se pudiera hacer sobre esos territorios lejanos
de los centros colombianos de poder-.
-Todos
creen que porque aquí llegó la guerrilla y se tomó el pueblo durante un día lo único que vivimos, hacemos, o
pensamos, está relacionado con eso,- nos dijo Alirio-. Nadie piensa que la vida
cotidiana, como en cualquier parte, tiene otras prioridades. Terminado el asalto hay que comer,
jugar, amar. disfrutar la vida es algo que es más importante que estar
recordando siempre el mismo acontecimiento trágico. Y eso es lo que yo trato de
hacer con los chicos. Cualquier instante es importante, y si lo convertimos en un cuento, su vida
cotidiana se puede convertirse en película y darle una dimensión superior a su
existencia. Pero tienen que darse ellos cuenta, sentirlo, y escribir la historia. Por eso el principio de la
escuela es "Sin historia no hay cámara".
Bajo
ese lema ya habían realizado en la sede que acababan de construir varias
decenas de pequeñas narraciones audiovisuales entremezclando imagen fija y
animación con una camarita de fotos, con papel y lápices de colores, con unas
tijeras y mucho talento, con un computador y un programa "flash". Los
niños contaban historias que iban desde lo maluco que es que a usted lo
molesten en el colegio, hasta la tristeza de hacer la primera comunión con
zapatos negros porque la inundación dañó los zapatos blancos comprados para la
ocasión. Desde la historia del tío raspachín de coca hasta la del abuelo que
casi se lo lleva la avalancha del río cuando se fue el agua en el pueblo y
tuvieron que ir al río a lavar la ropa.
-Yo
no sé nada de cine pero me fascina, dijo Alirio, y como no tengo plata para ir a estudiar por allá en el
extranjero, decidí hacer una escuela con los niños de mi cuadra y de una vez aprender
con ellos. Estuve mucho tiempo en la radio comunitaria, he hecho música, me
gusta pintar y me gusta contar historias. Con todas esas herramientas, y
convencido de que entre todos podemos armar cuentos, logramos que los pelaos
aprendan algo que este país no ha sido posible: que la gente trabaje junta. Si
no salen cineastas o comunicadores, no importa; lo que importa es que
aprendamos a construir en grupo y
que desarrollemos la sensibilidad en todos los aspectos. Ah, y cuando hacemos
algo y queda bueno al director se lo celebro y le hago bastante alharaca para
que a los otros les de envidia y les de ganas de hacer algo mejor. Esa es la
mejor pedagogía: la pedagogía de la envidia.
Llegué
al Caquetá a asesorar y en realidad salí asesorado. Esta declaración de principios
de Alirio fue un ingrediente fundamental para una investigación pedagógica que
desde entonces ha permeado mis intervenciones en talleres de cinematografía con
jóvenes de comunidades en regiones colombianas alejadas de los centros de poder. Tuve claro
desde entonces que se trataba de una pedagogía aplicada a niños que rondaban
entre los 8 y 14 años, lo que marcaba una forma de aproximarse a la realidad
que privilegiaba la invención lúdica en la creación, pero que a medida que crecían y surgía la
necesidad de pasar de la animación a la imagen “real”, empezaba otra
problemática, otro enfoque, otra manera de enfocar el relato, un proceder en el
que la fantasía ya no era lo imperante, sino en donde se volvería fundamental mirar, escuchar, descubrir y representar
con otros parámetros las manifestaciones de la realidad. ¿Cómo hacerlo sin
perder el sentido lúdico de la creación, ya fuese en la ficción o en el
documental?
II.
¡TAka!
¡TAque! ¡TAL!!!
Buscando, construyendo, relatores
Guerra
y ruido se confunden. ¡Pum! Explotó la bomba. ¡Bam! Cayó el cilindro. Ráfagas
de metralla, tatatatá. Pánico.
Borrón. ¡ Ay! Grito descomunal. Cuerpo receptor, cuerpo agredido, cuerpo
mutilado, cuerpo perdido. Llanto. Depresión. Silencio. Balazo, puñal, machete.
