El primer descuento que obtengo en vida como adulto mayor
me lo han dado en el Museo de las momias de Guanajuato. En vez de pagar 52 pesos, cancelé solamente 15. Confieso que mentí. En ese justo momento mi edad
verdadera era de 59 años, 11 meses y 11 días. Para evitar que me solicitaran mi pasaporte o alguna tarjeta
de identidad que validara mi derecho, arrugué todas mis arrugas, encanecí todas
mis canas, exhalé un vaho a armario enmohecido y pronuncié temblorosamente mi
solicitud: una entrada, por favor, para un adulto mayor. No hubo la menor sospecha por parte de
la vendedora. Y, para ser sincero, a las momias que me vieron desfilar al lado
de sus vitrinas les importó un carajo
ese par de semanas que yo me había cargado en mi afán por visitarlas
económicamente. En su aparente eternidad, aferradas a su propio gesto, cada una
de ellas me enseñó una particularidad del tiempo que pareciera privilegio de su
estado: la certeza.
lunes, 29 de julio de 2013
jueves, 11 de julio de 2013
TU NOMBRE EN LA TIERRA
Hace unos días, mi amiga Giovanna me "chatió" por Facebook. Había hecho un gran descubrimiento. Copio y pego la conversación.
Martes 13:25
Diego ¿sabías que tienes país propio? Se llama Diego García. Si quieres llamar, su indicativo es 246: Es que aparte de blog¡tienes isla! Y bien hermosa...
Martes 16:12
Imagínate, querida Giova, que cuando mi amigo Mauricio cumplió doce años le regalaron un mapa-mundi. Esa bola recubierta por un manto azul, que era el mar y unos parches de colores que eran los países de los cinco continentes, aparte de enseñarnos el nombre de todos los rincones de la tierra adquirió un encanto extraordinario cuando descubrimos que era también una ruleta que nos pronosticaba el futuro: empujábamos la esfera para que girara sobre su eje, colocábamos el dedo frente a un punto fijo y esperábamos a que se detuviera. Al parar hurgábamos en un lejano lugar de la tierra, leíamos el nombre de la ciudad más cercana y concluíamos que algún día, ya grandes, viajaríamos por algún motivo muy importante a conocer esos parajes. Quizá porque el submarino que conduciríamos exploraría ese mar buscando un monstruo prehistórico o porque como seríamos unos ingenieros famosos construiríamos un puente colgante o siendo exploradores aventureros encontraríamos un tesoro perdido o siendo grandes jinetes de carreras compraríamos un caballo negro muy hermoso... o una cometa gigante.
En cierta ocasión, en un lance de la esfera, entre risas y expectativas, ambos apuntamos nuestros índices en un rango muy cercano y vimos que los puntos señalados nos ubicaban en el océano Índico y que nuestros destinos eran dos pequeñas islas: la Isla Mauricio y la Isla Diego García. Primero fue un grito, luego una carcajada, después un asombro y al final un gran silencio.
Mauricio se volvió poeta y muy marihuanero. Cuando decidió envolver sus poemas en una bolsa plástica y mantenerlos siempre cerca de su cuerpo, hasta el punto de que se bañaba con ellos para que sus papás no fueran a quemarlos o botarlos a la basura, sus padres consideraron que estaba loco y decidieron meterlo a un sanatorio. A los 19 años le pusieron electrochoques y le mataron su ingenio y rebeldía. De esta manera llegó a su isla y allí murió a una edad muy rara: los treinta y siete.
Mi deriva ha sido distinta. A pesar de que se me volvió una obsesión ir a la isla Diego García, me ha sido imposible visitarla. Te lo explico: en alguna oportunidad, hace muchos años, estuve de morral averiguando en El Pireo, el puerto de Atenas, cómo podría embarcarme para llegar a mi isla. Me enteré que era un asunto muy difícil pues las islas del archipiélago de Chagos, al que pertenece DG island, aparte de ser un paraíso tropical equivalente al de San Andrés y providencia en el caribe, es una base militar estratégica americana desde 1961, la cual fue cedida por los ingleses por un dólar simbólico al terminar la segunda guerra mundial como pago por los favores en defensa de sus territorios. Lo más triste es que los gringos sacaron en barco en una sola noche a los 2000 habitantes y que como habían tantos perros en la isla, adaptaron una bodega en cámara de gas donde los exterminaron pues eran realmente un encarte. Hoy en día los nativos habitantes están diseminados en Mozambique, la isla de la Reunión y la isla Mauricio, viviendo y siendo tratados como los indigentes o los marginados de estos territorios.
Los gringos habían pactado ejercer la soberanía durante 50 años. El archipiélago volvería a los ingleses, o más precisamente a los nativos que exigían el fin de la colonia. Se les permitiría regresar a sus parcelas y recuperar el usufructo de sus tierras. Pues, no. Como allí están los B-52 que bombardean y espían los territorios de Irak, Irán, la costa oriental de África, la occidental de la India y el norte de Oceanía, y como si fuera poco, recientemente se ha sabido, que allí anclan los barcos-prisión flotantes donde ocultan a los prisioneros de alto rango de Al Qaeda, los americanos no entregaron nada y los tribunales ingleses, haciéndole concesiones a sus aliados, solo permitieron a los nativos, a los desplazados de esa región del mundo, una visita de un día para que calmaran su nostalgia...
