martes, 11 de marzo de 2014

VARIACIÓN NÚMERO DOS sobre una foto en Waynapichu

En la parte inferior derecha se alcanza a ver el río Urubamba, a la izquierda, casi en el centro, entre las nubes se ven las ruinas de Machupichu. A mis pies, sobre las piedras está el recipiente plástico que llenaba de agua para mis andanzas. ¡El combustible! Sally está tomando la foto. No se ve. Espérate abro los brazos, le dije. Cerré los ojos e inhalé profundo. Estábamos en la cima del Waynapichu. Teníamos derecho como a dos minutos de trono porque una chorrera de jóvenes turistas argentinos y chilenos y franceses y japoneses esperaban para hacer lo mismo, o ligeras variaciones de la misma pose. Todos estamos acostumbrados a ver la foto del alpinista solitario en lo alto de algún pico en el Himalaya o en los Andes o en los Alpes. Sobre esa piedra, todos nos creíamos ese heroico personaje. Por fortuna no teníamos un fotógrafo con un gran zoom haciéndonos la foto desde el cerro más cercano, o más lejano. Se hubiera visto el gentío haciendo cola, e inmediatamente el espectador pensaría: No, qué pereza ir allá: son como una tropa de borregos o de cabritos peleando por el mismo mirador. Pero ¿a quién le importa al fin y al cabo? Cada cual regresa con el recuerdo orgulloso de haber trepado a semejante cima almacenado en su camarita digital  o en su celular. Con la satisfacción de no haberse mareado en esas escaleras empinadas, peligrosas. De no tener que avergonzarse ante la presencia misteriosa de esos indígenas que construyeron, vaya a saberse cómo, ese camino espeluznante.
¿Cómo subirían estas piedras? preguntan en todos los documentales, en todos los folletos, en todos los estudios sobre el tema. Y uno, caminando penosamente, serpenteando casi, se pregunta lo mismo mientras evita el resbalón. El vértigo casi me mata, me han dicho varios amigos. Nosotros a veces teníamos que apoyar la cara contra las piedras mientras con una mano nos aferrábamos a sus salientes y con la otra apretábamos el cordón metálico, o pasamanos, que habían tenido que colocar. ¿Cuántos habrán caído al abismo? Eso no nos lo cuentan. Se les acaba el negocio. Pero a la entrada sí nos exigen dejar el nombre, la ciudadanía y la edad. Yo le eché un vistazo a la columna edad y encontré que ese día solo había subido un turista francés mayor que yo. El hombre Francois tenía 61 años y yo 60. Ah, qué decepción. El noventa por ciento eran chicos y chicas entre  19 y 25. Una invasión de mochileros.  Y cada dos horas, cuando el grupo de doscientos que ha entrado vuelve a salir, verifican que todos estén completos porque a lo mejor alguno tuvo un percance y no retornará jamás a su casa. Se lo devoró la Pacha Mama. No hubo necesidad de ofrendarlo a los dioses sobre una pieza ceremonial. Él mismo se entregó a las potencias supremas y  dejó tranquilo al sol que seguramente prefiere las doncellas vírgenes para su sofisticado régimen alimenticio. Cuidado, mi amor. Escuché que me decía Sally.  ¿Te tomo una? Le respondí. No, no, yo no me paro ahí ni loca. Quítate que estás estorbando. Ya voy, ya voy…!

Diego García Moreno /derechos reservados/2014



domingo, 9 de marzo de 2014

Variaciones sobre una foto en Waynapichu.