Sangre, descuartizamiento. Vida ausente. Silencio. Eres tú el agredido o el
testigo. ¿Permanecer o iniciar un camino a lo azaroso? O te quedas mudo,
alelado, o los relatos del
desastre se precipitan y se concentran en el presente. Y es de lo único que se
puede hablar. Y puedes quedarte girando en torno al mismo trauma, te quedas “rallado”
repitiendo el acontecimiento aunque nadie te escuche. Mudez o verborrea se pueden
convertir en lo mismo. El gesto de la tortura pareciera congelado. Es tan
fuerte el guarapazo que se rompen los recuerdos, se pierden las esperanzas. No hay trazos de pasado, el futuro no hace parte de tu vida.
Todo lo demás parece superficial, vano, inocuo.
¿Cuánto
dura el estruendo? En ocasiones es un período lento, prolongado. Como decía mi abuelita “No hay mal que
dure cien años”. Cien años para un humano son una eternidad y cualquier
fracción de la eternidad pareciera durar lo mismo que el gran período; en
otras, quizás, un solo día. Basta un instante para perderlo todo. Supongamos
que se repite y se repite hasta que, al final, llega el silencio…. y con él la amnesia o, ¿por
qué, no? el tsunami de recuerdos.
¿Será este cuadro una imagen detenida en el tiempo? ¿O será un simple
cliché que se va conformando a medida que el inicio del relato se aleja de los
acontecimientos?
El
impacto de la guerra, el conflicto, la violencia, afecta de diversas maneras. El territorio se llena de víctimas, de victimarios y de
testigos en apariencia indemnes. El gran dolor es cargado por las víctimas. Cada
víctima es diferente. Cada cual vive el tiempo de su dolor de una u otra forma.
Unos se quedan detenidos en el acontecimiento, el trauma, la tragedia. Otros
intentan salir, caminan o corren, pero el dolor los acompaña. Para salir es necesario contar,
comunicar, compartir, confesar, desahogar. Y es necesario tener un receptor, un
escucha, no simplemente alguien que ha compartido el dolor, sino el otro, el que
no se enteró, el indiferente y en una situación ideal, el mismo victimario. Es imperante quitarle presión a esa
energía concentrada en el cuerpo herido que es el mismo espíritu. El relato debe, tiene que llegar, y debe
ser colectivo y particular. Cada comunidad, aparte del ejercicio de
memoria para sanar sus recuerdos, necesita de relatores colectivos. La suma de
relatos arma la estructura histórica de una comunidad. El dolor debe
compensarse con otras visiones. El relato histórico encerrado en sí mismo se hace
envolvente. A veces, incluso,
cuesta decirlo, pareciera instalarse como una forma de vida y genera un extraño
acomodamiento, como una razón de
ser, un particular e inquietante orgullo en el dolor.
El
relato necesita integrar el futuro. Ya sea visto como esa sucesión de presentes que se van
produciendo en el tiempo a medida que la fecha fatídica se aleja, así como ese
tiempo impreciso que está más allá, que se moldea con esperanzas y preguntas; debe
recuperar primordialmente el relato del pasado, lo anterior al acontecimiento traumático, ese fondo que
pareciera fijo, pero que en realidad se reconstruye continuamente con las nuevas
experiencias.
En el
Caquetá, en Colombia, en este
momento es importante recuperar el derecho a todos los relatos. Ese es el gran
regalo y el gran reto de la paz. Quienes vivieron el impacto del golpe deben
unir los relatos. El relato del dolor es un fragmento del gran relato. Los que
no fueron enceguecidos por el estruendo colaboran para que quienes se nublaron
vean la importancia de las pequeñas aventuras cotidianas. La cuestión
radica en si hay o no la voluntad
de contar. Muchas veces no la hay. Se atascan los recuerdos. Urge entonces intervenir ¿Cómo acelerar
procesos para que se instale en una comunidad la voluntad de contar? Y ahí es
donde es importante la implementación de talleres, de procesos que ayuden a
construir la necesidad y la cotidianidad del contar. En la comunidad deben
encontrarse aquellos que pueden ser intermediarios, receptores y potenciadores
de esos relatos. En los jóvenes está la materia prima. Son ellos quienes tienen
el oído fresco y la actitud para manejar las herramientas de las nuevas
escrituras.
