II
¿Quiénes quieren ser del equipo de fútbol? Yo, por supuesto.
Levantamos la mano dieciséis muchachitos de tercero de primaria. Sepan que en
la cancha solo pueden jugar once, los otros serán los suplentes. Van a estar en
la banca. Qué susto. Mamá, yo quiero jugar.
-Le vamos a dar prioridad a los que tengan el uniforme
completo: camiseta, pantaloneta medias
largas y guayos con taches.
-Yo tengo un balón, profe. Es un número cuatro, de tripa.
-¡DE TRIPA! ¿De los
que se inflan con la boca? No, no, no. Aquí se juega con el número cinco que es
más grande y se necesita una aguja para poderle ajustar el inflador.
Yo no entendía nada de técnica.
En mi casa nos dividíamos entre los gordos y los flacos. Los gordos éramos tres: Gustavo Adolfo, el mayor, mi hermana
Silvia y yo. Los otros cinco eran flacos. A los gorditos nos gustaba el fútbol,
a los flacos no les interesaba para nada. En el álbum de la familia, había una
foto en la que Gustavo Adolfo en pantaloneta se lanza imitando la estirada de
un portero para atrapar un balón. Era un héroe. Yo, bien redondito, siempre
quise tener esa soltura del arquero. En el fondo creía que podría ser un gran futbolista. Aquel
día levanté la mano sin importarme mi novatada. Si, tenía un poco de experiencia jugando en la
finca de los Gutiérrez en La Tablaza , pero como mis papás nunca nos habían
dejado salir a "perriar" con los muchachos en la calle del barrio,
evidentemente era un “tronco”.
-El uniforme será rojo con una franja blanca diagonal en el
pecho.- Que vale no sé cuánta plata y tienen
que traerla para el partido del sábado. Mi mamá puso el grito en el cielo ¿Cuánto?
Dígale a don Teodulio que yo mejor se la coso en la casa. No hay problema. ¿Y
qué hago con los guayos? Nuevos son más caros que la camiseta. ¿Y Gustavo
Adolfo no tenía unos por ahí? Sí, pero
le deben quedar grandísimos. Mi hermano mayor había heredado unos guayos de
quién sabe quién cuando entró al equipo de fútbol de su clase. Eso debió haber
sido tres años antes, cuando estaba en quinto de primaria. Sin embargo la práctica
en las canchas le duró poco: tenía vocación de intelectual, sólo le gustaba leer y en sus
ratos libres presumía ser un teórico del
deporte.
-¿De qué vas a jugar?
- No sé.
-Cójanlos si quieren, pues.
Pero estoy seguro de que le van a
quedar grandes.
- Le rellenamos las puntas para que no le queden volando los
dedos-, propuso mi mamá.
Consiguieron un ejemplar viejo de El colombiano donde los
vecinos, partieron un pedazo de la página de deportes y rellenaron la punta de
los guayos.
-Listo, probátelos.-
Había estado varias veces en el circo y recuerdo la lágrima
que rodó por mis mejillas cuando al mirarme en el espejo calzando los guayos vi a Pernito, el payaso
más ridículo del mundo. Mi mamá hizo
presión con sus dedos en el cuero, justo en el supuesto límite de mis
extremidades inferiores.
- Creo que hay que ponerle otro poquito.- Mi hermano recortó
otro pedazo de periódico con unas fotos impresas y sonrió.
-Mirá, El Caimán Sánchez y Canocho Echeverri te van a acompañar. No te
preocupés, caminá, ensayálos, te parecés
a D´ Stefano, mejor que sean grandes, así le pegás más duro al balón y a los
contrincantes los frenás.-
Di unos pasos y tuve la sensación de que las baldosas de colores se partían con el roce
del metal de los taches. Mijo, es mejor
que vaya a ensayarlos sobre el pasto, aconsejó mi mamá.
