El primer descuento que obtengo en vida como adulto mayor
me lo han dado en el Museo de las momias de Guanajuato. En vez de pagar 52 pesos, cancelé solamente 15. Confieso que mentí. En ese justo momento mi edad
verdadera era de 59 años, 11 meses y 11 días. Para evitar que me solicitaran mi pasaporte o alguna tarjeta
de identidad que validara mi derecho, arrugué todas mis arrugas, encanecí todas
mis canas, exhalé un vaho a armario enmohecido y pronuncié temblorosamente mi
solicitud: una entrada, por favor, para un adulto mayor. No hubo la menor sospecha por parte de
la vendedora. Y, para ser sincero, a las momias que me vieron desfilar al lado
de sus vitrinas les importó un carajo
ese par de semanas que yo me había cargado en mi afán por visitarlas
económicamente. En su aparente eternidad, aferradas a su propio gesto, cada una
de ellas me enseñó una particularidad del tiempo que pareciera privilegio de su
estado: la certeza.
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