Encontré una pepa de tagua en mi zapato. Mercedes me aseguró
que era un ardid del demonio. Debe
estar desprogramado. Con tanto sinvergüenza robando y matando y haciendo
porquerías en el pueblo, por qué, carajo, se encartaría con el alma vacía de un
pobre desgraciado como yo que no le ha hecho mal a nadie, le dije. Por
desocupado y cansón, por perezoso... porque ya no bailas, ni te tomas un trago
ni cuentas chistes, por aburrido, me dijo. La mujer siguió trapeando como si nada ocurriera. Tres goteras de sudor rodaron por mi
frente y las manos se me pusieron frías.
Ví un gallinazo sobrevolando el camino que conduce al cementerio y, por
el mismo sendero, llegar una moto a mi puerta. La conducía un negro flaco que traía
como carga a un gordito con piel blanca y brillante como de vajilla china. Soy
el párroco nuevo, disculpen por la demora. Casi no llega, murmuró Mercedes.
Hace dos días está ahí tirado en el piso, esperando. Es hora de que se
confiese, muévase pues, y me descargó un escobazo. Que me queme en los infiernos antes de hablarle a un beato. Y
me entró tal ofuscación que me levanté dispuesto a largarme.
¡Mierda!, grité al ponerme el zapato. ¡Esta puta pepa de tagua me ha partido el dedo chiquito! Y
la lancé con tal odio, sin fijarme a qué le daba, que sólo escuché el estruendo
de un bulto cayendo al piso. La mujer se quedó muda, el negro encendió la moto,
el cura estiró la pata y el gallinazo eructó un suspiro: tenía resuelto el día
y sabía que en el pueblo no faltaban las provisiones para llevar al nido.
Diego García Moreno
abril 28 de 2013
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