Hay quienes, en su condición de extranjeros, caen en ataques de desarraigo cuando repentinamente anhelan el olor de la guayaba o los aromas de la papaya verde. La nostalgia los envuelve. Un manto de añoranza les ahoga los días. En mi caso, estas crisis eran provocadas por la ausencia prolongada de las montañas. Tratando de calmar esa afección, en Chicago caminaba hasta lo alto de los puentes buscando un punto de vista que me trajera barreras y horizontes lejanos, sensaciones de tienda campesina con nombres como "bellavista" o "la mejor divisa". Parecería un remedio ridículo pero cumplía un efecto preventivo, como la aspirina para niños que hoy en día tomo diariamente para mis afecciones cardiovasculares. Calmé el problema hace unos buenos años viniéndome a vivir a Bogotá al lado de los cerros en un apartamento con muchos atardeceres y ventanas. En las Torres del Parque de Salmona recuperé y satisfice mi condición de balconero obsesivo. A pesar del remedio que pareciera definitivo, a veces siento carencias, pulsaciones extremas que me incomodan y despiertan extrañas variables de la envidia.
Cruzaba un puente de Transmilenio sobre la Avenida ciudad de Quito cuando vi en contraluz un anuncio publicitario anormal, aparatoso, contundente, inusualmente elevado. Sobre un enorme tubo, habían encaramado una rampa de ciclismo extremo. Y coronando su más elevado montículo, en total equilibrio, la silueta de un ciclista en acción, detenido en la cima, sus ruedas quietas, daba la sensación de habitar un mirador eterno, de haber coronado el punto cero en el que la gravedad y el impulso ascendente se neutralizan. Lo enfoqué, lo fotografié y exclamé: ¡Cómo me gustaría habitar esa tribuna donde el aquí y el allá desaparecen!
El Retiro, abril 2 de 2013
Diego García
Moreno
Dieguito querido, me siento muy cómoda entre tus lineas, el leerte me agrada cada vez más.
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