Soy un ciudadano afortunado: mi oficina está a escasos quinientos
metros de mi residencia.
Soy un ciudadano doblemente afortunado: el trayecto que debo
recorrer para llegar a mi oficina, que en realidad es una sala de edición, es
en su mayoría una zona verde: el Parque
de la Independencia, en el que sobresalen las palmas de cera sobre una exuberante
variedad de árboles frondosos.
Soy un ciudadano inmensamente afortunado: camino sin afanes, no
estoy obligado a montarme todos los días en un transporte público -taxi, buseta o transmilenio-, o en un auto privado -mi propio carrito
prehistórico por ejemplo-. Si tuviese que recurrir a cualquiera de ellos indefectiblemente caería en un asfixiante trancón donde
olvidaría que voy hacia un destino preciso; caería en un cardumen burdo y ruidoso de motores humeantes donde se
alteraría mi anhelado estado de paciencia
hasta llegar a una crisis de histeria
por contaminación ambiental y atropello físico, en una terrible
ofuscación con taquicardia incorporada ante el inminente incumplimiento a la
cita.
Soy un ciudadano muy afortunado:
en vez de sucumbir en esa contaminada tortura moderna, voy caminando sin afanes,
sin empujones, sin corcoveos de chasises ni mentadas de madre al chofer, sin
la posibilidad de atropellar a ciclistas
y transeúntes, carretilleros y motociclistas, sin temor a que una mano ágil me
saque la billetera o el celular del bolsillo o jale bruscamente el bolso donde
cargo documentos y computador.
Soy un ciudadano afortunado: puedo caminar lentamente, espiar las
mirlas o los colibríes mientras sale de
los audífonos una catarata de noticias espantosas, o un abanico de música entre
el rock fundamental y la salsa de siempre, entre una sinfonía clásica en un
canal universitario o cualquier joropo cabalgado en Señal radio Colombia; puedo caminar en silencio, desconectado, mirando hacia el cielo coronado por los
penachos del árbol nacional o, hacia abajo, inspeccionando los tallos jóvenes de una nueva generación de
palmas de cera sembrada en los bordes del camino que rodea El Planetario
Distrital.
Soy un ciudadano afortunado: celebro el cruce con los vecinos o con
los estudiantes que suben a clases en la Universidad Distrital, el aroma de
cannabis que sale de las bocas de los muchachos que conversan mirando el domo
del observatorio sentados en la pendiente del parque, los besos apasionados de
las parejitas sin pieza que se frotan sobre el pasto, la algarabía de los
perros que corren tras el hueso sintético que lanza su amo, y al amo que recoge
la mierda de su perro y la mete en una bolsita plástica y luego la deposita en un
cajón de basura; puedo escuchar los ronquidos de los viejos desempleados o de
los pordioseros que han encontrado reposo en una banca y hasta despotricar del arquitecto
y del contratista y de la entidad urbana y del alcalde y del ministerio que permitió
derribar una centena de árboles y comerse el borde sur del parque para
construir un adefesio de cemento sobre la avenida El Dorado: una plataforma
descomunal abandonada desde hace tres años a la intemperie, cuyos hierros
oxidados se han convertido con el tiempo en el símbolo de la corrupción en la
contratación urbana.
Soy un ciudadano afortunado: nunca
he sido sorprendido por un atracador en
el apacible trayecto que, eso sí, nunca recorro solo cuando cae la noche: los relatos de los asaltos perpetrados por
hampones armados que alzan vuelo con chaqueta, reloj, computador y celular
–como en los buses- se han vuelto una alarma que enciendo cuando regreso en la
noche a mi casa y con precaución subo bordeando el Planetario y la
Plaza de Toros buscando el garaje que da sobre la calle 28 en el costado norte
de mi conjunto residencial.
Soy un ciudadano afortunado
que intenta aprender a usar la palabra ciudadano ya que no tiene un pedazo de
tierra en el campo donde pueda ahorrarse la palabra oficina.
Diego García
Moreno
Bogotá, Febrero 1 de 2015
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