He
visto crecer a los chicos que se formaron en la escuela de Belén, al tiempo que
he visto al país cesar en sus ímpetus guerreras. He pensando desde entonces en las palabras de Alirio y en su decisión de mantener a los
niños alejados del relato de la guerra.
Al verlos crecer me pregunto ¿y no será que ahora, siendo jóvenes, es el momento de que integren la
totalidad de los relatos? ¿Qué no tengan restricción temática? ¿Qué asuman el
peso de la historia que les ha tocado vivir? ¿No será importante mantener también viva la memoria de esos momentos traumáticos de la
historia de una vereda o de un pueblo? Recordé las palabras de Francois
Miterrand cuando fue elegido presidente de Francia en 1981.
“Llenemos el pensum de los colegios con
historia. Es necesario mantener viva
la memoria de la segunda guerra mundial, del
holocausto, mostrarle a nuestros niños la desgracia de los campos de
concentración para que nunca vayan
a repetir la desgracia.”
III
DO-Q-MENTAL.
El lenguaje de lo real y la tecnología.
“Nosotros nos unimos a la construcción de la memoria lanzando cables para
colgar recuerdos, empatamos imágenes y palabras como tablones de una tarima que
aprendará a mecerse al ritmo que le impongan las urgencias.,,” (Taller de la
memoria).
El
documental, o cine de lo real, es una forma de expresión que ayuda a construir
el abanico de narrativas de la vida.
Para realizar documentales se necesita una introducción en el
género, sus posibilidades, su
historia y, por supuesto un conocimiento de las herramientas tecnológicas necesarias para producirlos, editarlos,
distribuirlos. Es necesario adquirir un conocimiento en la manipulación de estas herramientas, unas directivas
conceptuales para acelerar los procesos de formación en el amplio espectro que
ocupa la cinematografía de lo real, así como un conocimiento de la historia de
la amplia producción realizada en todo el mundo y, por supuesto, una disciplina
y un apasionamiento con el oficio.
En
las últimas décadas hemos sido testigos del más vertiginoso avance tecnológico.
El audiovisual se ha vuelto cotidiano. Aquella herramienta costosa, casi imposible, que era la
cámara se volvió accesible. Cada quien en la capital o en cualquier rincón del
Caquetá tiene un teléfono celular con el que puede filmar. Los computadores
conectados al internet y las redes sociales son parte del mobiliario de
cualquier biblioteca pública, colegio, y de cada día más hogares. Las imágenes
filmadas pueden ser almacenadas, editadas y enviadas a circular por redes que
llegan a todo el mundo. Pero también se han diversificado las plataformas de
almacenamiento y consulta de la inmensa producción audiovisual internacional. El Caquetá, y todas esas
regiones que durante siglos se han considerado periféricas, alejadas de los
centros del poder, se integra al mundo. La periferia se hace corazón, bombeo del gran cuerpo
terrestre, si logra generar contenidos, relatos, memoria.
En
junio de este año (2017), unos meses después de la firma del tratado de paz
entre el gobierno colombiano y las Farc, regresé al Caquetá. Gracias a algunos fondos para proyectos en territorios de
conflicto, por fin tuvimos la oportunidad de realizar un taller de no ficción, de
documental, de cine sobre lo real.
El proyecto tiene un nombre seductor: El Taller de la Memoria. Los municipios seleccionados fueron son San Vicente del Caguán, -el antiguo
referente de la zona de despeje que es ahora el emporio ganadero de Colombia
como lo señala una pancarta en la carretera - y Florencia, la capital del departamento, que también se
considera la capital del mestizaje, y es una de las mayores receptoras de
población desplazada por el conflicto.
