En esta ciudad no hay que ponerle un plato encima al plato de comida. No es como allá donde las hormigas y las moscas aterrizan sobre todo lo que uno coloque encima de la mesa. En cambio aquí uno tiene que ponerse suéter hasta cuando hay sol, a diferencia de allá donde una quisiera pasarse el día desnuda si no fuera porque hay tantos ojos pendientes de cualquier escote o cadera sudorosa que haga oficio o se siente en una mecedora a abanicar la fatiga a falta de viento. Aquí el agua que sale es fría, helada, basta con echarse un puñadito en los ojos para quedar despierta y con un temblor que hay que matarlo a punta de movimiento porque si no una especie de aburrición se te mete hasta los huesos. Allá jamás pensaba uno en un poquito de agua. Vamos pal río, vamos pal pozo, vamos pa la quebrada y era todo el cuerpo el que quería jugar y recochar entre esa agüita fresca pero no dolorosa que te daba una alegría y te hacía gritar como en las canciones: viva la vida.
Aquí y allá, no sé por qué me ha
agarrado esa costumbre de estar dele que dele al aquí y al allá. Compare y
compare, valore y asegure que esto es mejor que aquello, que allá no tenía
prisa y aquí montarse al transmilenio es como estar en una de esas colas que le
muestran a uno en las películas de guerra. No falta sino el brazo extendido,
cacerola en mano, pidiendo un puñado de arroz o cualquier caldito que mate esta
necesidad de comida. Yo he aprendido a esconder el hambre. No sé cómo lo he
hecho ni entiendo cómo todavía guardo mis carnes amplias que a veces le sacan a
estos hombres de la calle piropos del estilo “ay, que gordita pa comérmela en
chicharrón” y no sé cuántas más porquerías. No les hago caso. Parranda de
sinvergüenzas. Si supieran que estas carnes no están para nadie. Si supieran que
después de seis meses apenas se relajan pero en el fondo guardan unas ganas de
venganza que mi Dios, por Dios, no me las revivas. Déjame olvidar, perdóname
esta soberbia y perdona ese cobarde que me hizo cuantas perversiones han
inventado los hombres con la ayuda de otros dos que me apuntaban con un fusil y
me amenazaban con dispararme si no lo permitía.
Aquí no puedo cantar a todo pecho
por la calle como lo hacía por allá. Las penas que siempre llevo en el alma son
cicatrices. Diomedes, vos en quien tanto creía resultaste también un
sinvergüenza. Se me han ido cerrando el canto, el hambre, la alegría. Pero por
fortuna he encontrado un trabajo y no tengo que pensar que a Lorenzo se lo
llevaron y con él los cinco mil pesos que nos alcanzaban para el arroz y el
plátano y un vasito de aguardiente de aceite. Nunca volvió. Ahora lo llaman
desaparecido. NN. qué querrá decir eso. Es como nadie, nunca, nada, no, no más.
No te atormentes me digo. Ahora me la paso hablando con otra que soy yo misma y
me da consejos. Ojalá no se ponga ella a llorar conmigo, porque a veces no
aguanto y se me derrama esta quebradita de lágrimas que no para. He aprendido a
llorar pasito pero las lágrimas salen y salen. Que no me preocupe que llorar
sana, que si no llora le da
cáncer de ovario o de mama decía
la señora Mencha. Pobrecita, ella murió seca, sin lágrima. Quería llorar los
hijos y las nueras y los nietos que le mataron los paracos, pero no lo hizo.
Sabía como era la vida pero la mataba el orgullo. No lloró y la secó el cáncer.
Déjame llorar señor, déjame llorar. Te agradezco tu bondad. No tengo hambre, no
tengo hambre, pero si permites que algún transeúnte me compre dos mil pesitos
de frunas, yo podré comprarme una gaseosas y calmar este chuzón de barriga que
como a las diez de la mañana siempre me ataca.
Diego García Moreno
Bogotá, septiembre 4 de 2011
Escrito recuperado en diciembre 6 de 2018.
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