Ana María Cano Posada | 12 Agosto 2010 - 11:15pm
Beatriz
Por: Elespectador.com
CANSADOS ESTAMOS DE IDENTIFIcaciones socorridas con motivo de las efemérides y de palabras vacías pronunciadas para encontrar un hecho fundacional en este país ausente de referentes.
Se acudió a próceres y a historias patrias, a nuevos caudillos, sin que concurrieran en esta orfandad fuerzas más íntimas para poner en pie una voz ni una idea con la cual reconocernos como colombianos abarcados por un mismo legado. Esta insatisfacción de pátina política durante 200 años de república tiene un remedio a mano que debe suministrarse en la dosis indicada para ir conjurando la anomia que padecemos.
Y es que faltaba excavar en otra cantera para encontrar la persistencia y la coherencia de alguien que ha entregado su talento a la búsqueda de lo que Colombia siente e ignora. Por esto es afortunado que en este momento aparezca el documental sobre Beatriz González (su era de risa y su era de llanto), de Diego García Moreno. Es el resultado de la exhaustiva exploración de esta “artista de provincia”, que durante cuatro años accedió a un monólogo interior hecho frente a una cámara muda, presencia que llegó a ignorar y que constituye en su cuidada edición el duro y veraz testimonio de una artista que se debe toda al país en que nació y cuyo arte es universal.
A pocas naciones les ha tocado en suerte un artista que dé cuenta suya. Porque son escasos los que logran tener clara su obra y el sentido de lo que hacen como para ser representativos, sin que su propósito sea patriótico ni mucho menos encarnen la identidad nacional, términos peligrosos por los excesos que engendran.
Franz Kafka es Checoslovaquia como Van Gogh es Holanda y Goya, España. Buscar un artista en Colombia sin época ni moda ni lo reconocido que sea en el mundo, como el Botero de ayer o la Doris Salcedo de hoy. No es un asunto de galerías ni de circuitos comerciales, porque Andy Warhol es para Estados Unidos más que el testimonio del consumo y del sueño americano, es el dolor de sí mismo puesto afuera para ser explorado y por eso significa tanto para el mundo entero.
A Beatriz González en su comienzo la encasillaron en el arte pop y la llamaron de las bienales para que fuera controversial, cosa que le choca tanto como cuando le dicen que es muy inteligente. Ella sólo recuerda que su papá le mostraba paisajes y naturaleza y le decía ‘ahí viene la niña que va a ser artista’. A ella la nutre el gusto popular, la imagen vista a través de los medios, donde encuentra lo visto de forma no vista. Y motivos del arte universal, o recortes de periódicos, o corazones de Jesús o últimas cenas, con la sorna en el color y el sello de su pintura, que fueron sus motivos iniciales, se transformaron con el Palacio de Justicia al dolor que entró a protagonizar su obra honda y diversa. Los desplazados, las viudas, las masacres embargaron sus obras.
Esto está mostrado en el documental en sus propios tonos, con su propia voz, con la música que la inspira, como la lección que necesitamos oír de una maestra a sus alumnos. Esta tarea bien cumplida por un documentalista avezado como Diego García, se agradece. Pero apenas comienza la misión de entregar al país este gran retrato que le pertenece, de alguien que ha hecho una mirada colombiana, universal, penetrante, talentosa. Una letanía dolorosa que sabe entonar y que sólo una voz creíble y un ojo humedecido como el suyo pueden remover la sequedad renuente. Una peregrinación le espera a este documental de Beatriz González con la solidez de su vida y obra. Gracias a Beatriz. Y a Diego.
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