Fue
la oportunidad de poner en orden las ideas y experimentar una metodología de
trabajo en la que las consideraciones de Alirio, los experimentos realizados en
conjunto con los chicos de la EAI en procesos de formación mixto en animación y
ficción tanto en Belén como en El Salado -una población en la región norte de
Colombia que se ha convertido en símbolo del desbordamiento al que llegó el
conflicto colombiano por la acción violenta de los paramilitares-; fue la
ocasión para decantar y amalgamar
con las experiencias mencionadas lo aprendido durante 18 años de participación como
tallerista a lo largo y ancho de Colombia con un proceso de formación en
cinematografía de ficción en las regiones llamado INI -Imaginando Nuestra Imagen-,
donde buscábamos que de manera libre, creativa, los jóvenes de las regiones
contaran sus historias tratando de encontrar la particularidad de su
territorio, su imaginario, la
gestual de sus gentes, la problemática y las esperanzas locales.
La selección de los participantes se
hizo por convocatoria pública. El criterio de selección fue un simple pero muy
delatador ejercicio audiovisual:
se solicitó a cada
candidato al taller que seleccionara una foto del álbum de familia que tuviera para él un
significado profundo, que la
grabara con su teléfono celular e hiciera un escrito inspirado en esa foto. La
sensibilidad y capacidad de reflexión hacia lo visual quedaban expuestas de
inmediato y sin ningún artificio. Una vez integrado al grupo se le exigía que abriera un blog para que subiera su pequeña realización
y así estableciera desde el primer
día una función de comunicador con
el mundo circundante; que tuviese y fuera dándole su sello, su estilo a su propio canal de distribución a
medida que fueran multiplicándose sus realizaciones; que fuese asumiéndose como
un generador de contenidos.
Partiendo
del hecho de hacer consciente la importancia que tiene el archivo más cercano,
más natural e íntimo con el que se cuenta, fuimos desarrollando
una metodología de aproximación a la imagen en movimiento con ejercicios que
partían de la exploración de personajes
y espacios cotidianos con el propósito de modificarles su lectura hasta
convertirlos en un gran set, en el gran banco de información donde se gestan
las historias de la existencia. Haciéndole
honor a su nombre, Taller de la Memoria, tratamos de que los ejercicios se
concentraran en la primera etapa en restablecer el hilo de una historia
fraccionada, interrumpida, contenida durante los largos años del
conflicto. Privilegiamos la comunicación entre generaciones, buscamos tender
lazos de respeto e interacción entre jóvenes y viejos. Propiciar que el nieto escuche,
conozca, analice, comprenda y comunique la trayectoria del abuelo o la abuela, que conozca la dimensión del papel
social que desempeñaron esos
actores de la vida durante décadas
de búsqueda de la supervivencia cotidiana mientras el conflicto se apoderaba y
trastocaba el país.
Este
taller construye un relator en el
seno de la propia familia, del barrio, del pueblo, buscando acentuar el tono, el sello, de la intimidad. Hace evidente la diferencia entre el relato construido con la distancia que conlleva la escritura
de un periodista profesional, o incluso el de un documentalista que viene de
lejos, al de la crónica gestada en
el seno mismo del clan familiar. Durante
el proceso, el joven a quien
denominamos Cinético (practicante del cine de la ética, documentalista) se hace
consciente del conocimiento que ha adquirido pasivamente durante años de
convivencia con los personajes de su entorno, del valor de contenido en las vivencias
y temáticas que conformarán su película. Durante el proceso de aprendizaje, a
medida que la escritura progresa y el manejo de las imágenes se hace cotidiano,
va moldeando sutilmente la distancia necesaria para comprender el peso histórico de su relato.
IV.
¡QUÉ
TAL
LOS DO Q MENTALES DEL K QUÉ TÁ!
Para ilustrar el proceso, los personajes y
temáticas diversas abordadas en el Taller de la Memoria, reproduzco extractos de un diario que he escrito con respecto
a vivencias de algunas de las películas realizadas en San Vicente del Caguán y
Florencia. Si los desean ver con fotos, recomiendo visitar mi blog, diegogarciamoreno.blogspot.com
.
“El caldo parao”.
Realización de Willington Hoyos y
Stefanny Bríñez
La
abuela se devolvió para Neiva después de toda una vida en San Vicente del
Caguán vendiendo “Caldo Parao”.
