No recuerdo ninguna imagen de la capital de Chile... O tal
vez una… improbable, difusa: humo, aviones sobrevolando el Palacio de la Moneda.
Allende, o mejor, las gafas cuadradas de Allende sobre una nariz bordeada por
un bigote, sobre una boca que habla y dice que sólo la sacarán muerto. Un
bombazo.
-Concha de tu madre, tamos retrasados, pu.- Y corra. Recoja y cierre la casa. Adiós
Tunquén. Acelérele que el entierro es a las doce. Llamada va, llamada viene. La Claudia afana. El Gonzalo clama por ropa limpia. Que tomes un taxi, que llames a Carmen Gloria para que te recoja, discúlpame. Acelere, dele. Los pinos
secos, los incendios activos, los viñedos ahí, bien ordeñaditos. Las montañas cerca de Santiago ya son Afganistán, rubias,
áridas. La bruma oculta la cordillera. Y la gran autopista nos vomita en un
cementerio de Santiago. Corre y cámbiate la ropa, hombre. Nos vemos después.
Santiago, Jacques, Diego… no lo había pensado: es mi ciudad. Llegamos por la puerta de atrás…¿o será la principal?: el cementerio. Parque del recuerdo. Qué lástima. Me hubiera encantado conocer el tradicional, el de pabellones y mausoleos. Conformémonos. A lo mejor para el difunto a quien Gonzalo y su familia y sus amigos vienen a despedir está más cómodo en este resort, cancha de golf, jardín, campo de paz o del recuerdo, como los llaman aquí allá y en todas partes del mundo. Sally y yo caminamos sobre el prado entre las tumbas, buscamos sombras bajo cerezos rojos y robles firmes bajo el calor insoportable. Somos turistas de año nuevo mientras viejitos noeles sobre bicicletitas de alambre pedalean sobre las lápidas de niños muertos. Dos horas dura la ceremonia. Gonzalo aparece purificado. ¿Vamos? Tiene afán y nosotros hambre. Siempre tiene afán.
Santiago, Jacques, Diego… no lo había pensado: es mi ciudad. Llegamos por la puerta de atrás…¿o será la principal?: el cementerio. Parque del recuerdo. Qué lástima. Me hubiera encantado conocer el tradicional, el de pabellones y mausoleos. Conformémonos. A lo mejor para el difunto a quien Gonzalo y su familia y sus amigos vienen a despedir está más cómodo en este resort, cancha de golf, jardín, campo de paz o del recuerdo, como los llaman aquí allá y en todas partes del mundo. Sally y yo caminamos sobre el prado entre las tumbas, buscamos sombras bajo cerezos rojos y robles firmes bajo el calor insoportable. Somos turistas de año nuevo mientras viejitos noeles sobre bicicletitas de alambre pedalean sobre las lápidas de niños muertos. Dos horas dura la ceremonia. Gonzalo aparece purificado. ¿Vamos? Tiene afán y nosotros hambre. Siempre tiene afán.
Nos han dicho que Lonely planet es la biblia del viajero. ¿Cómo conocer en dos días una gran capital? Nos recomienda el Mercado Central para almorzar. Gonzalo aprueba. Eso no está lejos de la Moneda, está al lado del río y de todo. Chao. Tomen un taxi, No, caminaremos. Descendemos del auto en una esquina del barrio Providencia.
-Para que no se pierdan, del lado oriental siempre está la cordillera.- Como en Bogotá, pues.
Devoramos cuadras y cuadras de comercio “clean” por la calle Providencia hasta que llegamos a la Plaza Italia y comienza una gran alameda, amable, ¡verde!, adornada con esculturas solemnes, de estética dudosa. Buscamos caras bonitas entre transeúntes y parejas que se besan bajo los árboles. No vinieron hoy, ya aparecerán. Sally siente una molestia en su pie. Los zapatos nuevos aprietan demasiado. Ya casi llegamos, querida. Ya casi. Solo falta el monumento a la aviación y un parque largo, El museo de Bellas Artes y el de Arte contemporáneo con su caballito de Botero en el sendero y otro parque muy largo, enorme, paralelo al río que en la estación desciende casi seco de la cordillera… y así, tras dos horas de camino, llegamos al Mercado Central.
A la sombra, bajo una estructura de
Eiffel, nos premiamos con un almuerzo suculento. Sally pide camarones ecuatorianos, son langostinos, y yo, corvina con mousse de jaiba. Una botella
de vino blanco. Sonreímos. Nos sentimos contentos. Solos.
Estamos en otro país, hemos cambiado “el chip”. Foto va, y foto viene. Son las cinco de la tarde. Por una calle popular, peatonalizada, entre baratijas y espectáculos callejeros nos dirijimos hacia la Plaza de Armas y de ahí hacia La Moneda. Qué gentío. Cuánta vitrina de Falabella se ha ido apropiando de los edificios republicanos. Señor, tiene su bolso abierto. Ponga atención que están robando mucho. No se preocupe, señora, venimos de Colombia. La Plaza de Armas está en obra. Es un parque lleno de construcciones burocráticas, de Iglesias y decorado con esculturas feas. ¿Por qué tanta escultura fea? No nos detengamos busquemos la moneda. Empatemos mi memoria con el lugar donde ocurrió el desastre. Llegamos a la gran avenida del libertador O higgins.. Estaciones de metro. Carabineros y vendedores.
Ambiente de capital que adorna su presente y maquilla cicatrices del pasado. Y allí, entre cercas y letreros está la Moneda. Es más pequeña de lo que imaginaba. Menos pomposa. Están remodelando su exterior. Será una zona verde con fuentes. La imagen borrosa en mi memoria se sobrepone a esta arquitectura de apariencia apasible. Entre la bruma salen de nuevo los aviones y descargan sus bombas. Veo a Allende en ese balcón mirando por última vez la ciudad, dejando a un lado su arma y levantando la mano para decir adiós. ¿Qué actitud colocar ante un monumento cargado con tanta desgracia histórica? Pinochet está muerto por la gracia de Dios, pero el vaho del desastre permanecerá para siempre aunque le pinten de verde el piso donde se esparció la sangre. Tomémonos una foto, querida. Somos turistas. Recordamos que estamos invitados a cenar donde Carmen Gloria.
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