Al llegar a Medellín, rodando por la Avenida Oriental, me sentí
huérfano. Tras unos días de preproducción por la región de Urabá -desde Turbo
hasta Dabeiba pasando por Apartado, Chigorodó, Carepay
Mutatá-, sentí que venía impregnado con el síndrome de “La
llorona”. No hablo del espanto, sino del tramo del cañón del Ríosucio después
de Dabeiba, la puerta a la selva chocoana, el indomable, estrecho, húmedo y
oscuro tramo bordeado de precipicios tapizados con una vegetación tropical,
exhuberante; repleto con estruendos de chicharras y lamentaciones de
camioneros varados en la vía bajo la amenaza del relámpago, los derrumbes, el
paludismo y la presencia imborrable de los actores del conflicto. Tras haber
injuriado a los paracos y a los mafiosos, a las guerrillas y al ejército
por sus destrozos humanos en la zona durante esta larga y abominable guerra, a
los paisas industriales, ganaderos y bananeros que fueron incapaces de respetar
la selva y la tumbaron para llenarla de vacas y banano, solo banano y codicia;
de maldecir a la madre Laura, nuestra santa prometida, por el desastre
cultural propiciado con sus misiones a las comunidades emberas; de
hijueputear a la selección Colombia de fútbol derrotada por Venezuela en una
pantalla grande de un estadero barato de Dabeiba, caí en cuenta que
pasaría los ”días santos” en la ciudad de mi infancia. Mucha negación acumulada
en el viaje. Hasta los aeropuertos que fui a visitar, pues en ellos estaban mis
recuerdos de centenas de aterrizajes cuando estudiaba o trabajaba como aviador,
habían desaparecido. El de Turbo se lo comió el mar, el de Chigorodó es un
parque de recreo, el de Mutatá una urbanización loteada a antiguos trabajadores
de las caucheras o a desplazados de la zona; hasta el de Santafé de Antioquia,
donde hice mi primer vuelo solo, aparte de inundarlo el río, fue loteado
en parcelas para pudientes de Medellín entre quienes no quiere
decir nada la palabra “los halcones”. Mejor dicho, regresé sin
pistas, quedé despistao…
Y en la bella villa ya no hay padres ni casa, los hermanos están
de vacaciones y el edificio donde vivimos no existe. Parezco un bambuco viejo o
un valsecito ecuatoriano, le dije al retrovisor, y tuve un súbito antojo de que
llegara la noche para toparme con otros brillos aunque fueran los ecos de las
luces de la infancia. Cuáles brillitos: era un alud de neones: La Torre Eiffel
de mi abuelo. No recuerdo cuándo la desmontaron. Tenía cinco pisos
de alto y por lo menos cuatro metros de ancho en su base. Estaba sujetada al
edificio por unas estructuras metálicas incrustadas al tercer piso donde
vivían mis abuelos, y al cuarto, el apartamento de “nosotros”. De la terraza,
en el quinto, salía un cable metálico que le daba vuelta a la cabecita de la
estructura, para que en caso de zafarse, uno nunca sabe, la
sujetara como a un ahorcado. Que mejor quede bamboleándose y no
vaya a caerle a alguien encima.
En París Moda, cuando llegaba la semana santa, había que cerrar
las puertas y organizar las filas de clientes, pues todas las señoras de
Medellín querían hacer la romería de los monumentos de las iglesias estrenando
ropa de paño y ampollas en la planta del pie entre el zapato nuevo. Aquí
llaman monumentos unos arreglos de flores y cirios que le hacen al
Jesucristo sentenciado a muerte entre el jueves y el viernes santo.
Las señoras esperaban pacientes observando sus futuros atuendos exhibidos
por las maniquíes de ojos verdes enormes pintados a mano, pronunciadas
pestañas negras o pardas incrustadas en la piel de yeso color piel,
casi rosada, que la clientela veía blancas, por supuesto, y unas
manos moldeadas con gestos muy estilizados, más bien deformes, unidas al brazo
por unas muñecas ajustables que un importador italiano le vendió al viejo
Oliverio convenciéndolo de que era lo más sofisticado en la moda europea
que siempre va de la mano del arte moderno. A quién comprarle
el ajuar sino a mi abuelo que tenía diploma de sastre de París y era tan devoto
que tenía la costumbre de viajar a Tierra Santa en vacaciones, o al
santuario de Fátima o al de Guadalupe de brazo de doña Ernestina, mi abuela,
su señora, que era presidente de la Legión de María y, a pesar de lo
renga, y de la hinchazón de sus rodillas, recorría cada año, con redoble
de bandas de guerra, la procesión del Sagrado Corazón desde el parque de
Boston hasta el de Bolívar. En la noche, los neónes jugaban con el nombre
del almacén de mi abuelo y, si uno cerraba los ojos antes de dormir, era
tal el resplandor que entraba por las ventanas que se veían parches
rojos, azules y blancos cambiando de color entre los párpados.
¿Adónde llevarían ese anuncio luminoso que marcó más mis sueños
de infancia que la enorme torre original, la de París, con la que conviví sin
pena ni gloria más de doce años en mi juventud profesional? El edificio
fue derribado. En el lugar donde mi abuelo tuvo su éxito como costurero,
hoy hay un supermercado Éxito, propiedad de una multinacional francesa.
El clima de Medellín es tan caliente que no hay beata capaz de ponerse un traje
de paño. Las maniquíes tienen un parecido a las muchachitas que pululan por las
calles corriendo en sus motos y hoy soy yo quien deambula por estas calles
perfumadas con un olor rancio a incienzo y bazuco, arrastrando un retumbar de
tambores y un cierto desprecio a la memoria de una abuela que debe estar en los
infiernos compartiendo fuego con una tal madre Laura que malgastó su tiempo
embutiéndole el catolicismo a los indios emberas en las cercanías de Dabeiba.
El estrén de semana santa, las visitas a los monumentos, las
ampollas en los pies y las luces bailarinas de la torre Eiffel de mi abuelo
reposan en el olvido de Medellín. A lo mejor eran una premonición del impacto
que tendría ese viaje a Urabá donde ya no queda uno solo de los aeropuertos
donde solía aterrizar en las arduas jornadas de vuelo durante mi vida de
co- piloto. Pero son ya tantos años lejos de Medellín y tantas las escalas de
mis vuelos sin avión por este país que poco a poco he aprendido a improvisar
aterrizajes en las lagunas imprevistas de la memoria.
Medellín, marzo 27 de 2013
Diego García-Moreno
No hay comentarios:
Publicar un comentario