Cuando llegó con sus hermanas
huyendo de la violencia del Tolima, ella fue la primera en poner un
puesto callejero para vender sopita en las noches. Su marido no estaba de
acuerdo conque ella trabajara, pero con qué derecho protestaba si él no
conseguía más que lo suficiente para emborracharse y poner problema. La mujer
se emberracó, consiguió una carreta, compró ollas y víveres en la galería y puso su puesto ambulante de comida.
Con el tiempo, el negocio se creció y las bandejas se llenaron de tamales,
morcilla, pollo cocido y carne asada. Otras señoras siguieron su ejemplo y los ventorrillos se
multiplicaron así como los amores y las rencillas entre el gremio recién
fundado. Cuentan que una vez explotó una bomba en el pueblo y todo el mundo
salió despavorido. La abuela de repente se encontró abrazada, muerta del pánico
con otra vendedora. No se había dado cuenta que era su peor enemiga. Pasado el
susto se murieron de la risa.
Con
el tiempo la plata alcanzó para construir
pacientemente cuatro casitas en
un rincón de la loma a un par de cuadras detrás de la iglesia. Hoy, el
callejón imperceptible parece un pueblito abandonado. Los únicos habitantes de
lo que fuera el barrio familiar son Willi, el nieto que levanta su rancho en un
lote vecino a la casita naranja donde vivió la abuela, Estefanny su compañera, mamá de su bebé Juan, y
su hermanito Kalep. Como Bienestar
Familiar cerró el jardín infantil que había en el barrio y los maestros de la
educación pública están en huelga,
los cuatro llegan puntuales a la biblioteca donde hacemos las clases del
Taller de la Memoria.
Mientras el niñito corretea bajo las
mesas, y el bebé juega con un celular que pereciera hecho a golpe de guarapazos
y mordiscos, o se amamanta o sueña
o llora, Willy y Estefanny se quiebran la cabeza tratando de
encontrar la estructura adecuada para hacer el retrato documental de la
abuela con las huellas que dejó entre los comensales que la
visitaban y los familiares que
heredaron el ventorrillo; se preguntan a dónde irán a parar los puestos del
caldo parao que, por el momento, el alcalde permite funcionar en el parque
principal en medio del estruendo de merengues y reggaetones que lo invaden cada
noche.
“De las llamas a las brasas”.
Realización de José Santa, Andrea Pineda, Jeferson Fabián
Plaza, Benjamín Martínez.
Antes
de que salga el sol, María está caminando. Cuando camina
parece empujar el aire, los recuerdos, las moscas, lo que estorbe. Primero la calma y el bulto de
comida del mercado para calmar el hambre de sus nietos. Los hijos no están.
Están regados en los cementerios que adornan el paisaje de sus largas
caminatas. Ochenta años de aquí para allá. De allá para acá. Cambie de lugar
porque el papá es violento y violador, de allá para acá porque el primer marido
es borracho y ataca, como el segundo, como todos. Como la guerrilla que la sacó
del norte, como los paras que la sacaron del sur, como el ejército que la sacó
de donde llegó, de donde esté.
Florencia es ahora una ruta diaria, de la casa a la plaza, de la plaza
a la cita médica, del médico a la
oficina de víctimas, que lleve otro papel, que declare, que demuestre. Camine
que, caminando, a lo mejor, cualquier mañana le llegará alguna paga que indemnice sus
recuerdos. La voz de María no acusa ni delata, son sus pasos los que cuentan el
relato. La vida de María es así. Por eso camina con el bulto al hombro entre la
plaza de mercado y la cocina, con la escoba sacando el polvo entre la salita y
los cuartos, con la convicción de que esos muchachos, si dios quiere, saldrán adelante.
“El Caucho”
Realización de Gabriel Osiris Muñoz,
Fabio Sepúlveda, Jeferson Martínez.
- Lo
puse Osiris y a su hermanita Isis. Esos son nombres egipcios. A mí me gusta
mucho eso de las culturas antiguas,- dijo el viejo.