Variación Número UNO


¡Vos si hablás mierda!  Me pareció normal encontrar en un correo esta especie de afirmación insulto. Claro, es pura invención.  ¿Qué iba yo a decirles con respecto a esa foto? ¿Que subí a Machupichu y era tan puro el aire, tan sublime la sensación de altura, tan cercana la presencia de los dioses del pasado y del futuro que no pude más que encaramarme al púlpito a conversar con ellos haciendo la más ridícula de las poses? NO, qué va. Cómo iba a engañarlos.  Simplemente llegué extenuado y preocupado por la bajada. Vea, hombre, recuerdo que me dijo el cardiólogo cuando le conté que estaba subiendo semanalmente al santuario de Monserrate, ¿usted cree que a su edad semejante ejercicio le va a servir a su corazón? Ese esfuerzo lo que le va a dañar son las rodillas cuando baje.  ¡En la cima del Waynapichu sentí temor. Fui consciente de la debilidad de mis meniscos, temí por mis ligamentos rotos! Entonces imaginé que abajo había una piscina, un lago, un charco fenomenal y me dije “este es el momento, salta!”. Revisé el catálogo de imágenes de clavadistas en Acapulco o en los juegos olímpicos de cualquier parte y traté de imitarlos. Me relajé, respiré profundo, abrí los brazos, y salté al vacío. No hablo mierda: ¡salté! Manteniendo siempre los brazos extendidos, como un apacible gallinazo, pude comprobar que la velocidad y la resistencia del aire son el soporte del vuelo, que un simple movimiento de la muñeca puede redirigir la trayectoria de la caída, que las corrientes ascendentes provenientes del cañón del Urubamba me invitaban a mantenerme suspendido en las alturas. Abrí los ojos, levanté suavemente el cuello y mi cuerpo nave cambió de rumbo, se niveló, se sostuvo en esa masa de aire tierna y fría, placentera, empezó a planear. ¡Estoy volando, coño, volando! Esta sensación es  igual a la que tantas veces he sentido en sueños. Pero eran sueños. Ahora es  real, vuelo. Logro controlar los giros, me aproximo en picada a los copos de los árboles, siento el roce de su respiración y vuelvo a ganar altura, me atrevo a rasgar el velo de un manto de nubes que aun dormita sobre la cima de la cordillera. Acricio la bruma, vuelo. Vuelo y de repente tiemblo, el aire se encabrita, corcobeo, pierdo la estabilidad y me nublo.  Soy atacado por una conflagración de sombras,  una imprevista turbulencia me lanza contra unos cuerpos oscuros pesados que me lanzan picotazos,  que agitan sus grandes plumas y con sus garras rasgan mi piel, y vociferan: ¡Intruso, fuera, largo de aquí, vete!  Sin saber cómo, agitando mis brazos, lanzando patadas y mordiscos, logro alejarme del  asalto de los cóndores, pero pierdo la condición de ave y entro en barrena, doy vueltas y caigo, caigo, giro sin control y caigo en cuenta que lo logré, que fui capaz, que estoy en lo alto, sobre la cima de Waynapichu y que desde este montículo, con mis brazos abiertos, mis rodillas firmes, sin temblar, abro los ojos, veo las ruinas incas allá, entre nubes y no soy capaz de decir sino “¡qué hijueputa belleza!”.


Diego García Moreno. Variaciones sobre una foto en Waynapichu.

Marzo 9 de 2014

viernes, 7 de marzo de 2014

Posando en Machupichu.

Disparen, disparen, mátenme hijueputas. A pesar del ahogo y la tembladera de piernas tras jijuemil escalones de piedra, primero, para llegar al Machupichu y, después, a la cima del Waynapichu, abrí los brazos, cerré los ojos, respiré fuerte y me dije “¡No te vas a resbalar, enfrentálos!”. Que disparen si son verracos. Yo ya me morí hace rato. Después de semejante infarto y no sé cuántos días de cuidados intensivos, si no me desbaraté en esta trepada es porque yo ya me fui. Estoy del otro lado, ya no hay vergüenza. Les puse pose de Ediciones Paulinas y esperé, pero nada. Como que se asustaron. Volvieron a sus guaridas, se escondieron en las caletas enmarañadas que habitan desde que los abandonaron sus naves. Ellos no acostumbran mostrarse. Pero esa mañana la bruma era tan espesa que creyeron que nadie los vería. Pero se rasgó la neblina y ahí  quedaron, expuestos al natural como una realidad espantosa. Pobres navegantes cósmicos convertidos en cargadores de piedra para un imperio alucinado con el brillo del sol, y, ahora, en cazadores esporádicos de humanoides rezagados de una procesión interminable de turistas desvalidos. Después de perder a sus amos en antiguas invasiones de conquistadores burdos que adoraban un metal dorado, estas pobres criaturas desconocedoras del mundo, cobardes y poco curiosas, quedaron condenadas a cazar lechuzas en la noche con unos arcos destemplados y, cuando la madrugada les recuerda la atmósfera lechosa de su mundo, roedores dormidos en las bocas de sus madrigueras. Disparen, disparen, pero no pasó nada. Cuando volví a abrir los ojos solo atiné a ver una manada de turistas mirando hacia el abismo, tomándose fotos con un fondo de ruina de piedras a lo lejos, y repitiendo en muchas lenguas ¡“Qué hijueputa belleza”!


Diego García-Moreno 2014 
He sido un cultivador de cartas... pero se extinguen los huertos, las postales, los destinos. Busco materos, balcones, ventanas, lienzos libres donde pueda sembrar mis dudas, mis palabras, las cascadas de imagen que a veces se me ocurren. Dale hombre, me han dicho algunas fieles amistades, invéntate un blog, escribe. Ya verás que es un buen andén para compartir tu risa, tu silencio, tus desdichas. Curioso, dócil, ingenuo, acepto jugar a lo impreciso.