Cómo te parece el panorama, pues. Mientras, sigo a la deriva. Filmo, leo, escribo pequeñas crónicas en el blog donde me precio de saber que existe una extraña relación entre un lugar de la tierra y mi nombre y espero que algún día pueda bañarme en ese mar de playas doradas tropicales... un beso.
16:58
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viernes, 5 de julio de 2013
LAS DAMAS DE DAMASCO
1. El OMBLIGO DEL CORPUS CRISTI.
¡Ese ombligo! Semi-oculto tras una puerta a dos casas de la iglesia, camuflado entre el gentío que rechiflaba a la pareja borracha que bailaba sobre la calle empedrada o simplemente miraba hacia la tarima donde una mujer de voz ronca y léxico barato compartía escenario con un Jesucristo de poncho y billetes pegados a su pecho e inflaba el calor del remate del Corpus Cristi ¿Quién le mete a este bulto de aguacates? El señor da diez mil... ¿Quién da más? ¡No sean tan hijueputamente tacaños, colaboren para las obras de la parroquia!...
¡Ese ombligo! Semi-oculto tras una puerta a dos casas de la iglesia, camuflado entre el gentío que rechiflaba a la pareja borracha que bailaba sobre la calle empedrada o simplemente miraba hacia la tarima donde una mujer de voz ronca y léxico barato compartía escenario con un Jesucristo de poncho y billetes pegados a su pecho e inflaba el calor del remate del Corpus Cristi ¿Quién le mete a este bulto de aguacates? El señor da diez mil... ¿Quién da más? ¡No sean tan hijueputamente tacaños, colaboren para las obras de la parroquia!...
Ese ombligo
sincero, imperioso,
terso, sutil,
absorvente,
me obligó a admirarlo
desde este
kiosco atronado
por el ruido
de la loca
que oficiaba
el desconcierto
de un pueblo
que cada año
se reúne a
celebrar
los
productos benditos
de la
tierra.
Por favor no
lo rematen,
no lo
vendan,
no lo
ofrezcan a ningún postor, déjenlo ahí, a distancia,
para que mis
ojos derramen lágrimas de fascinación y mi imaginación pronuncie
todas sus
ambiciones.
Túnel sin
destino, copa de cualquier manjar, envoltorio de nariz para ensalzar asfixias.
Huella de la
vida extensa.
Ausencia del cordón
que te regaló el color de la piel,
el olor, el sabor, el dolor
y la
geometría de una forma
que te adorna y te obliga.
|
Diego García Moreno @ Damasco, Antioquia. Junio 20 de 2013
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lunes, 1 de julio de 2013
LA LLORONA Y LA TORRE EIFFEL.
Al llegar a Medellín, rodando por la Avenida Oriental, me sentí
huérfano. Tras unos días de preproducción por la región de Urabá -desde Turbo
hasta Dabeiba pasando por Apartado, Chigorodó, Carepay
Mutatá-, sentí que venía impregnado con el síndrome de “La
llorona”. No hablo del espanto, sino del tramo del cañón del Ríosucio después
de Dabeiba, la puerta a la selva chocoana, el indomable, estrecho, húmedo y
oscuro tramo bordeado de precipicios tapizados con una vegetación tropical,
exhuberante; repleto con estruendos de chicharras y lamentaciones de
camioneros varados en la vía bajo la amenaza del relámpago, los derrumbes, el
paludismo y la presencia imborrable de los actores del conflicto. Tras haber
injuriado a los paracos y a los mafiosos, a las guerrillas y al ejército
por sus destrozos humanos en la zona durante esta larga y abominable guerra, a
los paisas industriales, ganaderos y bananeros que fueron incapaces de respetar
la selva y la tumbaron para llenarla de vacas y banano, solo banano y codicia;
de maldecir a la madre Laura, nuestra santa prometida, por el desastre
cultural propiciado con sus misiones a las comunidades emberas; de
hijueputear a la selección Colombia de fútbol derrotada por Venezuela en una
pantalla grande de un estadero barato de Dabeiba, caí en cuenta que
pasaría los ”días santos” en la ciudad de mi infancia. Mucha negación acumulada
en el viaje. Hasta los aeropuertos que fui a visitar, pues en ellos estaban mis
recuerdos de centenas de aterrizajes cuando estudiaba o trabajaba como aviador,
habían desaparecido. El de Turbo se lo comió el mar, el de Chigorodó es un
parque de recreo, el de Mutatá una urbanización loteada a antiguos trabajadores
de las caucheras o a desplazados de la zona; hasta el de Santafé de Antioquia,
donde hice mi primer vuelo solo, aparte de inundarlo el río, fue loteado
en parcelas para pudientes de Medellín entre quienes no quiere
decir nada la palabra “los halcones”. Mejor dicho, regresé sin
pistas, quedé despistao…
Y en la bella villa ya no hay padres ni casa, los hermanos están
de vacaciones y el edificio donde vivimos no existe. Parezco un bambuco viejo o
un valsecito ecuatoriano, le dije al retrovisor, y tuve un súbito antojo de que
llegara la noche para toparme con otros brillos aunque fueran los ecos de las
luces de la infancia. Cuáles brillitos: era un alud de neones: La Torre Eiffel
de mi abuelo. No recuerdo cuándo la desmontaron. Tenía cinco pisos
de alto y por lo menos cuatro metros de ancho en su base. Estaba sujetada al
edificio por unas estructuras metálicas incrustadas al tercer piso donde
vivían mis abuelos, y al cuarto, el apartamento de “nosotros”. De la terraza,
en el quinto, salía un cable metálico que le daba vuelta a la cabecita de la
estructura, para que en caso de zafarse, uno nunca sabe, la
sujetara como a un ahorcado. Que mejor quede bamboleándose y no
vaya a caerle a alguien encima.