Osiris
sonrió, y los brackets metálicos de sus dientes brillaron con el reflejo de la luz de los leds que iluminaban tenuemente el comedor de
la finca. Esta gente está actualizada, pensé: están equipados con pantallas de
energía solar que durante el día alimentan una batería. El joven cultivador de caucho me miró
como preguntándome ¿cómo le parece mi papá, profe? ¿Será que sí sirve para
personaje del documental?
-¿Que
si sirve?- En media hora, en un monólogo lento y lucido, mientras Osiris con sus compañeros de
curso, Fabio y Jefferson, alistaban tres linternas y una escopeta y se
preparaban para salir a cazar una babilla en la cañada, invisible en esa noche
sin luna, don Esteban me había contado la escapada de la casa de su familia en
El Socorro, Santander, a los ocho
años; sus primeras aventuras como mano de obra infantil, su vida de músico al
regresar a su casa a los doce, su servicio militar por todos los rincones de Antioquia
desde Medellín hasta Urabá pasando
por Urrao; de sus andanzas como parrandero, tomatrago y trabajador de lo que
fuera entre plantaciones de tabaco y fincas ganaderas por toda Colombia antes
de emigrar a Venezuela donde conoció a su mujer, la mamá de mi alumno, que hace
ya treinta y pico de años se trajo para el Caguán; me había hablado de la
Biblia, la coca, los raspachines y el enriquecimiento ilícito, de la guerrilla y, ante todo, de
gerontología, su nueva obsesión.
Las referencias al cuerpo y a la presión sanguínea, el desprecio a las
farmacéuticas multinacionales la
alimentación sana y las transformaciones de la energía son y serán su obsesión ahora que es
consciente de su desgaste y no está dispuesto a convertirse en carga para su
familia. Cuando me fui a dormir los muchachos no habían regresado de la cañada.
Al
día siguiente, al abrir los vi ninguna babilla. Vi una casa amplia construida
con grandes tablones, rodeada de árboles frutales y plantas tropicales,
envuelta en un revoloteo de pájaros y gallinas y pavas y conejos. Mientras la
mamá nos preparaba el desayuno en un horno de carbón, Fabio grababa los
quehaceres del viejo y de su hijo. En el cortometraje documental que haremos,
con énfasis en el retrato de un viejo, Osiris quiere hablar de la plantación de caucho que su
papá sembró pensando en el futuro de su hijo.
¿Habrá
un material más maleable que su padre?
“A volar que ya emplumó.”
Realización de Diana Mendoza, Yuli Correa, Brayan Yara, Johan Sudor
Cuando
la nostalgia ataca, la abuelita de
Yuli agarra su celular con la mano que
no tiene argolla, busca su canción y un rinconcito, y la canta en dúo,
muy pasito, como si fuera un silbido. Hace muy poco tiempo que Yuli se enteró
de la verdad. Cuando estaba muy joven, la abuela se enamoró perdidamente de un
buen muchacho que le decía palabras dulces al oído, pero su papá la hizo casar
a la fuerza con el chofer de la chiva del pueblo, un señor que ella no amaba y
que ni siquiera tenía el dinero para comprarle la argolla de matrimonio. El
cura que ofició el casorio lo excusó porque el prometido encontró unos padrinos
oficialmente casados que se la prestaron para la ceremonia, con la promesa de
que el día que tuviera el dinero se la compraría.
Cuando
la abuela reza, y es a diario, ella ruega por el descanso eterno de su
madre, sus familiares y amigos
y, vaya a saberse si es por
costumbre, remordimiento o decencia, por el alma de su difunto esposo quien
después de haberla llenado de muchachitos una noche murió en un tropel de esos
que acostumbran armarse entre borrachos. Terminado el ritual, la vela que
alumbra el altar en la salita permanece encendida mientras ella vuelve al
pasado, rememora las palabras dulces que aquel joven tan lindo y tierno le
murmuraba al oído y repite entonada, suavecito, las palabras de la canción que
le dejó grabada en su piel como una argolla invisible.
