I.
LA ENREDADERITA ROJA
Hace diecisiete años caminábamos una tarde muy caliente por
un sendero seco, polvoriento, en el Retiro de los Indios entre Sincelejo y Montería, cuando
vi una enredadera repleta de sutilezas disimulando un alambrado enclenque,
viejo y oxidado. Era una de esas
creaciones llena de florecitas rojas que te arranca adjetivos muy livianos: frágil, ligera, etérea, volátil, sutil,
tierna…
No sé si tanta sensibilidad repentina, tanta zalamería
regada sobre la planta, fue por su belleza natural o era
un efecto colateral de la conversación dichosa que compartía con una
amiga monteriana. En un arrebato de
fascinación me provocó tapar todos las púas de los linderos de las fincas con esa mata tan bonita y llené mis bolsillos con
florecitas secas y semillas. Cuando
regresé a Bogotá las metí en una bolsa de papel que guardé en un cajón de mi
escritorio donde permanecieron olvidadas durante varios meses.
Creo que fue preparando maletas para un
viaje decembrino a Damasco, a la finca de mi hermano, cuando las descubrí e
incorporé en el equipaje. Al día
siguiente esparcí semillas por aquí y por allá esperando que tanta belleza
compartiera escenario con todos esos artistas tropicales que Luis Fernando
había sembrado en su Pajaral. Al año siguiente él me contó que la enredaderita sutil
se empecinó en sobrevivir entre los platanillos y las aves del paraíso, pero
que era tan frágil que a los pocos días de nacida se mostraba reseca y
fallecía. No era posible que tanto
adjetivo hubiera sido en vano, pensé. ¿Será que la belleza de esa matica sólo es visible cuando florece
entre pastos resecos y caminos polvorientos?
Esta mañana, más de tres lustros después, me levanté ojeroso
en la finca de Luis, molido tras una noche de sueños tormentosos en los que en un
atraco me robaron el macbook pro donde guardo mi memoria. Pensativo, la vista perdida en el horizonte, me dejé caer
en una rimax blanca. Un sol pesado de
verano se había apresurado a madrugar
para resecar el pasto, y los platanillos que bordean el corredor hacían acrobacia para mantener erguidos sus tallos coronados de flores amarillas. Una mariposa del mismo color revoloteaba por
ahí, nerviosa, inquieta, como si hubiera
asimilado la actitud que caracterizó mi pesadilla. De repente detuvo su vuelo
sobre la ramita verde de una enredadera
entrometida entre los platanillos. Sin
temblar, quietecita, comenzó a lamer la florecita roja, sutil, frágil, ligera,
tierna, que dignamente se sostenía en el bracito
verde que por ráfagas mecía un viento seco. Sonreí, me
pareció la cosa más divina, como decía mi madre, y sentí que
el sofoco estival se refrescaba con un oleaje de recuerdos.
Diego García-Moreno
El Pajaral del sol, Damasco, Antioquia.
Mayo 10 de 2015.
II.
¡ZEN y SAS!
Atardecer de un sábado en Damasco, Antioquia.
Píldoras visuales
para calmar la jaqueca
que deja una entrega de proyectos
a la convocatoria FDC.
Vuelve y juega,
demuestre con pelos y señales que
uno es apto para que le den
platica para hacer un documental.
Que mis restos los quemen
y con ellos las miles de páginas
de proyectos escritos
en nosécuántosañosdetestarudez.
Un soplo y ya.
Cenizas...
Zen y sas!
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