En la práctica del día anterior nos habían hecho correr,
gambetear, “perriar”, cobrar tiros de esquina, penaltis, jugar mosquita y, al
final, el profe de gimnasia consideró que lo mejor era que yo jugara de
portero. En la delantera no tenía nada que hacer, como armador mucho menos;
defendiendo, todos me pasaban, pero, tal vez, a lo mejor, por ser más ancho que mis
compañeros, en la portería podría evitar los goles. Como yo le caía bien a
Carlos Fernando, el capitán del equipo, para consolarme me contó que el caimán
Sánchez había hecho una “voladora mundo” para salvar a la selección Colombia de
la derrota ante… ¿ante quién? No sé, habría que preguntarle a él que todo lo
sabía. Yo sólo tenía claro que existían el Medellín y el Nacional y que en mi
casa todos éramos hinchas del Medellín porque nos parecía más animado el rojo
que el verde, porque era del mismo color del partido liberal y porque tenía el nombre de la ciudad. Al
estadio había ido a practicar tambor con la banda de los niños del Colegio de
la Presentación pero jamás a ver un partido de fútbol.
A los quince minutos del primer tiempo, cuando llevábamos
tres goles en contra, decidieron sacarme de portero y ponerme a jugar adelante.
Ninguno me sonreía y, lo peor, nadie me pasaba el balón. Entonces empecé a
caminar hacia adelante mientras Carlos Fernando y Hernán Darío luchaban por
descontar el abultado marcador en una cancha empantanada.
Ellos hacían todo el trabajo, el resto era una parranda de muchachitos
gritones que pedían que se la pasaran, pero cuando la recibían la perdían. Carlos Fernando se bailaba a todos, era un crack,
y Hernán Darío que tenía buena técnica e intuición le hacía una buena compañía
en las paredes. El problema fue que una
de las bestias tiesas que los perseguía le dio un empujón a Carlos Efe, así le decíamos, y
enseguida una patada que lo envió al pantanero donde quedó revolcándose de dolor. La pelota quedó
al alcance de Hernán Darío que aprovechó
la ley de la ventaja y siguió corriendo hacia el arco, justo en dirección al
ala por donde yo caminaba atontado. De pronto sacó un gesto de esos que se veía
en televisión y fue a hacer un chute al arco, pero del cielo le cayó el portero
y lo tumbó. Ambos rodaron por el lodazal y el balón llegó al lado de mis enormes
guayos. Era un número cinco de aguja, grande, profesional, el mismo que minutos
antes me había pasado debajo de mis
piernas, o sobre mi cabeza, o se me había soltado de las manos para convertirse
en malditos tres goles y me había convertido en la vergüenza del equipo; pero
ahora, de repente, parecía sumiso y arrepentido. Sentí que me hacía señas, me rogaba que
simplemente lo empujara. A lo lejos,
Carlos Fernando gritaba: ¡Dale, metelo,
dale, metelo! En un acto de decisión le pegué un golpe con la punta de mis
guayo derecho relleno de papel periódico. Sentí que las figuras arrugadas del
Caimán Sánchez y Canocho Echeverri se solidarizaban con mi valentía y abrían su
boca haciéndole un soberano dúo a mis brazos para gritar Gol, gol. Gol ¡golazo!
Una algarabía y mil sonrisas se
apoderaron de las caras de todos los del equipo que vinieron corriendo a
abrazarme. Buena, buena, me convertí
repentinamente en un líbero. Era una ficha libre que hacía lo que me daba la
gana, hasta que Carlos efe me paró y me dijo. Quedate allá donde metiste el
gol. Le hice caso. Gracias a su consejo y a sus pases precisos, después de su
enconada lucha con los enemigos que lo dejaban siempre en el pantano, metí los
dos goles que faltaban, empujaditos por mis guayos prodigiosos. Quedamos tres a
tres.
Bueno, ya está bien. Quítate esos guayos. Era hora de dormir y mi madre me miraba amenazante. Si no te los quitas ya mismo, no te doy el permiso para jugar en el próximo partido. Se agachó, desamarró los cordones y de un jalón los separó de mis pies. Hasta mañana, que la virgen te acompañe. A medianoche me despertó una rasquiña en los dedos de los pies y dos días después estaba invadido por los hongos.
-Eso fueron esos guayos... es mejor que no los uses.
Ví cuando los echaron a la basura, pero era tal la rasquiña que no dije nada. El doctor me recetó un talco que calmó rápidamente las molestias y vi, noche tras noche, como sanaban mis pies. Fui al partido siguiente con tenis y medias blancas nuevas pero el profesor no me permitió entrar a la cancha. Julián, otro amigo que tampoco llevó guayos me miró y sonrió.
- ¿Vos sabés jugar ping-pong?
- No...
- No importa, vamos, yo te enseño.