Ojitos negros encantadores quien los
tuviera a un lado de mi,
me
pesa mucho, bien de mi vida, vivir ausente lejos de ti.
Me
encuentro lejos vivo pensando solo en la ausencia de esa mujer...
La
intimidad que logra este proyecto dirigido con toda la sutilidad femenina por Yuli
y Diana es un logro del taller. En
su empeño por mostrar las costumbres ancestrales que han reprimido la libertad
individual y las actitudes liberadoras que actualmente se manifiestan en la
juventud ellas han sido capaces de entrar en el espacio sagrado de los secretos
familiares sin herir la intimidad
de un ser querido.
La
mayor dificultad en este relato fue la construcción del espacio. Ante la
impactante intimidad entre la abuela y la nieta que buscaba enterarse de los
secretos de la abuela, el entorno
fue menospreciado en el primer montaje. Se requirió de un cambio estructural para
lograr darle la dimensión al personaje, más allá de sus secretos, de
presentarla en pequeñas escenas cotidianas que dieran cuenta de su presente, de
su convivencia con otros miembros de su familia. Y, por otra parte, integró un
elemento al relato, que a mí me parece muy revelador, fue el distanciamiento de
la película, al poner en duda la ética de los documentalistas quienes van y
filman y nunca vuelven, en una escena en que la abuela y la nieta conversan en
la cocina. Queda en claro que la abuela tiene presente lo que significa
confesar ante una cámara y que es consciente del peso que tienen sus
testimonios íntimos para su propia memoria, la familia y la de otros, léase
otras, que podrán identificarse con su historia.
“Carmen”
Realización de Yohan
Bríñez y Charick.
A
sus ochenta y pico Carmen baila a las siete de la mañana dos veces por
semana. Se levanta muy temprano,
se baña, se maquilla y viste el uniforme de sudadera; prepara el desayuno y lo
empaca en una cajita plástica; se pone el casco para montarse de parrillera en
una moto-taxi y se va para la casa del adulto mayor a media cuadra de la
policía. Desayuna acompañada de sus parceros y, en patota, con otros cuarenta
adultos mayores, se va a bailar en el salón de la casa de cultura detrás del
garaje donde parquean las volquetas y las grúas de la alcaldía.
-¡Que
no es a bailar! Dios no permite eso. ¡Es a hacer ejercicio!-, me dijo un
anciana en su uniforme deportivo azul y blanco el día que David ,
Catherine y yo llegamos a dictar
clase en la biblioteca aledaña.
Johan
es el encargado de la biblioteca, anima fiestas infantiles vestido de payaso, estudia administración
pública, entrevista los viejos del pueblo y les toma fotos para hacer un libro con sus memorias. Cuando supo que
dictaríamos un taller de cine documental decidió inscribirse pensando que ese
oficio también podría servirle.
-Acabo
de ver un banquete de historias para el taller,- le dije haciendo referencia a esa imagen de cuchos agitados
y sonrientes haciendo aeróbicos frente a un gran espejo en la sala de danza.
Johan pareció iluminarse. Conectó cables en su cabeza, hizo un barrido entre
las vidas que le habían contado
cuando tomó las fotos y dijo: “¡Pues claro, doña Carmen es la propia
para mi película!”.
-¿Si
ves? Ya tienes avanzada la
investigación, cuadra con ella.
Después
de su sesión de artesanías, Carmen
regresa a su soledad. Cuando la actividad cesa es cuando atacan los recuerdos,
ella lo sabe y por eso está llena de propósitos… y algunas dudas. “El ejercicio
me da energía y hasta me quita el dolor de las rodillas… pero ¿Si servirá para
algo ponerse a estudiar a esta edad?”.
Camina
hasta el borde del río y mira pasar las aguas. Johan sostiene fijamente la cámara mientras, con voz
suave, la empuja a liberar ese caudal
de recuerdos.
Sobre
la corriente del Caguán bogan las
memorias del pasado en el Tolima. Su papá conservador y su hermano policía; la
palabra chusma y la guerra con los liberales; la bala que mató a su hermano y
esa tristeza dura, pesada, que le enseñó a Carmen que esta vida es mejor tomarla suavecito.