En París Moda, cuando llegaba la semana santa, había que cerrar
las puertas y organizar las filas de clientes, pues todas las señoras de
Medellín querían hacer la romería de los monumentos de las iglesias estrenando
ropa de paño y ampollas en la planta del pie entre el zapato nuevo. Aquí
llaman monumentos unos arreglos de flores y cirios que le hacen al
Jesucristo sentenciado a muerte entre el jueves y el viernes santo.
Las señoras esperaban pacientes observando sus futuros atuendos exhibidos
por las maniquíes de ojos verdes enormes pintados a mano, pronunciadas
pestañas negras o pardas incrustadas en la piel de yeso color piel,
casi rosada, que la clientela veía blancas, por supuesto, y unas
manos moldeadas con gestos muy estilizados, más bien deformes, unidas al brazo
por unas muñecas ajustables que un importador italiano le vendió al viejo
Oliverio convenciéndolo de que era lo más sofisticado en la moda europea
que siempre va de la mano del arte moderno. A quién comprarle
el ajuar sino a mi abuelo que tenía diploma de sastre de París y era tan devoto
que tenía la costumbre de viajar a Tierra Santa en vacaciones, o al
santuario de Fátima o al de Guadalupe de brazo de doña Ernestina, mi abuela,
su señora, que era presidente de la Legión de María y, a pesar de lo
renga, y de la hinchazón de sus rodillas, recorría cada año, con redoble
de bandas de guerra, la procesión del Sagrado Corazón desde el parque de
Boston hasta el de Bolívar. En la noche, los neónes jugaban con el nombre
del almacén de mi abuelo y, si uno cerraba los ojos antes de dormir, era
tal el resplandor que entraba por las ventanas que se veían parches
rojos, azules y blancos cambiando de color entre los párpados.
¿Adónde llevarían ese anuncio luminoso que marcó más mis sueños
de infancia que la enorme torre original, la de París, con la que conviví sin
pena ni gloria más de doce años en mi juventud profesional? El edificio
fue derribado. En el lugar donde mi abuelo tuvo su éxito como costurero,
hoy hay un supermercado Éxito, propiedad de una multinacional francesa.
El clima de Medellín es tan caliente que no hay beata capaz de ponerse un traje
de paño. Las maniquíes tienen un parecido a las muchachitas que pululan por las
calles corriendo en sus motos y hoy soy yo quien deambula por estas calles
perfumadas con un olor rancio a incienzo y bazuco, arrastrando un retumbar de
tambores y un cierto desprecio a la memoria de una abuela que debe estar en los
infiernos compartiendo fuego con una tal madre Laura que malgastó su tiempo
embutiéndole el catolicismo a los indios emberas en las cercanías de Dabeiba.
El estrén de semana santa, las visitas a los monumentos, las
ampollas en los pies y las luces bailarinas de la torre Eiffel de mi abuelo
reposan en el olvido de Medellín. A lo mejor eran una premonición del impacto
que tendría ese viaje a Urabá donde ya no queda uno solo de los aeropuertos
donde solía aterrizar en las arduas jornadas de vuelo durante mi vida de
co- piloto. Pero son ya tantos años lejos de Medellín y tantas las escalas de
mis vuelos sin avión por este país que poco a poco he aprendido a improvisar
aterrizajes en las lagunas imprevistas de la memoria.
Medellín, marzo 27 de 2013
Diego García-Moreno
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He sido un cultivador de cartas... pero se extinguen los huertos, las postales, los destinos. Busco materos, balcones, ventanas, lienzos libres donde pueda sembrar mis dudas, mis palabras, las cascadas de imagen que a veces se me ocurren. Dale hombre, me han dicho algunas fieles amistades, invéntate un blog, escribe. Ya verás que es un buen andén para compartir tu risa, tu silencio, tus desdichas. Curioso, dócil, ingenuo, acepto jugar a lo impreciso.