“Sepúlveda, El constructor
de todo…”
Realización de Soley
León, Jeferson Martínez, Eduard Bedoya.
Alto,
flaco, forzudo, se ve que fue una viga. En sus brazos musculosos, envueltos en una piel arrugada, se
dibuja un enorme mapa de venas. El relieve de sus manos es como una radiografía
de la sabiduría de un empedernido
constructor. Cada obra que hizo en el pueblo aumentó el caudal de sangre
que las recorre. El puente colgante, la iglesia, el aeropuerto, el monumento al
hacha en el parque -que parece la réplica de esa que vio en Armenia donde vivió
su juventud-, la escultura de la pareja de campesinos a la entrada del pueblo,
las canales para el agua entre las
aceras y las calles, todo en San Vicente del Caguá tienen la firma de
Sepúlveda.
-Eh,
ave maría, no me maté de milagro haciendo el campanario de la iglesia.
Como
buen paisa nacido Medellín, Sepúlveda adora los tangos y todavía le quedan restos de ese vozarrón melodioso que acompañaba a
Gardel, Magaldi o Juan Arvizu, cuando tocaba guitarra o ponía los discos que
guarda en una caja de cartón en el piso de su cuarto. El problema es que ahora
no tiene a quien cantarle. Sus hijos no vienen a visitarlo en esa casa amplia
llena de herramientas, en el límite del barrio la victoria a diez minutos en
moto-taxi del parque de San Vicente.
Alto,
flaco, pero sin la musculatura de su abuelo, Fabio aceptó visitarlo cuando
Jefferson y Solei propusieron que fuera su personaje en el documental del
Taller de La Memoria. Cuando el nieto le pregunta si todavía toca la guitarra,
él le contesta que sí, pero que se le dañó el puente y , claro, tiene que
arreglarla. Piensa un par de segundos y mira la parte de atrás al interior de
su de su casa.
-Mire
mijo esas bellezas de columnas redondas que hice; y allá arriba voy a hacer un
mirador muy hermoso… claro que primero tengo que terminar de encementar el piso
y revocar el baño. Ahí vamos, hombre, siempre hay mucha cosa para hacer...
.Qué
bueno sería que pudiera hacer el parque en esa arboleda que hay entre su casa y
la cañada, Vieras vos la dicha
cuando las señoras llegan por la tarde y se sientan en ese banquito que hice y
se ponen a conversar de todo. Y si la alcaldía pone la plata, yo les hago una
acera que vaya derechita por ahí, hasta la carretera-.
Hacer
y hacer y hacer fue lo que Sepúlveda hizo en la vida y lo que quiere hacer
hasta que se muera. Mira a su sobrino y a los pelados resolviendo dónde hay que
poner la cámara y suspira.
-Hombre
es que es muy reconfortante por fin alguien reconozca que serví pa algo en este
pueblo.
***
EPÍLOGO
“El Taller de la Memoria es un proceso de formación audiovisual
para jóvenes que aborda la memoria
personal y colectiva, de manera elemental, sintética y práctica, por medio de
las herramientas más accesibles de producción y exhibición contemporáneas. Partiendo de una exploración del yo,
sus recuerdos y su entorno, el
taller es un facilitador de la concepción, producción y exhibición de piezas documentales que, desde el primer día de labores,
alimentan la comunicación no solo con su comunidad sino con un mundo cada vez
más cercano a través de redes de comunicación. Esta metodología prepara a los
participantes para que, a corto plazo, se conviertan en CINÉTICOS*, es decir,
en generadores cotidianos de creatividad y reflexión a través del cine. Y, a
mediano y largo plazo, con un trabajo metodológico de la sensibilidad y el
intelecto, para que conformen
grupos que profundicen en los relatos regionales y se conviertan en
constructores de piezas que enriquezcan
la memoria histórica del país.
Que contribuyan a la creación de un espacio de diálogo necesario para la construcción de una
sociedad más justa y pacífica.
* CINÉTICO:
suma de cine y ética. Componente esencial del documentalismo. “
© Diego García Moreno -2017